En la historia del rugby hay un momento y un nombre claves. El momento es la Copa del Mundo de 1995 y el nombre es Jonah Lomu. Lomu es algo así como el Chuck Berry del rugby; una figura que marcó un antes y un después. Chuck Berry llegó con su guitarra y transformó la música popular en algo completamente nuevo. Cuando Jonah Lomu apareció en la escena internacional con su físico y velocidad descomunales, rompió la baraja. El rugby no volvió a ser el mismo. Dejemos una cosa clara desde ya: Lomu no es el mejor jugador de rugby de la historia. Pero el efecto de su superioridad aplastante hizo temblar los cimientos de este deporte, que con su llegada se enfrentó a la decisión más importante de su historia: el paso del amateurismo a la era profesional.
Desde sus orígenes, el rugby se definió como un deporte amateur. Estaba prohibida cualquier tipo de remuneración o compensación económica sobre cualquier actividad relacionada con el juego. El amateurismo era la norma sagrada del rugby. Era lo que lo convertía en un deporte especial. Al rugby se jugaba por amor al arte, desde los niños en los colegios, hasta los grandes héroes que llenaban los estadios del Torneo de las Cinco Naciones. Sin embargo, las normas del amateurismo no se entendían igual en todas partes. En naciones como Francia o Nueva Zelanda el deporte crecía rápidamente en popularidad y el argumento era que, ya que al jugador se le exigía cada vez más, había que compensarlo de alguna forma. Por su parte, las federaciones británicas, tan celosas de las tradiciones, eran mucho más reacias a los cambios y vigilaban con lupa a sus jugadores, a los que no permitían ni aceptar unos gayumbos con taras como obsequio de unos grandes almacenes.
En Inglaterra, los jugadores empezaron a reclamar a sus dirigentes que abrieran los ojos y se rindieran a la evidencia. En la liga francesa era un secreto a voces que se pagaba a los jugadores por debajo de la mesa. En Nueva Zelanda era impensable que un All Black tuviera que ir a la oficina todos los días de nueve a seis. Australia contaba con unas estructuras y unos sistemas de preparación y seguimiento de jugadores como no se habían visto antes en el mundo del rugby. Hasta en Italia, una nación emergente en aquel momento, se anunciaba a bombo y platillo el fichaje del mítico jugador australiano David Campese. Hay quien se preguntará cómo era posible que, con la prohibición vigente de pagar a los jugadores, un club italiano llevara a cabo semejante maniobra pero, ¿quién había dicho nada de pagar a Campese por jugar? Ellos lo contrataban para… eh… ¡cortar el césped del estadio! ¿Capito?
El juego desplegado durante las dos primeras Copas del Mundo dejó claro que, con su estrechez de miras, los británicos se estaban quedando atrás. Will Carling, capitán de la selección inglesa y portavoz de la frustración reinante, se plantó ante los guardianes del santo grial del amateurismo con un mensaje claro: «Nos están comiendo la tostada». A buen seguro, el atrevimiento de aquel joven impertinente hizo que cayeran algunas tazas de té y que más de un monóculo rodara por el suelo, pero los peces gordos no pensaban dar su brazo a torcer tan fácilmente.
Y así llegamos al año 1995 y al célebre Mundial de Sudáfrica, inmortalizado en versión descafeinada por el cineasta Clint Eastwood. Con ustedes, damas y caballeros, el señor Jonah Lomu.
El destino quiso que los All Blacks se cruzaran con todos y cada uno de los equipos británicos en aquella Copa del Mundo. Y cada partido acabó con resultados casi idénticos. Irlanda, Gales, Escocia y, por último Inglaterra, fueron arrollados por el juego dinámico y tremendamente físico de los neozelandeses, con Jonah Lomu cabalgando imparable por la banda e hinchándose a marcar ensayos mientras sus temblorosos rivales salían rebotados cinco metros en cada contacto con sus muslos como secuoyas canadienses. «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?», parecían decir con la mirada los pobres diablos que se veían obligados a intentar placar al gigante All Black.
Lomu aparte, aquella selección neozelandesa ya era prácticamente extraterrestre, pero las jugadas del coloso de origen tongano daban la vuelta al mundo maravillando a propios y extraños. ¿De dónde había salido esa fuerza de la naturaleza de casi dos metros y 120 kilos que corría como una gacelilla?
A Inglaterra de poco le sirvió haber tomado buena nota de las sangrientas merendolas que Lomu se había pegado previamente con sus naciones vecinas. Se enfrentaron a Nueva Zelanda en semifinales y salieron escaldados. Lomu anotó nada menos que cuatro ensayos en ese partido incluido el célebre primer ensayo del encuentro en el que un Lomu trastabillado por los intentos de placaje de varios ingleses, pasa por encima de Mike Catt, el pobre zaguero inglés que en el impacto cae de culo, rueda sobre su cuello y acaba boca arriba en una postura inverosímil, agitando las patitas como una cucaracha asustada. Sólo Dios sabe lo que hubiera pasado si Lomu hubiera chocado con Catt corriendo a plena velocidad. Mi apuesta es que el bueno de Catt habría visto el final de la jugada sentado en el tercer anfiteatro del estadio.
Fue, en fin, una paliza humillante para Inglaterra y un mundial bochornoso para las naciones británicas en general. De vuelta a casa, Will Carling estaba decidido a sacar provecho de la humillación que sentía toda la nación. Con los moratones todavía frescos en su maltrecho cuerpo y llevando de la mano a un Mike Catt con ojos de cordero degollado (un toque genial de dramatismo añadido, sin duda), el capitán apareció en los elegantes salones de los mandamases del rugby universal, puso cara de póker y anunció: «Caballeros, si quieren que nos sigamos dejando pisar el cuello por estos simpáticos isleños estamos de acuerdo. Pero tendrán que pagarnos por ello. Eso, o nos dejan jugar armados con arpones».
Era un argumento difícil de ignorar. Sin embargo, ya nadie escuchaba a Carling. Los gerifaltes miraban babeantes las asombrosas cifras del Mundial. Las audiencias habían triplicado las previsiones, los beneficios se habían disparado, los patrocinadores se peleaban por rascarse el bolsillo. Y todos los niños querían ser Jonah Lomu. Sus hazañas habían llegado a millones de hogares, convirtiéndolo en un superhéroe, en la primera gran estrella global del rugby.
La federación internacional afrontó la situación. El público quería espectáculo, rapidez, músculo, quería más lomus. Había que crear más competiciones para vendérselas a las televisiones, los jugadores tenían que correr más, ser más fuertes y jugar más partidos. Bajo la alargada sombra de Lomu, el rugby se convertía en un deporte profesional.
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