Desgraciadamente, no es ninguna sorpresa que la alineación en la selección española de jugadores como Nico Williams, Ansu Fati o, esta semana pasada, el joven Lamine Yamal, genere comentarios racistas en redes sociales suficientes como para trascender en la prensa. No es un fenómeno que solo ocurra en España, existe también en otros países europeos y desde hace mucho más tiempo.
Desde hace años, la presencia de jugadores de origen africano no solo está circunscrita a los países europeos con pasado colonial. Ahora responde al cambio en el tejido social que han experimentado las sociedades europeas con la llegada de trabajadores en los flujos migratorios. Lo normal en las selecciones europeas empieza a ser que, en cuanto a los orígenes, los jugadores sean multiétnicos aunque, lógicamente, compartan la nacionalidad.
Como es sabido, la nación, como concepto, es un ente abstracto y ambiguo que puede significar muchas cosas diferentes y excluyentes entre sí según cada ciudadano. Las selecciones nacionales, sobre todo en deportes tan seguidos como el fútbol, al ser un reflejo de la narrativa nacional, nunca han estado exentas de los conflictos y polémicas que supone que los propios ciudadanos del país no tengan la misma concepción del término nación.
Recientemente, se estrenó en Alemania el documental Schwarze Adler (Águilas negras) sobre el racismo que han sufrido los negros alemanes en ese país. El caso más llamativo que se relataba quizá fuese el de Jimmy Hartwig, hijo de un soldado afroamericano y una mujer alemana, y en los años 80 uno de los mejores jugadores europeos, campeón de Europa con el Hamburgo. Cuando era un niño sufrió mucho racismo en su barrio de Offenbach am Main. Le crió su madre, ya que el padre se desentendió y, en una ocasión, su abuelo materno, se puso a hacer el saludo hitleriano ante el espejo, gritando «Contigo para siempre», para a continuación ponerse a darle golpes. Eran los años 60, pero en el patio del colegio escuchaba constantemente «Con Adolf nunca habría sido posible que hubiera un negro corriendo por aquí!», reveló en Tagesspiegel.
En 1982, había pocos centrocampistas en toda Europa con mejores registros goleadores que él -14 goles por temporada- siendo un jugador versátil, que defendía tanto como apoyaba arriba, pero el seleccionador Jupp Derwall le convocó para dos partidos en una gira por Irlanda e Islandia, pero le desechó sin argumentos. En el avión, el jugador se armó de valor y le dijo al míster «creo que pertenezco a la selección nacional» y este le contestó «no eres mi primera opción». En ese puesto se alternaban los hermanos Karlheinz y Bernd Föster. Al término de la gira, como confesó en sus memorias Ich möcht’ noch so viel tun… publicadas en 1994, cuando aterrizaron en Frankfurt, el presidente de la Federación, Hermann Neuberger, le dio la mano a todos los jugadores internacionales. Abrazó a Sepp Maier y Bernd Cullmann, que estaban delante de él, y pasó al siguiente, Berd Schuster, al que le dio calurosamente la mano. Todo ello ignorándole, como si no existiera. «Me sentí como si fuese aire», dijo. De hecho, en alguna entrevista, se ha lamentado diciendo que llegó a pensar en teñirse de rubio y ponerse lentillas azules. Porque la lucha era de él contra todos. Tenía buena relación con sus compañeros, pero cuando le llamaban «cerdo negro» desde la grada, nadie decía nada al respecto.
El primer negro en la selección alemana, Erwin Kostedde, también hijo de un soldado afroamericano y madre alemana, escuchó durante toda su juventud exactamente las mismas palabras que Hartwig. «Esto con Hitler no sería posible». En el documental, dice «no te puedes ni imaginar lo que significaba caminar por Alemania con este color de piel». De niño, pasaba horas en el fregadero lavándose con jabón para ver si conseguía blanquearse. No era una extravagancia. La jugadora Steffi Jones, campeona del mundo con la selección alemana, otra hija más de soldado afroamericano y madre alemana, cuando era niña, reconoce en este documento, le preguntaba a su madre: «¿Si me lavo muy fuerte podré ser tan blanca como tú?». A su madre, durante años, la llamaron «puta» por haber tenido una hija con un negro.
Puede que el gran cambio en el fútbol europeo, selección alemana incluida, se diese tras el éxito de la selección francesa de 1998. Un equipo que desde el principio llamó la atención por su diversidad. Aunque una década antes ya se había visto un ejemplo positivo en este sentido. En 1990, Irlanda alcanzó por primera vez los cuartos de final del Mundial. Un millón de personas, un 15% de la población, se congregó para dar la bienvenida al equipo en Dublín. Sin embargo, el entrenador, Jack Charlton, era inglés, veterano de la selección campeona del mundo en 1966. La nacionalidad se abrió a todos aquellos con antepasados irlandeses y el defensa Paul McGrath, hijo de un nigeriano y una irlandesa, nacido en Londres, se convirtió en el jugador más popular del equipo. En el Irish Times se escribió «una extraordinaria colección de pedigríes irlandeses políglotas nos ha dado un nuevo orgullo en nuestro carácter irlandés multicultural, y ha puesto un clavo más en el ataúd de lo antiguo y excluyente, estoy seguro de que Leopold Bloom, (el protagonista del Ulises de James Joyce, que era judío) está ahí arriba animando con el resto de nosotros, los mestizos».
No obstante, antes de aparecer las visiones multiculturales de carácter democrático, existieron las de enfoque colonial. En una investigación de la Universidad de Texas, Players of African descent representing European national football teams: a double-edged sword se señala que Francia ya contó a finales de los años 30 con Raoul Diagne, senegalés, en la selección de fútbol. Poco después, se convocó a Larbi Ben Barek, de Marruecos. Con su inclusión se pretendía mostrar «la misión civilizadora y los aspectos supuestamente positivos del dominio colonial». Por el contrario, si este deportista debutaba con Les Bleus era porque el fútbol tenía un estatus inferior en comparación con el rugby y el ciclismo, donde se excluía a los negros porque esas disciplinas eran «más simbólicas de la identidad francesa». La tendencia continuó en los años 50, con Abdelaziz Ben Tifour, Rachid Mekhloufi y Moustapha Zitouni. Cita el estudio: «Los aficionados franceses probablemente veían a estos africanos como franceses, aunque probablemente no como iguales».
Ese ha sido el quid de la cuestión, sigue presente y no solo en Francia. Otra investigación académica, Burnt Orange, television, football, and the Representation of Ethnicity, ponía el acento en esa cuestión en Países Bajos. El inicio del texto era demoledor: «Los holandeses tienden a verse a sí mismos como una nación tolerante y antirracista, a pesar de la frecuente evidencia de lo contrario». Tras entrevistar a una serie de aficionados, encontró un patrón. Si hablaban de las características técnicas de los jugadores, no influía el color de la piel. Sin embargo, cuando se trataba de la pertenencia a la selección, «los jugadores europeos-holandeses eran implícita o explícitamente considerados más holandeses que los jugadores no blancos que jugaban en el equipo nacional».
A pesar de la excelente imagen que proyectaron Ruud Gullit y Frank Rijkaard, de padres surinameses (ex colonia holandesa en América donde buena parte de la población procede de esclavos secuestrados en África), junto a Marco Van Basten, tanto en la selección como en el AC Milan, esa sensación de medir con doble rasero a los jugadores por la pigmentación de su piel nunca ha desaparecido del fútbol holandés. En la Eurocopa del 88, en las semifinales, cuando se enfrentaron a Alemania, se tomó ese partido como una venganza antifascista por la ocupación y había pancartas que se burlaban con el eslogan «Ein Reich, Ein Bolk, Ein Gullit». Pelucas que imitaban su look se vendieron por todo el país y la izquierda le tomó como un símbolo de la nueva era multicultural. Al mismo tiempo, Gullit siempre mantuvo un perfil bajo. Puede que apoyase a Mandela, pero ni siquiera entró al trapo de las declaraciones de su entrenador Thijs Libregts, que se había referido a los surinameses como negros vagos. Tampoco quiso valorar la línea política de Berlusconi, dijo que él era solo un deportista.
La siguiente generación con orígenes surinameses presentó más aristas. The Cable era un término en surinamés para referirse a un grupo de amistad indestructible, así se hacían llamar ellos mismos y dentro de la selección se mantenían apartados del grupo. Eran Kluivert, Davids y Seedorf. Mientras jugaron bien y ganaban copas de Europa, se les tenía respeto. Cuando sus actuaciones resultaron frustrantes para los aficionados holandeses, todo cambió.
En la 94-95 y en la 95-96 el Ajax jugó dos finales de la Champions y ganó una. La Eurocopa de Inglaterra, del verano del 96, prometía para Holanda, que era la favorita. Sin embargo, a las primeras de cambio surgió un conflicto. Los jugadores negros se quejaron de que Guus Hiddink no les escuchaba, no les servía comida surinamesa en la concentración y de que, además, en el Ajax se les pagaba menos que a los blancos. Edgar Davids dijo en una entrevista que el entrenador debería «sacar la cabeza del culo de algunos jugadores [lo que se interpretó como una referencia a los blancos, concretamente a Danny Blind]» y fue expulsado del equipo. Que se les pagase menos por ser negros se puso en duda, venían de categorías inferiores y sus salarios todavía eran menores. La comida surinamesa, finalmente, se sirvió. Y un fotógrafo lo capturó, lo que llevó a la prensa a la selección segruedada por motivos raciales, aunque la situación en las mesas se debía a la comida que iban a comer. La prensa acusó de racista al equipo nacional y la expulsión de Davids dividió aún más a la selección. Se llegaron a comentar imágenes en las que se veía a Seedorf, negro, dudar si pasarle la pelota a Ronald de Boer, blanco.
Cuando llegó el partido contra Inglaterra en primera ronda, estas polémicas aún coleaban y fueron vencidos por un contundente 4-1. En los cuartos, contra Francia, cayeron por penaltis y Seedorf falló su lanzamiento. Inmediatamente después, se publicaron informaciones de que Patrik Kluivert, Winston Bogarde y Michael Reiziger habían dicho que preferirían jugar en una selección exclusivamente negra, aunque luego adujeron que la cita era un error. Un par de meses después, en el partido de clasificación para el Mundial contra Turquía, se pitó un penalti y Seedorf, portavoz de los jugadores negros, cogió el balón. Mientras preparaba el balón, los hermanos De Boer le dieron la espalda al lanzamiento y, encima, el balón salió por encima del larguero. La división por motivos de color estaba servida. La prensa se volcó en las «camarillas negras» y el «separatismo» que los surinameses habían llevado a la selección. Aun hoy se sigue ridiculizando a Seedorf por ese fallo, como pueda ocurrir en España con Salinas, pero al ex medio del Madrid se le tacha de «arrogante» por osar tirar la pena máxima.
Este problema no era ni mucho menos nuevo, sino que hundía sus raíces en los años 60. Humphrey Mijnals, nacido en Surinam, fue el primer negro en vestir la camiseta de Holanda. Cuando llegó a Europa, los técnicos se negaban a ponerlo de defensa, su posición, porque no creían que un negro podía defender. El historiador del fútbol holandés David Winner asegura que estas opiniones siguieron vigentes incluso en 1999. Por este motivo, Mijnals tuvo que empezar como delantero centro. Fue él quien tuvo que convencer a los entrenadores de que era defensa y de que por favor le pusieran en su sitio. Luego, en la selección, se peleó con el míster Elen Schwartz y nunca más volvió a ser convocado.
Cuando la dictadura de Desi Bouterse destruyó la economía de Surinam, el flujo migratorio se intensificó. Todos estos trabajadores sufrieron el estigma de ser relacionados con el delito, el tráfico de drogas, y tuvieron que luchar duro para abrirse paso, recibían salarios menores, etc… En el fútbol, por esta mala fama, los clubes se resistían a ficharlos. A Barry Hughes le costó enormemente convencer a la directiva para fichar a Ruud Gullit. Luego debutaría con la selección junto a su amigo Frank Rijkaard, que también llevaba bigote. Cuando uno sustituyó al otro, la impresión que dejó en los aficionados fue que no podían distinguirlos.
Dennis Purperhart, mejor jugador adolescente de Surinam, jugó en el Haarlem a comienzos de su carrera, donde llegó a meterle dos goles al Barça de Van Gaal en un amistoso, pero nunca triunfó. David Winner recogió sus opiniones al respecto: «Es el doble de difícil si eres negro. Hay muchos negros con mucho talento que no lo logran. Los holandeses beberán contigo, se reirán contigo, pero a tus espaldas hablarán de ti. Es lo normal aquí. No te van a decir que no puedes jugar porque eres negro, no es tan crudo como eso, pero eso es lo que sientes». En el mejor de los casos, la gente del fútbol con la que ha hablado este historiador explica que la sociedad holandesa es especialmente recelosa con los triunfadores, por cultura, por complejos, por lo que sea… y que en el caso de los negros que se convierten en estrellas, ese resentimiento es aún mayor. Un entrevistado explica: «En general en Holanda tienes un problema cuando destacas, y si eres moreno, destacas ¿Eso es racista? A veces lo es, pero a veces es simplemente holandés».
Hay ejemplos como Portugal donde se ha asimilado un enorme talento procedente de las que fueron sus provincias de ultramar, Mozambique, Angola, Guinea-Bissau, Cabo Verde, Santo Tomé y Príncipe. El angoleño Miguel Arcanjo, natural de Nueva Lisboa, debutó con la selección nacional en los años 50. Tanto él como otros jugadores estuvieron llamados a legitimar le mito del lusotropicalismo, la teoría de que Portugal fue la única potencia colonial que produjo sociedades multiculturales libres de racismo y segregación. Lo cierto es que, en la Bélgica actual, un país que fue especialmente cruel en sus colonias, el equipo nacional multicultural que presentan ha servido como ejemplo de integración. Tanto aquí como en Francia no son infrecuentes los jugadores que, pudiendo elegir, deciden jugar en las selecciones europeas.
Estos procesos de asimilación también han tenido su contraparte en África. Ydnekatchew Tessema, presidente de la Confederación Africana de Fútbol en los 70 y 80, se quejó en su día de que la naturalización de jugadores africanos en países europeos tiene «fundamentos imperialistas». Otro presidente de la CAF, Issa Hayatou, consideraba que los países ricos importaban materia prima, talento, y enviaban de vuelta al continente africano a sus entrenadores menos valiosos. Tessema planteó la cuestión en tono profético. Había que tomar una decisión, o los jugadores africanos se quedaban en África para «devolver al pueblo africano la dignidad que anhela», o el destino del continente era quedarse como «eternos proveedores de materia prima» que «renuncian a cualquier ambición».
La cuestión es que las migraciones ya han establecido generaciones de descendientes de africanos que ostentan la nacionalidad europea de pleno derecho, para empezar, porque han nacido en Europa. Es un fenómeno habitual incluso en países que no han tenido un pasado colonial importante, como Suecia, Irlanda o Suiza. Lo que representan las selecciones nacionales europeas multiculturales es a sociedades que han experimentado un cambio demográfico.
Políticamente, esta situación es celebrada por amplias capas de la sociedad europea. Se podría decir que aún son mayoritarias. Sin embargo, como concluyen los estudios académicos, los jugadores con origen inmigrante se enfrentan a críticas más duras cuando los equipos no alcanzan los objetivos deseados. Después de la derrota de Francia en la final del último Mundial, la periodista Shireen Ahmed explicó: «Puedes ser de ellos si te va bien, si tienes éxito, si contribuyes. Si contribuyes a que el país dé buena imagen, quieren que seas parte de ellos. En esencia, eres su hijo. Y lo que pasa es que si no estás a la altura de esas expectativas, ya no perteneces, eres desechable». Exactamente la misma neurosis que se desata con todo lo que tenga que ver en las sociedades occidentales con el concepto mano de obra inmigrante.
Los que mejor se están montando en la ola de la inmigración en términos deportivos son los argentinos con el futbol.
Tienen a un ojeador específico para ver los jóvenes talentos con padres argentinos y tener el talento en su selección de fútbol sin mover un dedo ni poner un peso.
Lo último es convocar a un chico de 17 años, hijo de argentinos nacido en Brasil y llamado Felipinho.
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Luego sigo leyendo este bodrio parcial. Debe ser que no hay racismo de negros a blancos. No veremos jamás en jotdown un artículo al respecto
PERTINENTE !
Una cosa es el racismo que hubo en el pasado y otra asumir con alegría que selecciones como Suiza estén mayormente formadas por jugadores de nacionalidades sin ninguna vinculación con el país políticamente neutral desde 1815. También podemos hablar del triste futuro demográfico de Europa y de la difícil asimilación de inmigrantes provenientes de culturas antioccidentales (ojalá fuera todo tan sencillo como «hijo de irlandesa y nigeriano» o «turcoalemán»)