Atletismo

Historias olímpicas: ya no se hacen runners como los de antes

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Fotografía: Library of Congress (DP)
                          Fotografía: Library of Congress (DP)

Los juegos olímpicos son una cosa maravillosa. En un confluir de voluntades tan efímero como la corola de un diente de león, representantes de todos los pueblos del mundo se reúnen durante dos semanas para dirimir con fraternal nobleza y sana caballerosidad quién corre más rápido, quién salta más alto y quién baila mejor al son de Los Manolos. Mientras tanto, el resto del planeta nos sentamos en gayumbos delante de la tele y nos chupamos horas y horas de gimnasia rítmica, saltos de trampolín, piragüismo en aguas bravas y muchas otras pruebas deportivas de las cuales no tenemos ni pajolera idea y a las que no volveremos a prestar atención hasta dentro de cuatro años.

Sí, los atletas olímpicos son los nuevos héroes. ¿Quién no recuerda proezas tan sobresalientes como las cuatro medallas de oro de Jesse Owens, los dieces de Nadia Comaneci o los 100 metros estilo ahogamiento de Eric Moussambani? Pues seguro que habrá mucha gente que no las recuerde, pero esos nos dan igual. Nosotros somos de los que vibramos con cada pirueta, con cada canasta, con cada lanzamiento y con cada condena por dopaje. Nosotros somos de los que disfrutamos el mayor espectáculo del mundo, que es el circo. Y los juegos olímpicos también nos molan bastante.

Pero hubo una época en la que los juegos no eran el acontecimiento global que ahora conocemos. Una época en la que el deporte era una actividad marginal y una olimpiada se parecía más a un freak show o a una feria de muestras que al monstruo televisivo al que estamos acostumbrados. Lo cual es lógico, porque era una época en la que la televisión no existía y los juegos olímpicos aún no tenían muy claro lo que querían ser de mayores.

Quizá el ejemplo más disparatado de la infancia olímpica fueron los Juegos de San Luis de 1904. En primer lugar porque, efectivamente, no aparecían como evento individual sino que formaban parte casi subordinada a la Exposición Universal que abría sus puertas durante medio año en la capital de Misuri. De hecho, la decisión de celebrarse en San Luis se tomó a última hora, deprisa y corriendo, más que nada porque estaban previstos para Chicago, pero la ciudad sureña dijo que eso les iba a quitar público a su World’s Fair y que ellos verían, pero que si no les daban los juegos, se montarían su propio acontecimiento deportivo. Como el olimpismo tenía un poder similar al de una musaraña desnutrida, el Gobierno de Teddy Roosevelt dijo que vale, que para ellos la perra gorda.

Lo malo es que, pese a las buenas intenciones, las autoridades de San Luis no tenían ni idea de cómo organizar unos juegos olímpicos y la planificación tenía muy poco de planificación y muy mucho de a lo loco. Así, los juegos, que deberían haber durado la semana del 29 de agosto al 3 de septiembre, al final se prolongaron durante cuatro meses y más de noventa pruebas deportivas distintas. Pruebas que incluían el tiro de la soga, el tiro al pichón con pichones de verdad y el pentatlón moderno compuesto por disciplinas como el duelo al amanecer con mosquete o el desplume de abejaruco macho. De estos últimos ejemplos no tenemos completa seguridad porque no estábamos allí, pero lo creemos muy firmemente.

Exhibición de poderío atlético. Fotografía: Library of Congress (DP)
  Exhibición de poderío atlético. Fotografía: Library of Congress (DP)

Sea como fuere, y pese a la insensatez general, el evento más absurdo de los juegos fue el más clásico de todos ellos: la maratón.

El pistoletazo de salida de la maratón de San Luis 1904 sonó el 30 de agosto a las 15:03 exactamente. Delante esperaban cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros de carreteras polvorientas, un sol de justicia y una humedad relativa bien situada por encima del 90%. Tres horas y trece minutos después, el estadounidense Fred Lorz cruzó la meta entre vítores del público y besos de Alice Roosevelt, la hija veinteañera del presidente, que puso la corona de laurel sobre su cabeza como premio a una justa victoria. El dulce sabor del éxito le duró al atleta poco más de veinte minutos, cuando uno de los espectadores dijo que menudo morro, que Lorz había recorrido más de diecisiete kilómetros en coche. Tras conocerse el fiasco, los jueces le quitaron la corona y se la colocaron al también norteamericano Thomas Hicks, segundo clasificado y vencedor real de la carrera. Tuvieron que hacer un pequeño esfuerzo para levantar a Hicks del suelo porque el corredor había llegado medio muerto. Literalmente, medio envenenado. Y no es que los demás participantes fuesen más chungos que Mesala en una cuadriga con las ruedas tuneadas, es que, cuando Hicks sufrió una pájara a falta de once kilómetros para la meta, sus propios entrenadores decidieron darle un reconstituyente a base de claras de huevo y estricnina. Y luego decimos que el dopaje actual es malo para la salud. Además, el californiano William García tuvo que ser hospitalizado por culpa de un esófago saturado de polvo y el sudafricano Len Taunyane, a la sazón el primer africano negro que participaba en unos juegos olímpicos, fue perseguido por un perro salvaje durante casi dos kilómetros. En sentido contrario a la carrera. Y aun así terminó la prueba en noveno lugar.

Thomas Hicks, «ayudado» por sus entrenadores. Fotografía: Library of Congress (DP)Thomas Hicks, «ayudado» por sus entrenadores. Fotografía: Library of Congress (DP)

Con todo, la proeza más asombrosa de la maratón de San Luis corrió a cargo de un diminuto atleta con mucha hambre. Para conocerle, tendremos que remontarnos unos meses atrás y navegar hasta el medio del Caribe.

Félix Carvajal era un cartero cubano que tenía veintinueve años y que los había pasado todos —los veintinueve— en una situación económica que podríamos encuadrar entre la extrema pobreza y la pobreza a secas. Sin embargo, las penurias nunca pudieron apartarle de su sueño. Y su sueño era correr. Carvajal corría por las colinas, los bosques, las playas y las selvas de su Cuba natal con un único objetivo en mente: entregar las cartas a tiempo y que no le despidieran. También tenía otro objetivo en mente: participar en la maratón de los juegos olímpicos. Así, Carvajal pidió ayuda a la Federación Cubana de Atletismo para poder entrar en el programa olímpico cubano; pero como resulta que en 1904 no existían ni las federaciones ni los programas ni los comités olímpicos, nuestro cartero runner decidió recaudar fondos mediante exhibiciones populares, carreras benéficas e incluso un recorrido de varios días por todo lo largo de la isla. Esta demostración de poderío atlético le granjeó el sobrenombre de «Pero para ya, tío chalao»… esto, no, el apodo con el que se le conocía en Cuba fue «Andarín» Carvajal.

Una vez conseguido el dinero suficiente, Carvajal compró un par de zapatillas deportivas, una camiseta que pintó con los colores de la bandera cubana y unos calzones cortos, lo empaquetó todo y se embarcó hacia la aventura olímpica. De hecho, donde se embarcó fue en un navío que le condujo hasta el puerto de Nueva Orleans, Luisiana. Tras un día entero de singladura, nuestro humilde héroe llegó a los Estados Unidos con su equipaje y su recién adquirido capital. En cuanto puso el pie en suelo norteamericano, levantó la frente, miró al horizonte y, henchido de espíritu deportivo, hizo lo que cualquier atleta habría hecho en su caso: se pulió toda la pasta en una timba de dados. Incluidas las zapatillas, la camiseta y los calzones. Todos los calzones.

Como supondrán, tras una vida entre alegres carencias, haberse quedado con lo puesto no suponía a Carvajal un inconveniente mayor que un leve catarro veraniego, así que atravesó los mil kilómetros que le separaban de San Luis como mejor sabía. Haciendo autostop. Y corriendo, también corriendo, sí.

Efectivamente, tras más de cuarenta horas sin comer ni dormir, y habiendo agotado los medios de transporte no onerosos, Carvajal recorrió los últimos kilómetros hasta el recinto olímpico al trote. Tal fue así que llegó a la línea de salida con la prueba a punto de comenzar. Sin embargo, el pistoletazo tuvo que retrasarse unos minutos porque los jueces le preguntaron que si se había mirado al espejo, que adónde iba con esos zapatos de vestir, esa camisa de lino y esos pantalones de tergal. A lo que nuestro altivo cartero/deportista/jugador de dados respondió arqueando sus caribeñas cejas, atusándose su caribeño mostacho, y diciendo que él corría como le salía de sus caribeñas pelotas. En realidad, lo que pasó es que les estaban dando las tantas y nadie tenía una equipación deportiva que prestarle, así que un atleta americano sacó unas tijeras —que vayan ustedes a saber para qué las querría— y le cortó los pantalones hasta la altura de las rodillas. Lo justito para que Carvajal tuviese una pinta medio decente y la carrera pudiese, al fin, comenzar.

Atentos al dorsal número 3. Fotografía: Library of Congress (DP)
  Atentos al dorsal número 3. Fotografía: Library of Congress (DP)

Tras una odisea como la suya, cualquiera pensaría que correr otros cuarenta y dos y pico kilómetros con unas botorras rígidas como el granito supondría un esfuerzo titánico para el probo cartero, pero lo cierto es que Carvajal se daba por satisfecho con la mera oportunidad de disputar la maratón. El tipo saludaba a los demás corredores, estrechaba las manos de los jueces y hasta se salía del recorrido para charlar amistosamente con los espectadores en un inglés más que dudoso.

Pero como la felicidad no era suficiente para sostener sus cansadas piernas, Carvajal también se salió del recorrido para robarle un par de melocotones a un vendedor ambulante, que debió huir despavorido ante el presumible olor que desprendía ese supuesto atleta con pinta de homeless sudoroso. Lo malo es que los melocotones no solo no le quitaron el hambre, sino que le abrieron decididamente el apetito. Lo bueno es que, en otro de sus desvíos improvisados, encontró un manzano solitario. Lo malo es que, como Carvajal medía poco más de metro y medio, no alcanzaba a coger las suculentas frutas. Lo bueno es que en el suelo habían caído unas cuantas manzanas. Lo malo es que las manzanas del suelo no eran tan suculentas, sino que más bien estaban podridas y llenas de gusanos. Lo bueno es que…mmmm, más proteínas.

Y lo malo ya se lo pueden imaginar. Las crónicas de la época dicen que Félix Carvajal comenzó a sufrir calambres, espasmos y retortijones, los cuales le obligaron a descansar un rato. Supongo que en el acto de «descansar» se incluye también el más que probable alivio intestinal producido por la ingesta de larvas de lepidóptero, pero el caso es que nuestro atleta/autoestopista/catador de gusanos, tras haber recorrido más de treinta kilómetros de la maratón olímpica, se tumbó a la sombra y se echó una siestecita porque ole sus cojonazos envueltos en tergal.

Discúlpenme las referencias genitales, pero es que solo hay una explicación posible al comportamiento del menudo corredor cubano, y es la que se deriva de un imprudente exceso de confianza fruto del proverbial laissez faire caribeño. Porque tras recorrerse Cuba de punta a punta, atravesar el Caribe en un maltrecho barco de vapor, perder los ahorros de toda su vida en una noche de alcohol, tabaco y juego, cruzarse cuatro estados bien a la carrera, bien en burros, carromatos, diligencias o primitivos automóviles, disputar treinta kilómetros de una maratón en ropa de calle con el único sustento de dos melocotones y unas cuantas manzanas que tenían sus propios habitantes, y dormir plácidamente durante casi media hora, Carvajal se levantó y dijo: «Vamos pallá». Y terminó la prueba. Que bastante tendría con haber cruzado la meta, pero a nuestro cartero/atleta/jugador de dados/autoestopista/creador de tendencias en moda deportiva/robamelocotones/catador de gusanos/sesteador ocasional no le valía con algo tan mundano, así que apretó el ritmo, adelantó a la mayoría de sus competidores y consiguió un más que meritorio cuarto puesto. Y aún le sobró tiempo para posar con el orgulloso porte de alguien al que todo se la trae floja.

¿Tengo cara de que me importe? Fotografía: Library of Congress (DP)
¿Tengo cara de que me importe? Fotografía: Library of Congress (DP)

Hay quien dice que las manzanas no estaban podridas sino demasiado verdes. De hecho, hay crónicas que describen la actitud en meta de Carvajal de manera muy distinta a la despreocupada relajación con la que figura en la fotografía. Al parecer, el orgulloso atleta cubano no estaba satisfecho con la mera participación sino que llegó al final de la carrera convertido en un mar de lágrimas, desolado por la fatalidad que le había obligado a parar cuando, hasta el episodio de las manzanas, marchaba cómodamente en el grupo de cabeza. Y quizá estas crónicas tengan razón, porque Carvajal no regresó inmediatamente después de los juegos; se quedó un año más en Estados Unidos participando en varias carreras populares y profesionales. Y ganó unos cuantos premios, copas y medallas, lo cual le permitió recuperar el orgullo herido, la confianza en su capacidad atlética y un puñadito de dólares. Los suficientes como para perder alguna partida de póquer, adquirir ropa deportiva apropiada y comprar un billete de vuelta a su amada Cuba.

El 28 de agosto de 1905, Félix de la Caridad Carvajal y Soto, el «Andarín» Carvajal, fue recibido en el puerto de La Habana con honores de héroe nacional. Posó con sus trofeos y contó su historia a quienquiera que quisiera escucharla. Sin embargo, ni los laureles ni la merecida fama ni su nueva y reluciente equipación deportiva le sirvieron para dejar de repartir el correo: el Gobierno cubano nunca le brindó la ayuda para continuar su sueño. Pero no se rindió. Siguió participando en carreras de fondo por la isla y por todo el mundo costeándose los viajes de su propio bolsillo. En Grecia, España, Francia e Italia consiguió más de cincuenta trofeos, aunque el dinero solo le permitía comprar los pasajes de regreso a Cuba. Llegó a compaginar el trabajo de cartero con ocupaciones diversas como hombre anuncio o reclamo para espectáculos de carnaval y, aun así, nunca pudo salir de las penurias económicas, que le acompañaron hasta el día de su muerte a los setenta y cuatro años de edad.

La vida de Félix Carvajal fue larga y nunca fue fácil, pero a algunos nos gusta creer que él no le dio demasiada importancia. Que a él le bastaba con que su zancada fuese fácil. Y ya lo creo que lo era. Al fin y al cabo, ha pasado a la historia de un deporte que ahora está colonizado por legiones de barritas energéticas, ejércitos de zapatillas ultralivianas y huestes de cortavientos multicolores de fibra técnica cuando lo único que él necesitó para llevar a cabo su hazaña fueron unos zapatones, un par de pantalones cortados malamente y el acuciante hambre de cumplir un sueño.

Y un poco del otro también.

One Comment

  1. Muy bien escrito!! Gracias por el artículo, divertido y divulgador!

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