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Buscad un campito

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«Teo tiene 7 años y lógicamente flipa en el Decathlon, que le parece el paraíso. A menudo damos un paseo por las diferentes plantas y pasillos, tomando nota sin prisas»
John Wayne y su hijo Ethan boxeando (Foto: Cordon Press)

A veces el plan principal es solo una excusa. A veces lo colateral muta en lo máximo. Cuando iba al instituto y salía de fiesta con mis amigos, por ejemplo, no era salir de fiesta mi asunto preferido. Lo que más me gustaba era volver de fiesta con mis amigos. Lo que más me gustaba en realidad era el momento Doritos. Porque antes de enfilar la calle hacia mi casa para ir a dormir, parábamos en una gasolinera y comprábamos comida. Yo me compraba una bolsa gigante de Doritos, me sentaba en un banco y me comía tranquilamente los Doritos. Era una felicidad barata y sencilla. El mejor momento de la semana: comer basura y decir y escuchar tonterías. Me gustaba tanto ese momento de la comida de madrugada con mis amigos que hasta me hubiese molestado ligar alguna de esas noches, incluso, y perderme lo de los Doritos.

Quizá no tanto, la verdad, pero entendéis lo que digo.

Aquello ya terminó, pero en los últimos tiempos he encontrado otro momento Doritos. Como ya no salgo de noche, es un momento distinto. Lo que ocurre igual es que el plan principal tiene pinta de excusa y lo colateral está opositando a lo máximo. Ahora, cuando llevo a entrenar a mi hijo, no es verlo entrenar mi asunto preferido, y eso que me gusta mucho ver entrenar a mi hijo. Lo que más me gusta es que al salir del entrenamiento siempre pide que vayamos a un campito. Teo sabe que siempre hay tiempo para jugar a fútbol un ratito más, y justo al lado de sus instalaciones de entrenamiento hay un lindo campito. El campito es de una multinacional, está vallado y tiene buenas porterías: ganamos aparcamiento, pero perdemos mística. El campito es el campito del Decathlon más próximo.

Allá vamos siempre Teo y yo después de entrenar, y da igual que haya entrenado a fútbol o a atletismo, que a lo que se dedica ahora mismo. Mi hijo saca la pelota del maletero y somos felices: me mete unos golazos de impresión, nos picamos en el juego de darle al larguero, presume de zurdita y cuando me canso entramos a la tienda a comprar agua fresquísima. Teo tiene 7 años y lógicamente flipa en el Decathlon, que le parece el paraíso. A menudo damos un paseo por las diferentes plantas y pasillos, tomando nota sin prisas, e imaginamos que practica otros deportes y juega en otros equipos. A Teo le apetece jugar a todo y no ve nada clara la limitación de horas y días. El otro día ya asignó un par de deportes a su hermano recién nacido. De hecho, si por él fuera, jugaría a la vez a bádminton, pádel, tenis, golf, baloncesto, balonmano, rugby y gimnasia rítmica. Mi hijo se queja de tener solo una vida, quiere todos los deportes y los quiere en fila. «Todos se me dan bien», repite, porque también es bastante flipao el niño.

De momento le he dicho que lo pensaremos el año próximo.

Luego, mientras salimos de la tienda y volvemos al campito a echar los últimos tiros, pienso en los deportes que no elegimos. En las vidas que podríamos haber tenido y no tuvimos. En lo que podríamos haber hecho o haber sido. Pienso que no quedan Doritos, pero tenemos campito. Y también pienso en lo que nos hemos convertido.

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