En los albores de este Mundial 2022, allá por la fase de grupos —qué cortos son estos torneos, pero qué lejanos quedan sus inicios cuando se vislumbra la final—, el bombo deparó un nuevo enfrentamiento entre las selecciones de México y Argentina. Naturalmente, durante la previa del encuentro, la prensa evocó el antecedente de 2006 en Alemania, donde los argentinos se impusieron en octavos de final. Si aquel partido entró en la historia de la Copa del Mundo fue por una sola jugada: el disparo a la escuadra de Maximiliano Rubén Rodríguez. Esa acción se mencionará siempre que vuelvan a cruzarse México y Argentina, y a menudo aparecerá en los ya típicos vídeos recopilatorios con los mejores tantos mundialistas. En mi caso, nada de eso es necesario para recordar aquel gol, ya que lo tengo muy presente por motivos personales.
Era un sábado por la noche, 24 de junio en Leipzig. El conjunto azteca se adelantó pronto, en el minuto seis, gracias a una falta lateral prolongada en el primer palo que Rafa Márquez mandó dentro tras ganarle la espalda a Gabriel Heinze. Apenas cuatro minutos después, Juan Román Riquelme botó un córner que supuso el empate argentino; Hernán Crespo lo reclamó como propio y así le fue concedido —con la meticulosidad estadística actual, habría quedado registrado como gol en propia puerta del jugador mexicano—. Antes de que se agotara el tiempo reglamentario, el seleccionador argentino, José Pékerman, dio entrada a la savia nueva de aquella selección, piernas frescas para encarar la prórroga. Así, en el minuto ochenta y cuatro saltaron al campo nada menos que Carlos Tévez y Lionel Messi, quien justamente aquel día cumplía diecinueve años.
Casi todo lo que aparece en el párrafo anterior he tenido que refrescarlo para este artículo. De lo que no me olvido nunca es de la jugada clave: Messi abre a la banda izquierda, donde Juan Pablo Sorín controla, alza la vista y centra, aunque la pelota llega a la esquina del área, pero allí Maxi Rodríguez pone el pecho y detiene la bola y, durante una milésima de segundo, detiene también el mundo entero y luego, sin dejarla caer, le pega con la pierna zurda, la menos buena —a ver quién la llama mala después de aquello—, y la manda por encima del portero mexicano al fondo de la portería. Un gol bellísimo en el mejor escenario que un futbolista puede imaginar.
Lo recuerdo tan bien no porque sea un fervoroso esteta, sino porque aquel gol lo vi con mi padre y con mi abuelo, ambos argentinos. Los visualizo ahora mismo, mientras escribo, sentados frente a la televisión, a izquierda y derecha respectivamente, en sendos sillones orejeros con tapicería verde oscuro, de esos que, si te echabas para atrás, podías descansar las piernas en alto. Pero aquella noche nadie utilizó los reposapiés abatibles. Los dos permanecían totalmente concentrados en el partido, cosa habitual en mi padre, pero muy anómala en mi abuelo. Yo, cuando el discurrir del juego daba tregua, los observaba desde el sofá, donde un rato antes se sentaba también mi abuela, pero como la prórroga empezó casi a las once ella ya se había ido a pishar y a la cama, como solía decir —pishar es un argentinismo para mear. Ya que entro en aclaraciones, debo explicar también que, a diferencia del término que estoy empleando en el texto, a mis abuelos sus nietos jamás les llamamos así, sino nonno y nonna, en italiano—.
Si se me permite parafrasear a Tolstói, diré que todas las familias —felices o no— son extrañas, aunque cada una a su manera. La mía no es una excepción. A mi abuelo lo conocí todo lo que pueden conocerse nietos y abuelos, es decir, sin saber bien qué clase de persona fue uno ni en qué persona se convertirá el otro. Ahora, transcurrido el tiempo —igual que hago con los otros tres—, lo recompongo mediante historias que me cuentan, así como las frases sueltas, gestos y actitudes que conservo, repienso y sumo al montón de piezas de un puzle con luces y sombras. Por ejemplo, sé que de joven solía llevar a mi padre al Cilindro, el estadio de Racing de Avellaneda, pero que al mudarse a España no le sedujo ningún club. Cuando veía el fútbol conmigo, a lo sumo hacía algún comentario, o se alegraba mínimamente si marcaba mi equipo, aunque siempre sin mostrar el menor atisbo de pasión. Por eso se me quedó grabado el instante posterior a que Maxi marcase.
Cuando la pelota entró por la escuadra, apretó los puños y gritó como yo jamás le había escuchado, y su cara se puso colorada y del sobresalto se le enredaron las gafas en el cordel que colgaba de las patillas. Mi padre y yo también lo cantamos, claro. Tres generaciones, tres personas muy distintas, en comunión perfecta por un gol. Aunque no sufría problemas graves de salud, mi abuelo murió en la otra punta de España dos meses después. Aquella noche es el último recuerdo que conservo de él.
Entonces yo tenía dieciocho años, y aunque soy español ya seguía a la selección argentina desde hacía mucho por culpa de mi temprana fascinación por la figura de Maradona. Hay momentos futbolísticos que jalonan la vida de los aficionados, y para mí aquel gol en la prórroga contra México es uno de ellos. Quizás sea una tontería, pero cuando veo algún partido de la albiceleste, a menudo en horarios que me obligan a robarle horas al sueño, suele venirme a la memoria aquella celebración con mi padre y con mi abuelo.
Sí, todos sabemos que el de Catar es un Mundial corrupto y desubicado, pero en infinidad de hogares a lo largo del planeta se están acumulando recuerdos gracias al simple hecho de reunirse frente al televisor para ver los partidos, igual que me pasó a mí cuando marcó Maxi Rodríguez. Son las imágenes imborrables que deja la Copa del Mundo. Solo por eso ya vale la pena todo este invento.
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