«En el 74, Sanon, delantero de Haití, me marcó un gol acabando así con mi récord de imbatibilidad con Italia. Ese gol fue —tanto para él como para su país— un momento de grande orgullo y redención. Después de haber leído este libro, me habría gustado que ese gol me lo hubiera marcado Luciano Vassallo». Estas palabras son de Dino Zoff, autor de la prefación del libro Stella d’Africa, escrito por el periodista italiano Antonio Felici, corresponsal de France Football. Es la vida extraordinaria de un hombre hecho a sí mismo, un mito del fútbol africano en los sesenta que terminó —como refugiado político en Italia— trabajando en un taller de coches junto al mar. El maravilloso y crepuscular Lido de Ostia, donde fue brutalmente asesinado Pier Paolo Pasolini y donde aún sobrevuelan gaviotas carnívoras.
La historia viene de lejos; concretamente se remonta al colonialismo italiano que comenzó en el XIX y se afianzó con Mussolini al mando, cuando se conquistó Etiopía. Precisamente Luciano Vassallo fue hijo de ese tiempo. Nacido de la unión de un soldado toscano y una mujer eritrea, nunca le abandonó la condición de mestizo tras la caída del fascismo y los primeros años de la posguerra. Y es que Vassallo era un negro para los blancos y un blanco para los negros. Además, huérfano de padre, tuvo una infancia pobre y mísera. A eso se sumó la discriminación racial que recibió a un lado y al otro. No parecía haber redención posible para una miseria causada por las desavenencias del destino.
Por suerte, el fútbol le ofreció una vía de escape. Vassallo se convirtió en líder y capitán de Etiopía (en la posguerra, Eritrea fue temporalmente englobada en el régimen de Addis Abeba), y en el 62 levantó la Copa de África convirtiéndose en una estrella del deporte africano, a la altura de fenómenos como el atleta Abebe Bikila. Esa victoria homérica contra República de Arabia Unida (4-2) fue en casa, justo delante del Hailé Selassié, el emperador que terminó por rendirse a su estrella regalándole un lujoso auto coupé. El broche de oro llegó con el Balón de Oro africano. Un epitafio a una carrera con más de cien internacionalidades y 99 goles.
Pese a que Vassallo fue el único de su selección que recibió solo quinientos dólares de prima por la victoria contra los egipcios (el resto dos mil) por ser mestizo -así lo reconoció el presidente de la Federación, grande opositor de Selassiè-, el racismo jamás le impidió crecer. Más bien todo lo contrario: viajó a Coverciano para sacarse el título de entrenador junto a Cesare Maldini, el padre del mítico Paolo. Y regresó para dirigir la selección etíope, pero el azaroso destino le tenía reservado un nuevo episodio dramático. Un atemperado quejido de la vida que lo dejaría de nuevo perdido, desnortado y sin traza, aunque por poco tiempo.
Destino Italia
Nada más convertirse en propietario de un concesionario Volkswagen en la capital de Etiopía, Menghistu -aliado de la URSS- derrocó a Selassiè mediante un golpe de estado. Desgraciadamente, con el régimen de Menghistu (sería condenado por genocidio en 2007), Vassallo cayó en desgracia y tuvo que emigrar a Italia, donde llegó tras una fuga heroica entre montañas y desiertos, tras ser torturado en la cárcel por la acusación de pertenecer al viejo régimen. Cuando llegó a Roma, a través de Eritrea (le ayudó un policía admirador suyo) y luego Egipto, lo hizo sin nada, completamente desahuciado. Su familia ya había viajado allí un año antes.
En Ostia comenzó enseñando fútbol a los chicos. Después se inventó con esfuerzo y sudor una nueva vida… Hasta hace nada. Y es que, de ser comparado con Gianni Rivera por sus dotes futbolísticas, el italo-etíope pasó a arreglar coches en este lugar periférico salpicado en los últimos años por el crimen organizado. Lo hizo en las aceras antes que pudiera abrir su propio taller. Esto le permitió recuperar a sus hijos, que el estado mandó internar en una escuela de monjas debido a la enfermedad de su mujer y los pocos recursos económicos de la familia.
Tuvo cinco. Uno de ellos murió precisamente en un accidente de tráfico. Hasta hace poco vivía tranquilo, con su hija Beatrice, en un apartamento en la zona Cecchignola, a media hora del Coliseo. Aunque enfermo, su cabeza estaba llena de recuerdos: desde su época en el Dire Dawa Cotton, una especie de Juventus del cuerno de África con el que ganó infinidad de títulos, hasta su querida Asmara, donde nació en 1935. Jamás renunciaba a su Biblia escrita en árabe. Eso no era negociable.
Quien fuera hijo de una mujer indígena —Mebrak—, y un militar llamado Vittorio, falleció en septiembre, a pocos días de las rocambolescas elecciones italianas que dieron el triunfo a Giorgia Meloni, la nueva premier del país. Tenía 87 años. «Mi padre fue excepcional, pero no por lo que hizo dentro de un campo de fútbol». La palabra es de su hija Beatrice, con quien pasó los últimos años de su vida. «Intentó que su taller en Ostia estuviera cerca de donde nosotros estábamos internados. Así, cada mañana cuando nos levantábamos le veíamos por la ventana y nos preguntaba lo que nos apetecía para merendar. No quería que nos sintiéramos abandonados. No fue fácil, porque las monjas nos pegaban».
El prólogo del libro comienza con una fecha: 13 de mayo de 1978. Un vuelo procedente de El Cairo está aterrizando en Fiumicino de forma regular. Un señor, ni demasiado negro ni demasiado blanco, está cansado y algo nervioso porque se ve sometido a un control policial por un pasaporte irregular. Tiene nombre italiano y es etíope, pero proviene de otro país. Agitado, el señor implora clemencia y les dice: “Si vosotros no hubierais venido a mi país yo jamás habría nacido”. El señor, que pide piedad y comprensión, tiene los ojos claros. Desborda orgullo y dignidad. Los policías parecen algo extrañados porque no parece un tipo normal que huye de su país como refugiado. «Yo soy Luciano Vassallo», espetó de forma lacónica. No era para menos porque se trataba de una estrella que llevaba un año sin ver a su familia, no había conocido a su último hijo (nació ya en Roma) y su mujer sufría una profunda depresión.
Poco después de su tormentosa e infinita llegada a Italia, la Juventus se proclamó campeona de Italia con Dino Zoff bajo palos. El meta venía de lograr la Eurocopa con la Nazionale y le faltaban cuatro años para el cetro Mundial en España 82. Contemporáneamente, la estrella de África siguió enseñando fútbol a los chavales y arreglando coches en los suburbios romanos. También sacando hacia adelante a toda su familia.
Sí, efectivamente tenía razón Dino Zoff. Ese gol se lo tenía que haber marcado Luciano Vassallo y no el delantero de Haití. Habría merecido ese pequeño momento de gloria al haber dilapidado el récord del fenomenal portero italiano, otro tótem del fútbol, de la vida.
Es invierno, y Ostia trata de asimilar su última ausencia potente. Una más. Allí el fútbol parece haber perdido algo de espontaneidad, de virginidad. Siguen las gaviotas, pero han desaparecido las porterías de los parques… Quizás para siempre.