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La tragedia de 1964 en el Estadio Nacional: 328 hombres, mujeres y niños muertos por la brutalidad policial y de los ultras

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Fotografía: Arkivperu (CC)
Fotografía: Arkivperu (CC)

Cuentan las crónicas de la época que a los identificados se les anotaba su nombre sobre un trozo de esparadrapo colocado en la boca, como si alguien temiese que los muertos pudiesen sentirse tentados de relatar al mundo lo sucedido. Las cifras llegaban a las redacciones de los principales medios de la capital con cuentagotas desde la morgue de los hospitales Obrero, 2 de Mayo y la Asistencia Pública de la Avenida Grau, los lugares hacia donde se estaban trasladando los cadáveres. Primero, un vago rumor: varias víctimas mortales durante los graves incidentes que habían obligado a suspender el esperado partido en el Estadio Nacional. Poco después los fallecidos se contaban ya por docenas y se hablaba de un gran número de heridos graves, algunos de bala. Para cuando las fuentes oficiales confirmaron que eran más de cien las personas que habían perecido, hasta aquel preciso momento, en los aledaños del estadio se continuaban apilando cuerpos sin vida hasta levantar auténticas murallas humanas de casi dos metros de altura, según recuerdan algunos testigos del horror.

Aquel domingo 24 de mayo de 1964, el fútbol escribía en Perú una de esas páginas negras que cada cierto tiempo parece empeñado en replicar en cualquier parte del planeta donde una pelota ruede. Según las autoridades del país andino fueron trescientos veintiocho los hombres, mujeres y niños que finalmente se dejaron la vida en una tarde soleada que había comenzado con cánticos de ánimo, aire de fiesta y sonrisas esperanzadas ante la perspectiva de clasificar y optar a la gloria de las medallas en la olimpiada de Tokio.

La pasada primavera, el mismo día que se cumplían cincuenta años de la mayor tragedia de la historia del fútbol, el Instituto Peruano del Deporte decidía alquilar el Estadio Nacional de Lima para acoger un concierto de salsa, un síntoma más del escaso interés del Gobierno por recordar y esclarecer lo sucedido en aquella fatídica jornada.

El partido

Perú y Argentina se enfrentaban en la quinta jornada del torneo preolímpico y la expectación en la ciudad era máxima. Ese mismo domingo 24 de mayo, Lima acogía una famosa competición automovilística, «Las seis horas peruanas», y muchos de los asistentes a las carreras se desplazaron, al terminar, hacia el Estadio Nacional. La reventa y los falsificadores encontraron un filón en el partido y las gradas ya estaban abarrotadas cuando en los diferentes accesos del Nacional se acumulaban miles de espectadores más, blandiendo sus entradas y su indignación. Ante las protestas de quienes se habían quedado fuera, se decidió cerrar las puertas para evitar males mayores.

El primer tiempo resultó bastante equilibrado, a juicio de los cronistas de la época. Perú dispuso de un mayor número de ocasiones pero fue Argentina quién golpeó primero, con gol de Néstor Manfredi. Tras el tanto, los argentinos cerraron filas en defensa y Perú pasó a dominar de manera intensa el juego pero con escasa fortuna. Aparecieron los nervios y la dureza, los roces entre los jugadores se volvieron constantes y el árbitro uruguayo, Ángel Pazos, se vio un tanto desbordado por la situación, incapaz de poner cierto orden en las disputas. Cejas, el portero de Argentina, desbarató tres buenas oportunidades de los peruanos en apenas diez minutos y entonces llegó el fatídico momento que había de desencadenar toda la tragedia posterior. Así lo relataba el diario El Comercio: «El repliegue argentino dio ocasión para que el equipo peruano tomara el mando del ataque presionando a su rival. Se produjo una carga a la valla argentina y Morales rechazó la jugada, pero en ese momento Lobatón metía el pie. Rebotó la pelota en el pie de Lobatón y la pelota cruzó la raya de gol. El árbitro uruguayo anuló la jugada por peligrosa. Fue la única persona que vio la jugada peligrosa. Esto motivó la justa protesta del público».

El «Negro Bomba»

Imagen de portada de el libroEl gol de la muerte de Efraín Rúa
Imagen de portada de el libro El gol de la muerte, de Efraín Rúa

Mientras el estadio silbaba la decisión del colegiado Pazos, un aficionado peruano salta a la cancha armado con una botella. Es una mole de más de noventa y cinco kilos conocido como el «Negro Bomba», uno de los cabecillas de la barra local, vigilante habitual de prostíbulos, guardaespaldas de mafiosos y delincuente bien conocido del barrio de Braña, uno de los más pobres de la ciudad. El colegiado huye ante la acometida salvaje del Negro, de nombre Víctor Núñez, y dos policías armados con material antidisturbios tratan de detener al exaltado. Es tal la fuerza del asaltante que para detenerlo sueltan a los perros adiestrados, y una vez derribado la policía le inflige una feroz y abusiva paliza en pleno campo, lo que todavía caldea más los ánimos en la grada. Entonces salta otro espectador al terreno de juego por el mismo lugar que lo había hecho el Negro, posteriormente identificado como Edilberto Cuenca. La policía repite actuación: perros y palos desmedidos.

Se desata la tempestad en las gradas. Los aficionados, escandalizados con la brutalidad policial, comienzan a arrancar los bancos anclados al cemento por gruesos tornillos de acero y los arrojan al campo, donde los jugadores de ambas selecciones observan espantados lo que está sucediendo. Enseguida comienzan a volar todo tipo de objetos sobre el césped y el colegiado uruguayo decide suspender el partido.

El comandante de Azambuja

La policía se aplica con dureza para contener la marea de aficionados que saltan al campo y en medio de la refriega aparece sobre el césped el comandante de la Guardia Civil limeña, Jorge de Azambuja, que ordena disparar gases lacrimógenos contra las tribunas para contener a la turba. Se lanzas botes contra los cuatro graderíos pero la grada norte, la llamada Trinchera Chalaca, la grada del pueblo, es la más castigada y el aire se vuelve allí irrespirable. De inmediato la rabia se convierte en miedo y los aficionados tratan de huir del gas: algunos se descuelgan por las gradas hacia el pasto, otros tratan de ascender hasta la zona más alta de la tribuna, hacia el reloj que la preside, pero la gran mayoría emprenden la huida por los vomitorios tratando de alcanzar la calle sin saber lo que les espera: las puertas están cerradas y los estrechos pasillos se convierten en una trampa mortal.

«El aire se agota. Los pulmones se encogen. Las costillas se quiebran. La avalancha humana transformó el miedo en histeria al toparse con las puertas cerradas. Obstáculos de metal que solo se abrían hacia dentro y que concluían las escaleras, el descenso hacia la muerte. La masa es un río de gritos y pánico: incontenible e ignorante arrasa con las personas que tropiezan y caen bajo los pisotones. No había forma de retroceder, ascender ante la ruta equivocada de escape o escalar hacia la tribuna, donde a pesar de los gases tóxicos había libertad y no esa prisión de cuerpos apretándose, asfixiándose, matándose. La presión de los que se unían a la cascada de personas hacía imposible huir. La tragedia del Estadio Nacional debía ser consumada», escribiría muchos años después el periodista del diario El Comercio, Mauricio Gil.

La barbarie

Fotografía: cortesía de Instituto Peruano del Deporte.
Fotografía: cortesía de Instituto Peruano del Deporte.

Los incidentes se trasladan a las calles, donde la policía se ve completamente superada. Tres de ellos mueren ese día: uno arrojado al vacío desde una de las gradas del estadio, otro ahorcado de las ramas de un árbol y un tercero pateado por una marabunta imposible de contener. Se saquean comercios, se vuelcan coches e incluso el autobús de la selección argentina es volteado y quemado. También una fábrica de neumáticos de la marca Goodyear es asaltada y arrasada por el fuego.

Hay testigos que aseguran que la policía abrió fuego en varias ocasiones. En su libro «El gol de la muerte», el escritor peruano Efraín Rúa relata cómo a los cadáveres se les ocultan los agujeros provocados por los proyectiles con esparadrapos, y hay versiones que hablan de muertos retirados por la policía de las calles y enterrados en una fosa común, cerca de la zona de Callao. El Gobierno del presidente Balaunde Terry declara el estado de excepción durante treinta días.

El día después

La versión oficial defiende la actuación del comandante de Azambuja y culpa de los incidentes al Negro Bomba, detenido al día siguiente, y también a grupos comunistas y de extrema izquierda con supuestas intenciones subversivas. El informe presentado por el juez Benjamín Castañeda concluyó que se había producido «una siniestra conjura para avasallar al pueblo con un trasfondo que debe ser investigado». El Gobierno lo anuló inmediatamente y encargó una nueva investigación a otro magistrado, proceso que concluyó con la sentencia contra el comandante de Azambuja por su reprobable actuación en el inicio de la tragedia, siete meses después.

El recuerdo

Hoy sigue habiendo demasiados interrogantes sobre lo sucedido en el Estadio Nacional aquel 24 de mayo de 1964, y en los posteriores incidentes por las calles de Lima. Algunos cuestionan que la decisión de cerrar las puertas del estadio tuviese como única intención impedir el acceso de más aficionados al mismo. Otros se preguntan el porqué de la compra masiva de gases lacrimógenos por parte de la guardia civil la misma semana del partido, y son muchos los testigos que querrían saber qué fue de los cuerpos abatidos a tiros por las calles de la ciudad, ante sus ojos, y que nunca aparecieron en los registros oficiales de víctimas.

Casi ninguno de los protagonistas oficiales de la negra jornada viven ya para arrojar algo de luz sobre el asunto. El Negro Bomba murió años más tarde, tras una vida enredado en las drogas y el alcohol al salir de la cárcel. De Azambuja también falleció tras su paso por la prisión, e incluso el colegiado uruguayo Pazos dejó este mundo después de colgar el silbato y meterse a cura en sus últimos años de vida. Su última declaración pública la hizo nada más llegar al aeropuerto de Buenos Aires, procedente de la barbarie de Lima: «Uno de los guardia civiles que me acompañó hasta el aeropuerto me dijo que no me preocupase, que la culpa no había sido mía, que había otras motivaciones». Quizás lo menos extraño de todo lo apuntado sea que, el día del cincuenta aniversario de la mayor tragedia del fútbol, en el Estadio Nacional de Lima se acallaran los ecos de los muertos con frenéticos ritmos de salsa: solo faltó metal alemán.

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