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Snooker: el vórtice de silencio

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La bola blanca golpea a una de las rojas y, tras rebotar en la banda derecha, se esconde lentamente, revolución a revolución, en el estrecho espacio entre el fondo de la mesa y la bola verde. Justo detrás de la bola verde. A menos de un milímetro. Pese a que la jugada no ha sumado ningún punto y ninguna bola ha entrado en ninguna tronera, el público despedaza el silencio —el silencio— en un atronador aplauso. Mark Selby regresa a su silla con una expresión hierática en el rostro, sin la mínima sonrisa, pero sabe que acaba de darle la vuelta a la partida.

1. El deporte del pueblo

La mañana del 17 llueve en Londres (¡qué novedad) y sin darte cuenta ya es por la tarde y ya no es Londres, pero sigue lloviendo. La puerta del Whetstone High Road Snooker Club está vieja y algo raída, como el resto de la fachada. Todo el norte, todo ese Gran Londres que se extiende hasta donde ya no es Londres está viejo y algo raído. Aquí no llegó el pulido y el abrillantado de los Juegos Olímpicos de 2012. Aquí, el ladrillo sigue siendo oscuro y el tráfico es tan tranquilo como difícil.

Al otro lado de la puerta hay una estrecha escalera y arriba, un típico pub inglés sin nada de lo que creemos que hace típico a un típico pub inglés. No hay madera en la pared ni mil anuncios vintage ni fotos de la campiña británica. Hay una diana de corcho, de verdad, no su remedo electrónico, al que un par de ingleses con nombre indio lanzan dardos de metal, de verdad, no su remedo de plástico. También hay una barra de bar con tres grifos de cerveza: una marca francesa, una australiana y una irlandesa. Desde uno de los frentes se sale a un balconcito donde poder fumar. Desde el otro, atravesando una mampara insonorizada, se entra a un colosal campo de mesas verdes.

Eurosport ha traído a quince periodistas a Londres con motivo de la edición número cuarenta del Masters de snooker, el segundo torneo más antiguo de este deporte. La idea no es solo cubrir el evento, sino también dar a conocer el snooker al público de la Europa continental, bastante menos familiarizado con una disciplina tan británica como Whetstone y su club. Para ello cuenta con tres de sus comentaristas ingleses, que nos hacen cruzar al otro lado de la mampara, pasando el cartel que reza: «Only members allowed at snooker room». Solo se admiten miembros. Es lógico, porque esto es un club, no un pub. Y sin embargo, los comentaristas de Eurosport afirman en repetidas ocasiones que el snooker es el deporte inglés del pueblo; un club de snooker no es un club de golf ni de esgrima ni de caza del zorro. Y esto es un club, sí, pero también es un pub en el norte de Londres.

Hay que fiarse de la opinión de los comentaristas británicos de Eurosport, entre otras cosas, porque uno de ellos es Mike Hallett, antiguo número 6 del ranking y otro es Joe Johnson, campeón del mundo en 1986. Muchos no lo necesitan, pero nos cuentan cómo coger el taco, cómo colocar los pies y el cuerpo delante de la mesa, cómo montar el bridge —el pequeño puente que forma la mano para hacer deslizar el taco de madera—, cómo y cuándo se debe golpear thin y cuándo debe hacerse thick. Nos dicen que lo primero es saber atacar la bola, luego meterla en la tronera, después aprender a colocar la bola blanca tras el impacto con otra, para que quede en buena posición en la jugada siguiente. Y por último, cómo debe hacerse para, cuando no puedes meter ninguna bola en ninguna tronera, ocultar la blanca en una posición que impida al adversario hacer su jugada. El snooker es un deporte eminentemente táctico y lo que distingue a los buenos de los mejores es saber mapear la mesa.

Mapear. Generar un mapa y saber leerlo. Proyectar los golpes y los rebotes y ejecutarlos en el tapete. Dibujar con la mente una maraña de trayectorias, una trama de líneas punteadas, de efectos, inercias y velocidades. Pensar con dos, tres, cinco, diez jugadas de antelación. Como se hace en el ajedrez y, en realidad, lo que distingue a cualquier deportista bueno de uno excelente en cualquier disciplina.

Como en cualquier otro deporte que se juegue en una mesa de billar con troneras, el objetivo del snooker es, efectivamente, introducir las bolas en las troneras. Sin embargo, sus reglas son los suficientemente complejas como para que sea la táctica, e incluso la estrategia, la que distinga a este deporte de los demás billares. En el snooker se disponen quince bolas rojas que suman un punto y seis bolas de distintos colores y distintas puntuaciones: amarilla (dos puntos), verde (tres puntos), marrón (cuatro puntos), azul (cinco puntos), rosa (seis puntos) y negra (siete puntos). Y también la blanca, claro, con la que se golpea en cada jugada. Así, cada vez que un jugador mete una bola roja, en el siguiente golpe debe meter una de las coloreadas. Las rojas van desapareciendo de la mesa, mientras que las de color se vuelven a colocar en su posición inicial. Una vez que se han metido todas las bolas rojas, el jugador debe introducir las coloreadas en su preciso orden de puntuación. Al final, es una bola blanca contra una bola negra. Es lógico, pues, que siempre se quiera meter la negra entre las rojas. Es lógico, pues, que la mayoría de las partidas se jueguen en la parte superior de la mesa, donde está la bola negra. Es lógico, pues, que los jugadores necesiten de la máxima concentración para saber colocar la negra entre la maraña de rojas.

Claro, ahora entiendo por qué se ruega silencio en la snooker room, aunque hoy esté coagulada de un bullicio susurrante; para no alterar la concentración. Hallett y Johnson se fotografían y se dejan fotografiar; sonríen y hablan de su pasado. Nos cuentan que empezaron a jugar con siete años, con diez años, en clubes como este, en bares donde no tenían permitida la entrada. Nos hablan de Sheffield, el verdadero epicentro del snooker en Inglaterra y, por tanto, en el mundo. También intentan predecir quién ganará el Masters; quizá Mark Selby, actual número 1 del ranking y defensor del título; quizá el campeón del mundo Ronnie O’Sullivan, considerado por muchos como el mejor jugador de todos los tiempos.

Después limpian las mesas, guardan las bolas en sus maletas y los tacos en sus estuches y nos llevan a la sede del Masters. Al Alexandra Palace.

2. El palacio del pueblo

Así reza en sus carteles y sus anuncios, porque así se le llama desde que se construyó en 1868 y se le bautizó como Alexandra Park: «The People’s Palace». Situado a unas siete millas al norte de Londres, el Alexandra Palace es un edificio que enseña en sus fachadas las vicisitudes del tiempo. El ladrillo picado, a veces agujereado, siempre marcado por la lluvia y el viento; el acero de los arcos y las columnas, que en sus volutas recuerda al ornamento del Crystal Palace y a esos primero experimentos con la estructura metálica, que aún se resistía a dejar de ser piedra. Y el vidrio de la cubierta, varias veces caído y varias veces repuesto; desde que el edificio se usase como antena de intercepción de radio en la Segunda Guerra Mundial y, claro, sufriese un severo bombardeo; hasta la gran tormenta de octubre de 1987, cuyos vientos se llevaron por delante la mitad de la cúpula de cristal.

Todo en el Alexandra Palace recuerda a un tiempo anterior, y sin embargo, el peculiar jardín botánico con helechos, palmeras y ficus que crece bajo el vidrio le lleva la contraria al edificio y rectifica nuestra primera impresión. Es un recinto vivo. A ello contribuyen los puestos de comida y el trasiego, casi el ruido, que flota en el gran invernadero que sirve de vestíbulo. El público va de un lado a otro, los vigilantes vigilan y los televisores televisan lo que está sucediendo al otro lado de las puertas. En el auditorio.

Allí, antes de que empiece la partida, nos recibe Barry Hearn, el expresidente de la Asociación Mundial de Snooker y Billar Profesional (WPBSA). Nos pide que le preguntemos cualquier cosa excepto sobre cómo jugar al snooker. Y es que Hearn no ha jugado nunca, él es empresario y promotor. Un hombre carismático que habla con soltura y sonríe a izquierda y derecha; un encantador de serpientes avalado por sus resultados. Charla sobre la expansión a la Europa continental, principalmente a Alemania, Holanda y Bélgica; nos recuerda la importancia de Australia y Nueva Zelanda; y hace especial hincapié en la penetración en China: «China es fundamental porque allí, cualquier espectáculo televisado tiene mil millones de espectadores» nos dice.

Barry Bea
Barry Bean

Porque si el Reino Unido es el tronco económico del snooker, China y la televisión son las ramas de crecimiento. Un vistazo al aparataje que llena el Alexandra Palace nos confirma que China está perfectamente asentada en este deporte: hay patrocinadores chinos, hay comentaristas chinos y hasta las mesas, los tacos y las bolas son de marca y fabricación china. En cuanto a la televisión, Hearn quiere que el snooker tome al golf como modelo; con un circuito internacional y torneos periódicos televisados; y quiere, porque necesita, el apoyo de la BBC y Eurosport para que esos torneos no se vean únicamente en el Reino Unido, sino en toda Europa y todo el mundo. Pero Hearn también quiere que la televisión le ayude a transmitir lo que considera su más importante legado: que, como espectáculo, el snooker se parezca al boxeo e incluso al wrestling americano; con sus rivalidades enconadas y sus dramáticas presentaciones. Quiere que el público tenga favoritos y enemigos incluso cuando no se esté disputando la partida.

3. El vórtice del silencio

Y así sucede al comienzo del encuentro. Luces y música barren la grada y animan a los espectadores; un jocoso presentador deambula por los alrededores de la mesa preparando el ambiente; y cuando tienen que aparecer los jugadores, el espectáculo quiere parecerse, efectivamente, a un combate de boxeo. Tanto el cuádruple campeón del mundo John Higgins, como el actual número uno Mark Selby descienden hacia esa suerte de cuadrilátero verde por las esquinas del graderío, entre gritos de ánimo, aplausos y luces.

Después cae el silencio.

Un silencio gelatinoso, casi sólido. De repente, dos mil personas permanecen calladas, permanecen quietas. Nadie mueve un músculo, nadie siquiera levanta las manos para hacer una fotografía, porque nadie osa romper el silencio con el clic del objetivo; y si lo hace, el árbitro de la contienda se apresura llamar la atención del descarado espectador. Mientras dura cada manga —cada frame— nadie se mueve de sus asientos porque, literalmente, no está permitido; porque alteraría la concentración de los jugadores. El silencio es tal que la organización facilita un auricular a cada miembro del público para que escuche los comentarios televisivos, porque en la mesa no se oye prácticamente nada. Apenas los golpes de la bola y el conteo del juez. Un tímido aplauso de tanto en vez, cuando alguna jugada ha sido especialmente buena. En el tenis al menos se oyen los gritos y los impactos de las raquetas; aquí no hay nada.

Abajo se desarrolla un ballet invisible e inaudible de predicciones y trayectorias. Durante más de tres horas, Selby y Higgins toman turnos para hacer deslizar las bolas como si estas fuesen bailarinas en un escenario verde de 12 x 6 pies, de 6,66 metros cuadrados. Impecablemente vestidos —porque el snooker será el deporte del pueblo, pero también es el único deporte donde sus participantes visten con pajarita— miran y remiran, mapean la mesa, esperan su momento y, con la concentración de un samurái, ejecutan los golpes que han dibujado en su cerebro. Golpes ofensivos y también golpes defensivos, tácticos, con tanta o más importancia que los primeros. Como el que Selby realiza en el último frame, con el partido empatado 5 a 5.

Ha escondido la bola blanca el estrecho espacio entre el fondo de la mesa y la bola verde. Entonces, el público revienta ese huracán de silencio que giraba por encima del tapete succionando cada ruido. El golpe es excepcional, no ofrece apenas salidas y obliga a Higgins a realizar tres fallos consecutivos, que le incomodan y le desesperan; acaba de perder la delantera en una manga final que estaba liderando con comodidad. Selby no lo desaprovecha y termina el frame y gana la partida.

Mark Selby avanzará hasta la final del Masters, donde perderá frente al favorito del público Ronnie O’Sullivan y el Alexandra Palace estallará en aplausos, flashes y fotografías; en gritos de alegría y rabia.

Hasta el próximo torneo, en el que el snooker volverá a llenar de silencio el Palacio del Pueblo.

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