En la ciudad de Cádiz, el concurso de agrupaciones carnavalescas que se celebra anualmente en el Teatro Falla camina hacia cotas cada vez más altas de profesionalización—en especial aquellos grupos y autores que gozan de mayor prestigio y fama, tanto a nivel local como en el resto de España—, pero la esencia del certamen permanece inalterable por más que el tiempo pase: cualquiera puede subirse a esas tablas y contarle a su ciudad —y a quien quiera escucharle, gracias a las retransmisiones online— lo que le salga del alma, o de algún sitio más desagradable. Es el epítome de la manifestación artística popular: el pueblo cantándole al pueblo.
Para ejemplificarlo podría listarse una cantidad ingente de nombres propios, pero hay uno que lo resume tan bien como cualquiera: el de Manuel Santander Cahué. Un hombre normal, padre de familia, aficionado al fútbol, obrero, trabajador de Delphi —fábrica de componentes para automoción— que, además de todo eso, escribía letras y músicas de chirigotas donde también participaba como componente. No sospechó Manolo, aquel domingo de 1997 que acudió al estadio para ver un nuevo compromiso liguero de su equipo, que saldría del por entonces llamado Ramón de Carranza con una idea que cambiaría para siempre su vida y, de paso, el acervo cultural gaditano.
«Me vino a la mente que la afición, aunque entonces íbamos pocos, tenía dos cojones por aguantar aquello», explicó el autor en una entrevista a Diario de Cádiz. ¿A qué se refería, exactamente, con «aquello»? Pues a un «partido malísimo» en particular, y a la situación del Cádiz en esa época, en general.
El conjunto cadista penaba en el pozo de la Segunda B. Por si esa circunstancia no fuese suficientemente dañina, la amargura se multiplicaba, por puro contraste, con el recuerdo, muy fresco aún, de la mejor etapa de la historia del club: hasta la 92/93, el equipo amarillo encadenó ocho temporadas consecutivas en Primera, todo un hito mirado en perspectiva, ya que, desde su fundación, ha disputado la máxima categoría quince veces —incluyendo la presente—. Consumado el descenso de 1993, duró solo un año en Segunda, y cayó de inmediato a la división de bronce —un batacazo que recuerda al que sufriría tras su siguiente estancia en Primera, allá por la 05/06—.
En esa época, el pobre rendimiento deportivo llevó aparejado, como suele ocurrir, un desbarajuste contable. Tanto, que la entidad rozó la desaparición en 1995, pero finalmente lo evitó gracias a un grupo inversor liderado por Antonio Muñoz, que luego asumiría la presidencia. En ese contexto tan poco esperanzador reflexionaba Manolo Santander desde el graderío. «Me daba coraje que todo lo que se escribía en carnaval sobre el Cádiz era para cachondearse de él —explicó muchos años después—, pasándose a veces con nuestro equipo». Quizás por eso se animó a dedicarle una letra a lo único salvable que veía: la afición.
Hay un elemento común a los creadores de toda disciplina: cuando uno considera que algo acaba de salirle bien, prende una chispa que mezcla ilusión y emoción que te impele a mostrárselo a cualquiera que pueda darte su opinión, y así confirmar o rebajar el entusiasmo. Esa misma sensación invadió a Manolo Santander, que cuando tuvo la letra terminada se la cantó a un compañero de trabajo en la fábrica, en la pausa para el bocadillo. Al compañero le encantó, así que Manolo acudió esa noche cargado de moral al local de ensayo, donde debía presentársela a su grupo. Se la enseñó a quienes luego tendrían que defenderla en el teatro, pero las caras no reflejaron mucha convicción. No cuajó. Aunque, como tampoco contaban con letras de sobra, no parecía prudente echarla para atrás, por lo que prevaleció la opinión del autor y el grupo se la aprendió.
El concurso del Falla consta de cuatro fases; en la primera, las agrupaciones que dan por segura su continuidad suelen interpretar letras que intuyen menos llamativas, reservándose las impactantes para cuando se juegan su pase a la final. La chirigota de Manolo Santander de 1998 se llamaba La familia Pepperoni (Vendetta) —con música, por cierto, de José Manuel Prada Durán—, y aquellos mafiosos prototípicos soltaron la letra sobre el Cádiz el primer día, como si les quemase.
La acogida del público no fue ni discreta ni espectacular: una ovación rutinaria, de preliminar. Era un pasodoble —la única pieza del repertorio de las chirigotas que, salvo contadas ocasiones, tiene carácter serio— de los de toda la vida, cortito y al pie, con un lenguaje directo para loar a los cadistas «que, aunque reciben a cambio todo un calvario de decepciones, de amarillo se pintan la cara, amarillos son sus corazones». Todo podría haber terminado ahí, y hoy, un cuarto de siglo después, nadie recordaría aquella letra, pero uno de los principales alicientes que tiene cada sesión del certamen gaditano es que todas las noches, hasta la más insospechada, se puede escribir la historia.
A Manolo Santander le sorprendió que, en los días sucesivos, muchos aficionados se le acercasen por la calle para felicitarle por el pasodoble del Cádiz. También les sucedió lo mismo, para su sorpresa, a los demás componentes de la chirigota. El concurso prosiguió y lograron meterse en la final, única fase donde el reglamento permite repetir una letra de las partes no fijas del repertorio —pasodobles y cuplés—. «Y van los cabrones y me dicen que quieren cantarla. Yo estuve de acuerdo porque notaba que tenía algo y que iba a enganchar», desveló Manolo en Diario de Cádiz.
El concurso de los años noventa difería del actual en muchos aspectos, pero uno de ellos es la rápida propagación de las coplas: hoy, a golpe de YouTube, el aficionado se aprende los repertorios mientras el certamen aún sigue celebrándose —algo que, dicho sea de paso, resta cierta magia a las interpretaciones en las últimas fases—, pero con la tecnología de entonces el público asistente a la gran final podía sorprenderse casi como la primera vez. Y cuando el grupo volvió a interpretar la letra, rematada con un «vivan los cadistas, vivan sus cojones», el teatro se vino abajo y les brindó una ovación espectacular.
El recorrido de una copla de carnaval es imprevisible; la mayoría muere en el teatro, pero esta en concreto salió del Falla, se desvió ligeramente por el barrio de La Viña —donde había nacido—, avanzó por el Campo del Sur y terminó en la Avenida, hasta detenerse en el estadio. El Carranza la adoptó como lo que era, suya, y los aficionados empezaron a cantarla durante los partidos. Círculo cerrado.
Dos años después, Manolo Santander presentó la chirigota Los de Capuchinos, que a la postre le valió el primer premio de la modalidad. Aquel año, escribió una letra para agradecer la acogida del Me han dicho que el amarillo —los pasodobles de carnaval no tienen título, se bautizan por su primer verso—, maravillado porque se hubiese convertido en habitual en las gradas del estadio. Al escuchar esa nueva letra, el público del Falla hizo algo extraordinario, por emotivo e inusual: empezó a cantar, motu proprio, de memoria y al unísono, la copla completa de los pepperoni. Los miembros de la chirigota agacharon sus cabezas, visiblemente emocionados, y escucharon en silencio, temerosos de que, si se unían, podía caerles una sanción por interpretar una pieza fuera del repertorio marcado. Pero llegó un momento, hacia la mitad de la letra, en que Manolo no pudo aguantarse más y se giró a su grupo para decirles: «Vámonos con ellos», y entonaron así, en comunión con el público, el resto del pasodoble. Vasos comunicantes entre el teatro, la calle y el estadio. Un momento señalado en rojo en la historia del concurso.
En los años venideros, Manolo Santander, fiel defensor de la chirigota clásica, experimentó altibajos de reconocimiento —y de nivel— que le llevaron, incluso, a ausentarse algunos carnavales. Mientras tanto, en el estadio, su pasodoble cobraba cada vez más importancia, hasta el punto de sustituir paulatinamente al himno oficial del club, en un proceso parecido al que se vivió en el Sánchez-Pizjuán con la composición de El Arrebato o en el Bernabéu con la escrita por Manuel Jabois —esto merece un análisis más largo, pero quizás se deba a la identificación de las aficiones con un vocabulario actual, alejado del verbo florido de los himnos futbolísticos tradicionales—.
La vigencia del pasodoble cadista no decae, más bien al contrario. Un detalle, quizás anecdótico: en la edición de 2023 del FIFA, cualquier usuario que decida jugar con el Cádiz y actúe como local escuchará antes del partido el Me han dicho que el amarillo. Es decir: en uno de los videojuegos más vendidos del mundo suenan unos versos escritos hace veinticinco años por un señor del barrio de La Viña.
Las obras se convierten en eternas, entre otras cosas, cuando sobreviven a las personas que las compusieron. Manolo Santander falleció en 2019, con 56 años, por culpa de un cáncer de pulmón. El mejor homenaje se lo llevó en vida; debió de hacerle muy feliz saberse el autor del himno popular de su equipo. Además, su última chirigota logró un primer premio, algo que seguramente le mitigó alguna pena, pero que no deja de ser un registro, un número: basta recordar que aquellos pepperoni no ganaron —quedaron cuartos—, y no solo eso, porque si lograron pasar de la primera fase fue por los pelos, y además el jurado puntuó su histórico pasodoble con una nota bajísima. Es la enésima confirmación de que, en el concurso del Falla, así como en tantos otros ámbitos de la vida, el único premio que importa te lo da la gente.