«Lo que Charlie Paddock, que acumula más récords de velocidad que ningún otro hombre que haya corrido jamás, no ha podido hacer. Lo que Jackson Scholz, el sprinter de St. Louis que ganó los cien metros en los Juegos de hace cuatro años, no ha podido hacer. Y lo que Lloyd Hahn, el volador de Boston, no ha podido hacer. Elizabeth Robinson, una quinceañera de Chicago… lo ha hecho. Los corredores americanos, que han sido tan fácilmente adelantados por prácticamente todo el resto del mundo, deberían comprarle a Elizabeth una enorme caja de bombones» (artículo en un periódico estadounidense tras los Juegos Olímpicos de 1928).
Estamos en 1931; es un día caluroso en las afueras de Chicago. Un hombre detiene su automóvil junto a un terreno cubierto por una espesa hierba. Allí se encuentra ante un macabro panorama: los restos de un accidente aéreo. Un avión —el típico biplano de los años veinte— ha levantado el vuelo pocos minutos antes pero ha tenido algún problema al poco de despegar. El piloto parece haber perdido el dominio del aparato y el avión, tras descontrolarse por completo ante la mirada de algunos horrorizados testigos, ha terminado cayendo y estrellándose en un descampado. El hombre baja de su automóvil y se acerca para comprobar el estado de los restos. Uno de los dos ocupantes del avión es una chica de veinte años de edad. Cuidadosamente, el angustiado individuo levanta el cuerpo de la jovencita, lo carga en brazos, lo lleva hasta a su coche, lo mete en el maletero y se dirige a unas instalaciones funerarias donde puedan hacerse cargo del cadáver. Pero una vez en los servicios fúnebres se llevará una buena una sorpresa: cuando el hombre saca el cuerpo del maletero y lo entrega a los empleados funerarios, estos examinan el cuerpo y cunde la alarma. Le hacen saber que, aunque lo parezca, no ha estado cargando con un cadáver. La verdad es que pese al descorazonador aspecto que presenta tras el accidente aéreo, la chica continúa viva. Eso sí, su estado parece extremadamente grave: apenas respira y su pulso es muy débil. Es milagroso que haya sobrevivido… aunque de todos modos parece estar en las últimas. Sí, resulta bastante improbable que pueda superar su actual condición, pero de todos modos hay que llevarla a un centro médico con la máxima urgencia. Acuden a un hospital y la chica es ingresada inmediatamente. Los médicos dictaminan que se encuentra en un estado de coma profundo. Su situación es muy delicada y el pronóstico es serio. Esto va a entristecer a mucha gente, porque la infortunada jovencita no es una chica cualquiera. Es, de hecho, una celebridad. Se trata de Elizabeth Robinson: la primera mujer que ha ganado una medalla de oro olímpica en toda la historia del atletismo moderno. Tres años antes, triunfó en las Olimpiadas de Amsterdam de 1928 siendo apenas una chiquilla. Con dieciséis años, ha sido la primera reina del atletismo olímpico femenino. Ahora, la «novia de Amsterdam» y una de las personas más queridas del país se estaba preparando para los Juegos de 1932, donde sin duda podría volver a aspirar a la medalla de oro. Pero ahora está tendida en la cama de un hospital, inmóvil, inconsciente, debatiéndose entre la vida y la muerte. En ese estado permanecerá durante meses. Todo porque ese día hacía mucho calor y a los velocistas se les desaconsejaba nadar, así que para huir del clima y refrescarse se le había ocurrido dar una vuelta en avión. Su primo era piloto y era el flamante poseedor de un aeroplano, así que pensó que aquella sería una buena forma de pasar el rato y tomar algo de aire fresco. Pero el avión ha terminado hecho trizas en un campo y ella quizá nunca despierte del coma. Y si despierta, probablemente nunca podrá volver a correr. De hecho, los médicos dan por hecho que ni siquiera volvería a caminar con normalidad. Sin embargo, por increíble que parezca, a la aparentemente agonizante Betty aún le quedan victorias por anotarse. Va a regresar de los linderos de la muerte, superando problemas físicos aparentemente insuperables y retornando a la gloria olímpica a base de determinación. Esta es la increíble historia de una de las deportistas de élite con más coraje de la historia de los Juegos.
La chica que perdía el tren
Unos meses antes de las Olimpiadas de Amsterdam de 1928, Betty Robinson no era más que una adolescente americana como cualquier otra. Una chica más de Riverdale, pequeña, modesta y tranquila localidad de Illinois sin nada destacable que hacer notar. Una completa desconocida de dieciséis años que ni siquiera estaba inscrita en un equipo deportivo. Cualquier elucubración sobre la posibilidad de pisar un estadio olímpico hubiese sido como ciencia-ficción para ella, que por no tener experiencia no había participado en más carreras que las charangas informales organizadas en las fiestas dominicales de la iglesia. Ella solo sabía que era una chica veloz. Le gustaba competir con chavales de su edad, ya fuese corriendo o nadando, pero por pasar el rato. No necesitaba saber nada más. No esperaba nada más tampoco.
Betty acudía al instituto en la cercana localidad de Harvey, para lo cual viajaba siempre en tren porque no tenía automóvil. Eran solo dos estaciones desde su pueblo hasta el instituto, pero sería precisamente el ferrocarril el responsable de que se convirtiera en la primera gran heroína del atletismo olímpico mundial. Un día cualquiera, Betty salió de clase y se disponía a regresar a casa. Pero cuando estaba llegando a la estación se dio cuenta de que se había entretenido más de la cuenta: su tren estaba a punto de salir. Además, la estación de Harvey tenía un andén elevado, así que para acceder al tren había que subir por unas escaleras. Cualquier otra persona se hubiese dado por vencida. Es más, casi cualquier otra persona, aun intentándolo, no hubiera podido subirse ese tren. En el andén de la estación estaba el profesor de biología de Betty. La vio en la distancia y dio por supuesto que no conseguiría llegar a tiempo. Él, por su parte, entró en el vagón y se sentó tranquilamente. Entonces contempló atónito una escena inesperada. La chica empezó a correr como un relámpago. Subió velozmente por las escaleras, atravesó el andén y logró entrar antes de que el tren partiera. El hombre no daba crédito a sus ojos:
“Él estaba esperando en la estación cuando el tren venía, pero yo todavía estaba en la calle. Tuve que subir corriendo por aquellas escaleras; cuando entré en el vagón y me senté junto a mi profesor, él estaba tremendamente sorprendido. Me dijo: «mañana te vamos a cronometrar en los cincuenta metros». Así es como todo empezó: logré alcanzar el tren cuando él pensaba que no podría conseguirlo. Él fue quien lo comenzó todo”
A ella siempre le había gustado correr y competir pero nunca había sido consciente de sus alucinantes capacidades. En aquellos tiempos el deporte femenino aún estaba pugnando por obtener respetabilidad y el que una estudiante anónima de Illinois fuese una gran atleta en potencia no era algo que le quitase demasiado el sueño a nadie, ni siquiera a ella misma. Estaba acostumbrada a ganar a otros adolescentes en carreras informales, ya fuese en excursiones del colegio o fiestas dominicales del pueblo, pero no le concedía mayor importancia. Su propio padre había sido también un joven veloz y había participado en algunas competiciones menores. Él sabía que su hija Betty era rápida, pero ¿y qué? Tampoco se le ocurría que aquello tuviese algún tipo de salida. Nadie era consciente de lo realmente rápida que era Betty hasta aquel día en la estación, cuando su profesor pensó que había que cronometrarla, porque lo que había visto no parecía posible.
Al día siguiente Betty se llevó sus zapatillas de tenis al polideportivo del instituto —no tenía zapatillas de atletismo—, donde se había citado con su profesor de biología, el mismo que la había visto correr hacia el tren. El profesor apareció acompañado por un estudiante algo mayor que Betty, de último curso, que era aficionado al atletismo y entendía bastante del asunto. Allí había una pista de cincuenta yardas de longitud: le pidieron a Betty que se pusiera en posición y la recorriese tan rápidamente como fuese capaz, mientras el estudiante la cronometraba. Pasaron unos segundos. Al terminar, el estudiante miró su reloj con asombro: aunque la hubiesen cronometrado de manera más o menos inexacta, no cabía ninguna duda de que lo que estaba pasando allí era excepcional. La chica estaba haciendo tiempos dignos de competición. No de competición escolar, ni de competición juvenil. Eran tiempos de competición nacional… por lo menos. Y eso, corriendo con zapatillas de tenis. “Deberías hacer algo al respecto”, le dijo el estudiante. Intuía que en condiciones adecuadas Betty podía estar en tiempos propios de competición internacional. No se equivocaba.
Sin embargo, la familia de Betty lo ignoraba todo respecto al mundo del deporte, como ella misma. Su padre había sido un corredor aficionado en la escuela, así que no desanimó a su hija y apoyó el que pudiese practicar atletismo, pero la verdad es que no sabía exactamente cómo ayudarla. Fue el profesor quien indagó en busca de competiciones femeninas donde Betty pudiese inscribirse. a través de un periódico averiguó que en Chicago se celebraban pruebas de atletismo para mujeres. Informó a Betty sobre ello y le explicó cómo inscribirse. Por su parte, el estudiante que la había cronometrado en el instituto la acompañó a una tienda y le ayudó a comprarse calzado adecuado para velocistas, dado que lógicamente no podía competir en ese tipo de carreras con sus zapatillas de tenis.
Betty se inscribió en aquellas competiciones locales de Chicago y acudió a su primera carrera de los cien metros sin ninguna experiencia competitiva previa. Era su debut en aquella prueba: poco importó. No solamente venció, sino que a punto estuvo de igualar el récord femenino de los Estados Unidos. ¿Se imaginan lo que hizo en su siguiente carrera? Aunque seguía tratándose de una competición menor en las que no había jueces autorizados para registrar marcas de manera oficial, aquella chica de pueblo igualó el récord mundial. En su segunda aparición sobre una pista. Estaba claro que lo de aquella jovencita no era normal. A los dieciséis años había igualado los mejores registros nacionales y mundiales sin apenas esforzarse, con una nula experiencia y de hecho habiendo empezado a entrenar en serio hacía muy poco tiempo: tres días a la semana en sesiones de cuarenta y cinco minutos. Aunque había debutado solo unos meses antes de las Olimpiadas, en su tercera carrera —la de clasificación olímpica— superó de sobra los registros necesarios para formar parte de la comitiva olímpica. Así que no mucho después de aquella tarde en la estación de trenes, Elizabeth Robinson se coló en el primer equipo de atletismo olímpico femenino en la historia de los Estados Unidos.
El debut olímpico del atletismo femenino
La actitud de las autoridades deportivas hacia el deporte femenino había sido bastante escéptica, por decirlo de alguna manera. El olimpismo moderno había nacido con muy buenas intenciones en muchos aspectos, pero con una mentalidad retrógrada y un paternalismo bastante condescendiente en cuanto a la posibilidad de que los Juegos albergasen una competición femenina en toda regla o que las mujeres mereciesen ocupar un papel importante en ellos. Para cuando Betty Robinson fue descubierta, el deporte femenino arrastraba décadas de retraso respecto al masculino y había varias causas de peso para ello.
Por un lado estaba la consideración social de la mujer. Por lo general, se tenía por adecuada la práctica de ciertos deportes considerados más propiamente “femeninos” o “discretos”, pero no de otros, especialmente cuando se daba el problema de los atuendos supuestamente “indecentes”. Por otra parte, muchos se empeñaban en pensar que deportes como el atletismo contrarrestaban la feminidad natural de la mujer, una idea palmariamente estúpida pero que estaba bastante extendida a principios del siglo XX. Otro problema todavía más serio era la dificultad de encontrar financiación para el deporte femenino, especialmente cuando se trataba de acontecimientos que requerían bastante dinero, como el envío de una delegación a los Juegos Olímpicos, más si se celebraban en el extranjero. Gran parte del público despreciaba el deporte practicado por mujeres y lo mismo sucedía con los posibles esponsors y benefactores. Ello no estaba relacionado con la calidad intrínseca de la competición femenina: si bien es cierto que en determinadas disciplinas, por causa de la morfología física, las mejores deportistas mujeres no podían competir con los mejores deportistas varones, el deporte femenino no tenía mucho que envidiar al masculino en cuanto a la dedicación y la seriedad de sus competidoras, ni siquiera en aquella época. En atletismo, por ejemplo, las mujeres lograban tiempos no mucho peores que los hombres. Incluso en pruebas como la velocidad, donde la potencia muscular resulta fundamental, el rendimiento de las atletas femeninas no resultaba ni mucho menos ridículo en comparación con el de los hombres. En los años veinte una mujer tardaba dos segundos más en recorrer los cien metros lisos. Puede parecer mucho, pero teniendo en cuenta las diferencias innatas en potencia muscular lo cierto es que el desempeño de las velocistas estaba a la par de sus equivalentes masculinos. La competición entre mujeres podía resultar tan intensa e interesante como entre hombres… sin embargo, se tardó mucho tiempo en reconocer este hecho.
En los primeros Juegos Olímpicos de verano de la era moderna, Atenas 1896, no hubo ninguna mujer; la posibilidad de una competición femenina fue sencillamente ignorada en mitad de un tono más bien burlón. En París 1900 sí hubo una representación simbólica de deportistas femeninas, aunque restringida a unas pocas disciplinas. Caso del tenis, donde se impuso la británica Charlotte Cooper —pentacampeona de Wimbledon, donde llegó a disputar once finales— que es comúnmente citada como la primera medallista de oro en la historia del olimpismo femenino. Aunque, curiosamente, en aquellos mismos Juegos hubo otra mujer, la suiza Hélène de Pourtalès, que días antes de que Cooper ganase el torneo de tenis ya había conseguido una medalla de oro. La regatista helvética participó en la competición “masculina” (por así decir) como parte del equipo suizo de vela, que se presentó con una formación mixta, ya que ella era parte intrínseca del equipo. Pero salvo los escasos deportes habitualmente representados en los Juegos, la representación femenina siguió estando restringida en las Olimpiadas posteriores, donde podemos considerarla más bien anecdótica, al menos a nivel de porcentajes. En 1912, la Olimpiada de Estocolmo abrió las puertas a nuevas disciplinas como la natación femenina, por más que mujeres de muchos países —entre ellos los Estados Unidos— estuvieron ausentes porque no se les permitía competir en público si no era luciendo ropajes que se considerasen “decorosos”. Como vemos, la inclusión del deporte femenino en los Juegos fue una tarea ardua (de hecho, la normalización completa ha llevado más de un siglo) y cada nueva concesión del COI era una esforzada pero incompleta victoria para las mujeres deportistas. En las Olimpiadas de Amsterdam, en 1928, se introdujeron por primera vez pruebas de atletismo para féminas.
En verano de aquel 1928 Betty Robinson tenía, como decíamos, dieciséis años y una muy exigua experiencia competitiva a sus espaldas, ya que solo había estado corriendo a niveles menores desde marzo de ese mismo año. Cuando algunas de sus rivales ya entrenaban duramente con vistas a una posible participación en los Juegos —una enorme responsabilidad para las atletas de su tiempo— Betty aún estaba saliendo de clase y corriendo para alcanzar aquel tren en una estación de Illinois, sin saber que unos pocos meses después se vería las caras contra las mejores atletas del planeta. Pero llegó el día y allí estaba ella, en Holanda, dispuesta a asombrar al mundo. Diecinueve mujeres formaban el equipo estadounidense de atletismo. La carrera de los cien metros, precisamente, iba a inaugurar el programa.
Pese a su juventud e inexperiencia, Betty Robinson se mostraba muy confiada en sus posibilidades de cara a su actuación en los cien metros. No eran pájaros en la cabeza de una adolescente: el cronómetro no miente y ella sabía que podía hacer tiempos de velocista de élite, aunque nunca hubiese sido reconocido aquel registro de doce segundos que logró en una de sus primeras participaciones en los cien metros lisos y que de hecho demostraba que aquella cría podía competir con virtualmente cualquier velocista del mundo. De hecho, al iniciarse la competición olímpica Betty se clasificó para la final sin problemas; quedó segunda en la primera ronda clasificatoria y primera en la semifinal. Y lo que es más importante: todos los presentes pudieron comprobar que no necesitó entregarse al 100% para hacerlo. Por más que fuese una adolescente recién llegada, salida prácticamente de la nada, no le costó postularse como una de las favoritas para la carrera decisiva, aquella donde se ponían en juego las primeras medallas olímpicas en la historia del atletismo femenino.
Pero esa última carrera, la final, no pintaba nada fácil. Allí estarían algunas de las velocistas más destacables del momento. Las corredoras alemanas y muy especialmente las canadienses dominaban el cotarro casi sin oposición. El equipo de velocistas de Canadá era el más potente del momento y de hecho ahí estaban las más peligrosas rivales. Myrtle Cook había monopolizado las diferentes modalidades de velocidad en los campeonatos de Canadá y muchos la veían como la principal candidata al oro. Cook se movía en unos tiempos similares a los registrados por el fenómeno de Illinois y de hecho fue la única atleta que aquel año pudo equiparar la mejor marca de Robinson, 12’0 segundos. La también canadiense Bobbie Rosenfeld era otra de las favoritas. Es recordada como una de las mejores deportistas en la historia de su país, y no solo destacó en atletismo sino que también jugó al baloncesto y al hockey. El trofeo anual a la mejor deportista canadiense lleva su nombre, lo cual lo dice todo sobre su figura. Ethel Smith era otra de las mujeres que hicieron del equipo de velocistas canadienses una escuadra temible. También estaban las omnipresentes alemanas, representadas en la final por Leni Schmidt, que había ganado las dos anteriores rondas, y por Erna Steinberg. Todas estas corredoras estaban en tiempos no demasiado lejanos al vigente récord mundial oficial de la japonesa Hitomi, así que Betty Robinson iba a vérselas con, literalmente, lo mejorcito del planeta.
Un inicio accidentado, no obstante, se encargó de sacar de la pista a una de sus principales rivales si no la principal. Los nervios traicionaron a la canadiense Myrtle Cook, que fue descalificada tras repetir varias salidas en falso. Al quedar repentinamente fuera de la competición, la canadiense se sentó junto a la pista y comenzó a llorar amargamente. Después permaneció bastante rato tendida boca abajo sobre la hierba, sollozando. También Leni Schmidtfue descalificada por exactamente el mismo motivo. Aunque, lejos de echarse a llorar, la rubia alemana se encaró con el juez de salida blandiendo el puño y no pocos llegaron a pensar que iba a pegarle.
La sonrisa de América
Tras las dos descalificaciones por salidas falsas, la final demostró que Betty Robinson, incluso a sus tiernos dieciséis años, estaba muy por encima del resto. Llegó, vio y venció. El momento fue inmortalizado por un fotógrafo para la posteridad, en una de las imágenes más características de la historia olímpica. Gracias a aquella fotografía supimos que la jovencísima Betty atravesó la línea de meta… ¡sonriendo! Se impuso con autoridad a las canadienses Rosenfeld y Smith. Además igualó el récord mundial oficial de 12’2 segundos. La adolescente de Illinois era la nueva reina indiscutible de la velocidad, la primera ganadora de una medalla dorada en la era del atletismo olímpico femenino. Durante la ceremonia de entrega de medallas le pudo la emoción y su perenne sonrisa se desvaneció momentáneamente: “cuando vi alzarse la bandera, empecé a llorar como una niña”. No sería su única medalla en aquellos Juegos. El equipo estadounidense solo consiguió la plata en la prueba des relevos de 4×100, ya que las canadienses, como equipo, eran intocables. Pero volvió a quedar claro que Elizabeth Robinson era un verdadero fenómeno de la naturaleza.
Betty regresó a los Estados Unidos convertida en una celebridad. Su gesta olímpica impactó en gran medida al país, ya que era la primera atleta estadounidense que regresaba con una medalla de oro de unas Olimpiadas, y más en un año donde a los velocistas masculinos no les fue especialmente bien (individualmente, los sprinters estadounidenses solo consiguieron un oro en los 400 metros, pero fracasaron en todo lo demás). Su tremendo logro deportivo a una edad tan temprana y sin ninguna experiencia era la clase de historia que podía capturar la imaginación del público. Pero amén de todo ello Betty Robinson tenía cualidades más que suficientes para convertirse en una figura mediática: era bonita, era pizpireta, sonreía continuamente y mostraba un carácter alegre que era mágicamente captado por los fotógrafos. La cámara la quería, su simpatía traspasaba la lente y su imagen en los periódicos despertaba la simpatía de los lectores. Todos recordaban aquella fotografía del día de su triunfo: una chiquilla atravesando la meta con una cándida expresión de limpia felicidad en el rostro. Elizabeth Robinson era la sonrisa de América. El escepticismo de muchos espectadores hacia el deporte femenino se había transformado en curiosidad y finalmente en admiración. Las componentes del equipo olímpico estadounidense fueron recibidas con entusiasmo: tras desembarcar en Nueva York, atravesaron la ciudad en un multitudinario desfile de bienvenida. Betty, que había estimulado la imaginación de todo el país, fue tratada prácticamente como una estrella de cine. El presidente del comité olímpico estadounidense le entregó un bonito regalo: un broche de oro en forma de mapamundi. Después, Betty volvió a Illinois: en Chicago volvió a tener una bienvenida clamorosa, paseándose de nuevo en una cabalgata por las calles de la ciudad. En su localidad natal, Rivendale, fue lógicamente recibida como la gran heroína local; allí se le entregó otro regalo espectacular: un diamante que el pueblo había comprado con dinero recaudado por los vecinos. Por su parte, el instituto donde estudiaba hizo algo similar y la obsequió con un trofeo de plata. Fue objeto de toda clase de distinciones y parabienes mientras cumplía los diecisiete años. Se había convertido en el ojito derecho de América, pero el infortunio pronto llegaría para quebrantar su carrera.
La lucha contra el infortunio
“Si no hubiese estado en tan buena forma física, no hubiese sobrevivido” (Betty Robinson)
Tres años después Betty Robinson seguía en la élite y estaba dispuesta a extender su reinado. Pero mientras se preparaba para participar en los siguientes Juegos Olímpicos, sufrió el fatídico accidente de aviación que la postraría en una cama, haciéndola luchar por su vida. Además de romperse un brazo, de sufrir una fractura en la cadera y de quedar con una pierna muy maltrecha, durante dos meses permaneció en un coma profundo a causa de los golpes sufridos en su cabeza y los médicos dudaron de si alguna vez recuperaría la consciencia. Podría quedar condenada a una existencia prácticamente vegetal. Sin embargo, para alivio de todos, finalmente despertó. Eso sí, las operaciones a las que fue sometida su pierna prácticamente la obligaron a asumir que tenía que retirarse del atletismo. Le colocaron clavos y piezas de metal para estabilizar la pierna, que a resultas de todo ello perdió algunos milímetros de longitud. Pasó otros meses en una silla de ruedas con unos apliques de metal que cubrían su extremidad hasta la cadera. Cuando finalmente pudo caminar sin muletas le quedó una cojera supuestamente permanente; ya no podía flexionar normalmente su rodilla. La mejor velocista de los últimos tiempos, que solo tenía veinte años, ahora caminaba renqueando. Naturalmente se perdió las Olimpiadas de 1932, que para colmo se celebraban en Los Angeles. Ella pudo haber sido una de las grandes figuras del evento, compitiendo en su propio país ante un público que la adoraba. Pero ya no podía caminar con normalidad, ni mucho menos correr. Al enos había sobrevivido, pero parecía perdida para el deporte.
Los pronósticos eran claros: los médicos le habían dicho que podía olvidarse del atletismo para siempre. En un primer instante Betty pareció resignarse a la idea. Pero algo dentro de ella la impulsó a no rendirse. Se empeñó en un costoso trabajo de rehabilitación para conseguir caminar con normalidad, algo que le llevó dos años de duros y constantes esfuerzos. En un principio, eliminar su cojera había sido el principal objetivo de su dura lucha, pero cuando comprobó que lo estaba consiguiendo sus metas se volvieron más ambiciosas. Ya no le bastaba con caminar bien otra vez, también decidió que quería volver a correr. Aquello parecía una locura: su pierna no solamente estaba rehecha a base de clavos, sino que no podía flexionar su rodilla. Todos admiraban su logro de volver a caminar con normalidad tras dos años de titánicos esfuerzos de voluntad, pero lo de pretender correr se antojaba una quimera. Para todos, excepto, claro está, para Betty.
Para asombro de todos, la determinación de la jovencísima campeona hizo que se saliera con la suya. Ya podía caminar sin cojear, pero siguió esforzándose sin descanso. Aquello tuvo premio. Su disciplina y su durísimo trabajo le permitieron, efectivamente, volver a correr. Es más: cuando quisieron darse cuenta volvió a ser capaz de cronometrarse y comprobar que estaba nuevamente en tiempos dignos de la gran competición. Era como un milagro. Eso sí, el milagro no era completo. Porque hablamos de la realidad, no de una película, y había cosas que ni siquiera la invencible Betty Robinson podía conseguir. Su rodilla estaba destrozada y ni con todo su trabajo de rehabilitación podía compensar ese hecho. Había que asumirlo: las pruebas individuales de velocidad le quedaban vedadas para siempre. Por que antes de comenzar la carrera, los velocistas debían ponerse de rodillas: era la posición de salida universalmente instaurada. Pero Betty ya no podía adoptar esa posición y arrancar a correr debido al mal estado de su articulación. No iba a poder volver a correr en los cien metros, ni en ninguna otra prueba individual de velocidad.
Sin embargo había una posibilidad de seguir compitiendo. En la carrera de relevos de 4×100, las corredoras que reciben el testigo no están de rodillas, sino que aguardan de pie. En esa posición, de pie, es como empiezan a correr. Betty se dio cuenta de que ahí sí podía participar. Tras conseguir la meta de volver a correr en tiempos competitivos, se puso como nuevo objetivo regresar al equipo estadounidense de relevos. Entrenó, entrenó y entrenó. Para cuando llegó el momento de clasificarse para las Olimpiadas de 1936, se había terminado de redondear el milagro: Elizabeth Robinson, una velocista de veinticinco años con una pierna reconstruida a base de clavos en los huesos que había tardado dos años en caminar normalmente y otros dos en correr, estaba otra vez en tiempos dignos de ser incluida en el equipo olímpico. Quizá ya no podía ser la reina de la velocidad en solitario, pero por increíble que resultara, volvía a merecer tener una plaza en las Olimpiadas. Cinco años después de que el avión en que viajaba se estrellase en un descampado, cinco años después de que los médicos le dijesen que se olvidase del deporte, la eternamente sonriente Betty Robinson viajaba a Alemania para competir por otra medalla.
El retorno a la gloria
Los Juegos de Berlín de 1936 son especialmente recordados por las cuatro medallas de oro de Jesse Owens, obtenidas frente a la plana mayor de un régimen que abogaba abiertamente por una visión racista del mundo. Además, aquellas cuatro medallas le servían al atleta estadounidense para reivindicar la dignidad de su raza en su propio país, donde seguía siendo objeto de desprecios y desigualdades de todo tipo.
Pero también fueron los Juegos donde la antigua reina de las pistas, la adolescente que un día había sido llevada en un maletero como un cadáver, volvió a pisar las pistas en una Olimpiada. Habían pasado ocho años desde que aquella encantadora estudiante de pueblo se hizo con el primer oro olímpico en la historia del atletismo femenino. Ahora, regresaba para correr en los relevos de 4×100 metros. Esta vez, sus principales rivales eran las alemanas. Quienes, por cierto, llegaron a la carrera sintiendo una considerable presión.
Con Adolf Hitler, Hermann Goering y Joseph Goebbels en el palco de autoridades, no resulta extraño que las chicas del equipo alemán se sintieran bastante nerviosas el día de la final. Eran las grandes favoritas. También estaban las canadienses, quizá no tan imbatibles como algunos años atrás pero todavía con un equipo respetable. Y las británicas, otra conjunción de velocistas a tener en cuenta. Pero junto a las alemanas, las otras grandes favoritas eran las estadounidenses. Helen Stephens era la nueva gran sprinter del país, que acababa de ganar para Estados Unidos el oro en los 100 metros de aquellos mismos Juegos, como hizo Jesse Owens en el cuadro masculino. Siendo pues Stephens la mejor corredora del país, ejercería como la última relevista, la encargada de correr el último tramo en el 4×100. Betty Robinson sería la tercera relevista, algo impensable solo unos pocos años atrás, cuando estaba postrada y no podía andar sin muletas. Pero ahora estaba (casi) completamente recuperada y el equipo de EEUU contaba pues con dos medallistas de oro en su cuarteto de relevos.
Con todo, cuando se dio la salida, las germanas corrieron como cohetes. Para cuando llegó el momento del tercer relevo, el que debía recibir Betty Robinson, las corredoras locales ya iban en cabeza con varios metros de ventaja. Sin embargo, la presión pudo con ellas: en la última entrega, las dos relevistas teutonas no se entendieron. El relevo se produjo mal y el testigo terminó en el suelo, lo que dejaba al equipo alemán fuera de la carrera. Mala suerte… pero el conseguir entregar el testigo sin tropiezos forma parte de la competición. Betty Robinson, que hasta ese momento iba segunda, entregó el testigo a Helen Stephens sin problemas. Ya sin las alemanas, Stephens corrió el último relevo en primera posición y entró en la meta trunfante, seguida de las canadienses y las británicas.
Para Betty Robinson, aquello era la culminación de cinco años de sufrimiento. Había visto cómo su avión se iba directo hacia el suelo. Había sido dada por muerta. Su cuerpo maltrecho había sido trasladado en el maletero de un coche. Había estado dos meses en coma profundo. Había pasado otros meses inmovilizada. Se había roto la cadera; tenía piezas de metal en la pierna; ni siquiera podía ponerse de rodillas. Había tardado dos años en caminar sin cojear y eso únicamente gracias a su capacidad de sacrificio y su determinación. Otros dos años le había costado volver a correr. Y ahora, a los veinticinco años, se colgaba una medalla de oro olímpica por segunda vez en su vida. A despecho de los diagnósticos de los médicos, de los pesimistas augurios sobre el final repentino de su carrera deportiva, Elizabeth Robinson, el ojito derecho de América, volvía a saborear la gloria. En el Estadio Olímpico de Berlín pisaba lo más alto del pódium y veía ondear la bandera de su país; habían pasado ocho años desde la última vez. En aquella primera ocasión, en Amsterdam, era una cría y prácticamente no le había costado ningún esfuerzo ganar, solo había necesitado dejar fluir sus impresionantes condiciones naturales. Pero esta segunda vez sí le había tocado sufrir para volver a estar en lo más alto. Y lo había conseguido.
Betty Robinson se retiró del atletismo tras aquellos Juegos, consciente de que había llegado todo lo lejos a lo que podía aspirar dada la delicada condición de su pierna. A base de pelear se había recuperado lo suficiente como para volver a competir en la élite, pero era consciente de que, ademas de que las pruebas individuales le estaban completamente vedadas, era cuestión de tiempo que dejase de ser competitiva también en los relevos. Decidió no seguir forzando la máquina: se había probado a sí misma que podía lograr lo imposible y no necesitaba más. Siguió ligada a las actividades deportivas ejerciendo como juez en diversas competiciones, pero por lo demás decidió llevar una vida completamente normal. Se casó y tuvo una existencia larga y tranquila. Murió en 1999, a los ochenta y siete años de edad. Habían transcurrido nada menos que setenta y uno desde que la primera reina de las pistas ganó su primera medalla de oro.
Cierto es que aquel accidente aéreo cercenó su breve reinado. No podemos saber qué hubiese logrado de no haber sucedido. Resulta lógico pensar que podría haber ganado más medallas en las Olimpiadas de Los Angeles y Berlín; medallas de oro, con bastante probabilidad. Si con aquellas severísimas lesiones que hubiesen retirado al 99% de los deportistas fue capaz de volver a competir a máximo nivel en 1936, cabe imaginar lo que podría haber hecho en el periodo 1932-36 de no haber sufrido aquel grave percance. Pero la medalla que obtuvo por la victoria en relevos fue algo más que un trofeo deportivo. Fue el premio a una denodada lucha personal e hizo de ella algo más que una competidora célebre: la convirtió en uno de los individuos más admirables de la historia olímpica. Siendo casi una niña, como quien dice sin enterarse y sin darse apenas cuenta, había salido de su pueblo para transformarse en una estrella. Después, a costa de muchos sacrificios y siendo plenamente consciente de lo difícil que le estaba resultando, no solamente volvió a ganar sino que se convirtió en lo más alto que puede aspirar a ser un deportista: se convirtió en un ejemplo. Tal vez la suya es la clase de historia que debería contarse en las escuelas. La primera vez que ganó una medalla, rompió la cinta de llegada sonriendo: esa imagen resumió cuál sería su actitud en la vida desde entonces. Cuando ocho años después volvía a sonreír con otra medalla de oro colgada al cuello, nadie mejor que ella sabía que se lo había tenido que ganar con creces. No está mal para alguien que se había estrellado con un avión y a quien habían dado por muerta en el maletero de un coche.