La vida es sufrimiento. Una máxima exprimida hasta la saciedad en los últimos tiempos (por algo será), pero no por ello menos cierta. Te lo dice tu médico de cabecera, tu psicoanalista, tu amigo recién divorciado y tu gestor fiscal, y todos tienen razón: la vida duele. Aunque no es menos cierto que nos espabilamos de maravilla para buscar soluciones a tanta pupita. Y si vienen en blisters de veinte unidades sin necesidad de receta médica, mejor que mejor.
Sea en el trabajo de oficina, en el terreno de juego o en cualquier aspecto de nuestra vida cotidiana, durante las últimas décadas se ha extendido de forma más o menos oficiosa el uso de los analgésicos y los ansiolíticos (cuando no directamente las drogas duras) como parche a los dolores que nos acompañan. No hace falta ser El lobo de Wall Street ni estar forzando la recuperación de una lesión para jugar la final de la Champions: ¿quién no se ha atiborrado a ibuprofenos para ir a la oficina el día posterior al patadón recibido durante la pachanga nocturna de los jueves, o no conoce al que se suscribió al tramadol durante un fin de semana para llegar a la fecha de entrega pactada con los clientes de la multinacional donde el explotado trabaja?
En esta sociedad apresurada, damos más sentido a buscar la forma de acallar el dolor antes que a encontrar remedios que solucionen de raíz el problema. Cómo no iba a suceder lo mismo en la práctica de deportes donde es la condición física la que se fuerza hasta el límite, y donde, como bien sabemos, muchas veces se supera dicho límite en forma de lesiones, sobrecargas y finales prematuros de carreras.
Los deportistas de élite se enfrentan a lo largo de su carrera a toda una miríada de dolores agudos y crónicos que amenazan con incapacitarlos (sea en el corto plazo o de por vida) a la hora de lograr su cometido, que no es otro que jugar mejores que sus rivales. Ante esas lesiones nacidas de lances fortuitos o del simple desgaste de su condición física, son muchas las alternativas a las que se suele recurrir. Desde el simple descanso a las intervenciones quirúrgicas, pasando por infiltraciones o la ingesta de medicamentos de todo tipo (legales o ilegales), las visitas a la enfermería de cada paciente reflejan los recursos con los que cuenta y la urgencia requerida (que no siempre necesaria) en su proceso de recuperación. Y la solución de moda son los analgésicos.
Es en ese delicado equilibrio entre las necesidades de la salud personal y las económicas o competitivas el que puede acabar llevando a una nefasta toma de decisiones para el deportista. Hay que curarse, sí, pero dos semanas adicionales de recuperación podrían borrarle de esa competición o de su convocatoria en ese equipo. O, tal vez, lo único que sucede es que el cuerpo de esa persona ya no es el de diez años antes, y no es capaz de soportar el mismo nivel de exigencia si no es con ayuda de calmantes que ayuden a sus músculos a hacer oídos sordos al dolor. Un dolor que, supongo que todos lo tenemos muy claro, existe porque tiene una función concreta en nuestro organismo: la de avisarnos que eh, cuidado, esto se va a romper.
Tampoco hay que ser dramático y poner toda la culpa en los despachos de los clubes, por supuesto. Cualquiera que tenga un amigo autónomo sabe muy bien que la explotación ha cuajado muy bien con el prefijo auto-, lo que en términos de exigencia física cobra tintes de auténtica epicidad. Vean, si no, las loas y alabanzas recibidas por Rafa Nadal por el hecho de jugar (¡entrenar!) con dolor siguiendo una estricta dieta diaria de analgésicos para no cojear. Pero es que, como podemos suponer, hay consecuencias. Y muy jodidas.
Dejando a un lado la hipotética imagen de un Nadal con bastón a los cincuenta (no sucederá, tiene mucho dinero, lo que implica muy buenos médicos, lo que implica muy buenos repuestos), existen muchísimos casos de atletas y deportistas de élite que han relatado sus infiernos con los analgésicos tanto en el durante como en el después. Sobre todo, en el después. No hace mucho, la revista L’Equippe hacía precisamente un especial al respecto. Para empezar, abundan quienes, como el futbolista croata Ivan Klasnic, han tenido que pasar por algún trasplante de riñón por toda la mierda que han tenido que procesar los que les venían de serie. El hígado tampoco se salva, claro. Úlceras de todo tipo y trastornos digestivos a la carta han sido otras de las huellas más mencionadas, y esas personas aún pueden decir que han tenido suerte por no sufrir una sobredosis o, directamente, espicharla por culpa de una mala decisión. Y todo para jugar unas semanas antes o no perderse ese torneo que, como premio, les puede regalar unas fantásticas secuelas de por vida.
Y claro, luego está lo de engancharse a esas drogas. Durante los últimos años, los opiáceos y opioides han sido tan normalizados entre deportistas y la sociedad en general que sus consecuencias adictivas se están ganando la fama de epidemia entre muchos estudios especializados. Ahí están libros como El imperio del dolor de Patrick Radden Keefe (adaptado a la serie El crimen del siglo), series como Dopesick o documentales como El farmacéutico, donde se deja muy clara la evolución de este tipo de tratamientos en los Estados Unidos, donde gradualmente, miles de personas fueron pasando del placer de no sentir dolor a la necesidad de tomarlos porque, sin ellos, no podían vivir. Y ya sabemos cómo es esto de las modas: lo que pasa allí ahora, pasará aquí en pocos años.
¿Y cómo es que no se habla tanto de esto en el deporte profesional? Porque se trata de un tema tabú del que la mayoría de deportistas evita hablar, aunque no evita participar activamente en su perpetuación. A fin de cuentas, «tampoco es para tanto», «es sólo una molestia», «sólo los empleé durante una temporada». Parece que no hay futuro, pero cuando llega, viene el llanto, el desengaño, las revelaciones tardías. Aquél tuvo que pasar tres veces por quirófano. Ese, desintoxicarse en una clínica. La otra, vivir de por vida con dolor por no haber sabido frenar a tiempo. Pasar cada día de su existencia tomando analgésico tras analgésico porque lo necesita, o cree necesitarlo, como el respirar.
Dicho todo esto, tampoco caigamos en perogrulladas. El problema no está en medicarse. Frente al dolor, es normal tomarse algo que ayude a calmarlo. El problema viene de la normalización de ese sencillo gesto de lanzarse la píldora al gaznate. Medicarse para acelerar procesos, sobrecargar músculos o resistir el último envite del rival. Y hacerlo sin escuchar a nuestro cuerpo, porque el dolor es precisamente eso, un grito de advertencia, puede llevar a consecuencias nefastas. Cuando no pensamos en nuestra salud sino en nuestro rendimiento deportivo, es que algo no está funcionando como debería. Bienvenidos a la era de la disociación medicalizada.