Una semana después de la victoria de Argentina en el Mundial de Qatar aún dura la resaca emocional. Persiste la sensación de vacío, de andar como pollos sin cabeza, esperando a ver con qué nos volvemos a ilusionar. La Copa del Rey se queda corta, para los de Liga aún falta una semana y las imágenes de las celebraciones ya están lo suficientemente lejos como para no vibrar con ellas.
Así funciona para los neutrales, claro. Para Lucho y Luis, dos amigos argentinos que viven en Barcelona, los días han transcurrido con la única finalidad de que ellos se lo acaben de creer y no sientan que fue un sueño. Para mí, este Mundial siempre estará unido a la memoria de lo que compartimos, cábalas incluidas. Todo comenzó después de que Argentina la pifiara en su debut ante Arabia Saudí y horas antes de que se enfrentara en el encuentro decisivo frente a México. Nos encontramos de casualidad, nos dimos un abrazo y les deseé suerte. Al descanso del partido intercambiamos mensajes de Whatsapp. Y ahí se formó ya el vínculo, a partir de ese momento debíamos repetir paso por paso cada vez que jugaba la albiceleste la rutina del abrazo, mucha suerte y un mensaje, no fuera a ser que los echáramos el gafe -la mufa que dicen ellos- y Messi no diera pie con bola. Había que verse sí o sí y conjurar a la mala suerte. Por nosotros que no fuera.
El abrazo de antes el día de la final fue nervioso, pasó un tipo en bici por la calle con la bandera de Francia y no les pareció bien. El de después fue largo y apretado. Lucho lloraba mientras repetía “no me lo creo, no me lo creo, lo pasé muy mal” mientras mi pareja y yo reíamos y le confirmábamos que no eran imaginaciones suyas, ni el sufrimiento, ni la victoria final. Se dejaron la voz, un poco de hígado y un buen puñado de neuronas en los festejos y, desde entonces, van por la vida con una sonrisa de oreja a oreja que da gusto y envidia verles. La Navidad les llegó por adelantado y aunque la están celebrando ahora lejos de sus familias, sospecho que tienen la sensación de que por el camino y gracias a una pelota han construido conexiones y hecho amigotes. Pasarán los años y el de Qatar ya siempre será el Mundial de Argentina y los abrazos. Eso que nos llevamos.
Con tal nivel de intensidad no resulta extraña la dificultad actual para engancharse mínimamente a lo de casa. El derbi del líder, el Barça, frente al Espanyol el último día del año sabiendo ya el resultado de la visita del Real Madrid en Valladolid suena aún a sosería descafeinada, pero ya hemos cumplido los años suficientes como para saber que es una simple cuestión de tiempo, sentarse y esperar, para que el gusanillo se despierte. Es bastante probable que para cuando se dispute la Supercopa de España en Arabia Saudí hayamos ya recuperado el pulso y, siempre y cuando el presidente de la RFEF no se empeñe en proclamar que se han ido allá a jugar por el bien de las mujeres y la paz en el mundo, nos resignaremos con un suspiro y la frase del ‘esto es lo que hay’ y a otra cosa, mariposa.
Leo Messi, mientras tanto, estará de vacaciones tostándose en la cubierta de un yate o preparando un asado en su Rosario natal, qué más da. Que haga lo que quiera, pero que vuelva pronto y con muchas ganas, empiezan a avisar mis amigos culés que ya andan pensando en que alguien le pare los pies al Real Madrid en la Champions. Y justo así es cuando me doy cuenta de que volveremos a emocionarnos, a que se nos disparen las pulsaciones, a quedarnos roncos, más temprano que tarde. El fútbol siempre vuelve. Y nosotros, también.