Cogemos apego a los lugares que fueron escenario de nuestros momentos felices. De los momentos especiales. El banco de tu primer beso, la puerta del instituto en la que esperabas cruzarte con alguien cada mañana, el callejón que llevaba a casa de tu abuela o la piscina en la que aprendiste a tirarte de cabeza sin tener miedo. Somos un puzzle de recuerdos, de momentos felices y tristes que vamos coleccionando en un álbum mental personal e intransferible. Y a cada uno de ellos asignamos, con perfecta nitidez, su correspondiente escenario. Ciudades y calles a las que vuelves ahora que ha pasado el tiempo, ahora que ya no es lo que fue, ahora que ya no queda nada. Pero a las que siempre regresas para sentir y para decir «estoy en casa». Una colección de sitios que ya no existen y solo están hoy en la memoria, en todas esas páginas acumuladas donde guardamos las primeras veces, las más importantes, las que nunca olvidamos. Como aquel gol que ya no puedes volver a cantar en la misma portería y en la misma grada de tu primera vez. De la primera vez en el fútbol en un estadio en el que ya no hay nada, en el que ya nadie más tendrá el recuerdo de vivir un primer gol.
El camino hacia el estadio es una parte más del ritual ante un partido importante. Las preguntas, los nervios, los saludos, una parada en el bar de siempre, un intento valiente de adivinar el resultado de esta tarde o un intento, algo más cobarde, de quien solo se atreve a anticipar el once inicial de su equipo. Un camino que repites cada dos semanas y cuyo inicio puede variar: tu punto de partida no es el mismo que a los seis años, te has independizado, vives con amigos, vives con pareja, te has mudado siete veces pero sigues allí. Pero el destino siempre es el mismo. O casi siempre. Porque un día tu destino cambia. Y Highbury deja de ser Highbury.
Hay estadios que ya no están, estadios de los que no queda nada. Estadios que vieron llorar, reír, celebrar y desesperarse a millones de personas. Ese ritual antes del partido cambia un día, de repente, y tu paseo andando a orillas del Manzanares de la mano de tu nieto son hoy cuarenta y cinco minutos de metro, dos trenes, un trasbordo y un barrio a las afueras. Es decir adiós al Paseo de los Melancólicos para encarar, ahora a tus ochenta, un barrio nuevo. El «Manolo, lo de siempre» ha dejado paso a una carta minimalista que no entiendes ni quieres entender, un sitio que no es el tuyo. Estás materialmente allí, en un estadio lleno de LEDs y tecnología. Pero mentalmente sigues en casa, en el fútbol de asientos rotos. En los asientos en los que tu padre, hace hoy mucho, te ofrecía bocadillo al descanso y explicaba el fuera de juego.
Del Calderón no queda nada salvo la tierra de lo que serán, pronto, nuevas viviendas a orillas del río. No queda nada como tampoco queda de Highbury, salvo el recuerdo de Henry besando el césped antes de marcharse. Una despedida a la altura de un estadio que fue templo y castillo donde hoy es apartamentos, jardines y viviendas. De aquel siete de mayo de 2006 con hat-trick de Henry ante el Wigan no queda nada. Un dulce final antes de la amarga despedida, de arrancar un trozo de historia que empezó en 1913. De un césped que disfrutó de las botas de Herbert Chapman, de Campbell, de David Seaman, de Vieira, de Fàbregas. Y de Henry. Donde una vez hubo un fortín de jugadores invictos durante una temporada (la 2003/04) hoy solo quedan modernas ventanas y un cartel de bienvenida. Highbury Square. Una urbanización y un recuerdo del que hoy gira en dirección contraria al llegar a la parada Arsenal, baja Drayton Park y observa el nuevo y espectacular Emirates.
Los domingos fueron, cien años, de misa en Bilbao. De misa en la Catedral. En la del futbol. San Mamés se inauguró en 1913 y fue demolido en 2013. Pero la despedida no fue tan amarga porque la misa sigue celebrándose hoy a orillas del Nervión. No es la casa de siempre pero sí donde siempre. Del viejo San Mamés queda un arco como recuerdo y la ubicación de antaño: el camino al estadio que hoy sigue siendo el mismo.
No tan cerca quedó el camino de los txuriurdins cuando Atotxa dejo de ser «casa». A dos kilómetros y medio del Reale Arena está Atotxa, el estadio donde más se celebró. El de Arconada, Satrustegi y López Ufarte. Al final del Paseo Federico García Lorca hoy hay bares, una plaza y un supermercado. Donde antes hubo dos ligas, una Copa del Rey, una Supercopa de España y el recuerdo de una afición que entonó, ochenta años, «errealaalé» es donde hoy compras jabón y champiñones, donde tus hijos se reúnen los domingos para comer antes de atravesar la ciudad y llegar a Anoeta con un recién estrenado Reale Arena que poco o nada se parece al primer destino de aquella mudanza que empezó en junio de 1993.
En el Parque Estadio Insular hay columpios, bares y palmeras. Hay sombra, juegos y familias enteras que se reúnen cada domingo en el barrio de Ciudad Jardín de Las Palmas para pasar juntos el fin de semana. Fue en una Navidad de los años cuarenta cuando se convirtió en lugar de peregrinaje una vez a la semana, una Navidad especial: la del inicio de lo que sería la casa de la Unión Deportiva las Palmas durante años, durante décadas. No hubo despedida trágica sino un adiós lento, una mudanza sin derrumbes y va viendo, poco a poco, como aquello que quiso envejece, se olvida y transforma. Hoy quedan tres fachadas originales de lo que fue el estadio. Tres fachadas originales en un parque urbano que disfruta la ciudad. La misma felicidad, otra generación y otra forma. Hoy te sientas donde siempre pero allí abajo no está Juan Carlos Valerón sino tu hija, camiseta amarilla y botas puestas, que emula este domingo ese regate imposible que te levantó de la grada una vez.
Como las suyas, muchas mudanzas obligatorias. Años de desahucios y derrumbes. Es también el del Estadio de Sarriá que fue casa blanquiazul durante casi 75 años hasta su demolición a finales de los noventa, obligando a los periquitos a volar más allá de donde hoy hay poco más que una placa conmemorativa y un jardín. Tampoco queda nada del Maine Road de Manchester, hogar de los citizens durante décadas. El que fue estadio del Manchester City fue despedido en 2003 y demolido el mismo año. Ahora, más de cuatrocientas viviendas en el sitio que fue testigo de goles y conciertos. Como ellos, también Les Corts o el Stadio delle Alpi en Turín fueron ovacionados el último día en el que se hizo el camino al estadio. A lo que era el estadio. Hoy nuevos y relucientes esperan otras primeras veces.
El banco de tu primer beso ya no está ahí, han cerrado la piscina en la que perdiste el miedo y recalificado el descampado donde, cada mes de agosto, os tumbabais en el suelo soñando ver estelas de aviones, asteroides y meteoritos. No está la grada donde cantaste tu primer gol ni la puerta del estadio ni el bar en el que quedabas cuando no tenías WhatsApp con el que avisar. Pero en parques y conjuntos de viviendas queda la historia de lo que fueron los estadios donde gritabas feliz un último pase, un último penalti o un último ascenso. Donde lloraste pensando por qué el fútbol, por qué tu equipo, por qué el amor que no eliges y del que no eres capaz de huir. Pero es inevitable no quedarse, escribía Eduardo Galeano, con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor. Con esa melancolía irremediable que todos sentimos al final del partido.
Lamentable artículo. Exacto, «no está la grada donde cantaste tu primer gol ni la puerta del estadio…» ni mi estadio, el Estadio de Buenavista, renombrado Carlos Tartiere, del que te olvidas a pesar de ser seguramente, entre todos, el estadio más clásico a nivel de arquitectura de toda España, más incluso que Atotxa, y con casi cuarenta años en Primera a la espalda, un partido de competición europea y sede del Mundial ’82, aparte de tener una historia única, llegando a ser un campo de batalla en la Guerra Civil. Pero sí nombras estadios sin la mitad de chicha, épica y solera que aquél, como el Insular, el Sarrià o el Vicente Calderón (antiguo Manzanares), que serían antiguos y de equipos míticos, pero como estadios no tenían la misma esencia futbolística de campo inglés. Y hablando de campo inglés, que lo mismo te digo con los estadios de allí. Mencionas Highbury y Maine Road, pero te olvidas de Upton Park, Leeds Road o White Hart Lane (de Wembley no digo nada porque no destacó por su práctica futbolística, pero sin duda fue el más mítico de todos). Lo siento, pero no estás cualificado para escribir un artículo así. Te falta conocimiento de antiguos estadios.
En 1980, en Argentina, a San Lorenzo le remataron los terrenos donde tenía su estadio (el Gasómetro) y lo demolieron. En ese lugar se construyó el primer supermercado Carrefour del país y eso generó el bullying constante de todas las hinchadas argentinas cuando jugaban contra San Lorenzo (equipo al que apodan «Cuervo») con esta canción:
«Cuervo, ay que tarado,
fuí a tu cancha y me encontré un supermercado…
Una bandera roja y azul
y unos changuitos que decían Carrefour…
Compré frutas y verduras,
vino tinto y querosén…
Mi cancha es de cemento,
la tuya es un almacén… ♫»