Nevaba desde hacía varios días en Chicago. En aquel invierno de 1923 (y en los demás inviernos, todo sea dicho) era lo habitual en la ciudad norteña, refrescada aún más por la influencia del lago Michigan, con lo que ninguno de los jugadores de aquella partida de póquer se sorprendió. Sí les llamó la atención que Alvin Thomas (o Titanic Thompson, como le conocía todo el mundo) no fuera a esa mano y se pusiera a recoger las fichas. «Ahora», dijo a la concurrencia reunida en aquel garito. Ese «ahora» significaba que ya estaba listo para afrontar el desafío que había planteado nada más llegar a la ciudad, poco después de iniciar su lucrativa asociación con Nick «el Griego» Dandolos, otro jugador de primer nivel, y antes de cruzarse con Al Capone o Harry Houdini, dos de los «secundarios» más célebres de su llamativa biografía. El reto que había planteado semanas atrás: en un campo de golf, pegar un drive de más de 500 yardas, cuando la media de distancia en los circuitos profesionales apenas superaba las 220 o 230. Era el momento de llevarlo a cabo y, por supuesto, estaba dispuesto a aceptar apuestas.
De hecho, Thompson dio de margen un día entero para que se corriera la voz y convocó a los interesados en el campo de golf de Jackson Park, un recorrido de nueve hoyos a orillas del lago Michigan. No hay consenso, pero se dice que los apostadores se jugaron entre veinte y cincuenta mil dólares contra el tahúr. Después de clavar un tee en la salida de hoyo 1 y otear la calle nevada y el green congelado de aquel hoyo, Thompson hizo un swing de prácticas para, a continuación, darse la vuelta y encarar la helada orilla del lago Michigan ante el improvisado público. Antes de ejecutar el golpe, quienes apostaron en contra de Thompson ya sabían que habían perdido. En efecto, después de recurrir a su swing rítmico pero potente, la bola alcanzó las 200 yardas de vuelo, rebotó en el hielo de su superficie y cogió velocidad hasta perderse en el horizonte. Nadie se atrevió a discutir que hubiera llegado al objetivo marcado en la apuesta. Titanic Thompson había hecho lo que había dicho, al margen de la triquiñuela.
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En los timos clásicos (el tocomocho, la estampita, el trile), como nos enseñó Tony Leblanc en aquel arquetípico papel de Los tramposos, película de Pedro Lazaga, siempre se produce un cambio de papeles. En principio, el timado cree estar en una posición de ventaja de la que se puede aprovechar, mientras el timador exhibe vulnerabilidad y ofrece una oportunidad irrechazable a su víctima. Añádase a la fórmula, como ingredientes fundamentales, una pizca de avaricia, al gusto, y unas gotas de vanidad en forma de pensamiento efímero equivalente a «yo soy más listo que este». Como sabemos, enseguida se produce la transmutación en la que el «listo» deviene en «primo», y el supuesto pánfilo se escabulle después de haber desplumado al codicioso de turno.
La base de todo timo clásico es la manipulación sutil de las condiciones de partida. Gracias a esta alteración inicial, el «listo» sabe que no puede perder, mientras que el «primo» cree que la ganancia es segura. A partir de ahí, la suma de habilidad, labia y técnica del listo hacen el resto.
Dado el carácter competitivo de sus participantes, en especial en el ámbito amateur, cabría esperar que el deporte fuera terreno abonado para estas picardías… No dejan de ser la sublimación de una fantasía de superioridad que va de la mano de una demostración pública de talento, otro magnífico gancho para quienes necesitan refuerzos emocionales o para quienes les apetece poner en su sitio a quienes se atrevan a desafiar su etéreo statu quo deportivo (aunque nadie tenga intención de hacerlo, en realidad). A los bragging rights (en traducción aproximada, los derechos para alardear de algo, según dicen los anglosajones) los carga el diablo.
Las masculinidades desaforadas y las competiciones absurdas son el combustible ideal para plantear apuestas de diverso pelaje. A esto se suma que los jugadores de golf de cierto nivel se consideran capaces de evaluar el talento de su rival y localizar a los jugadores «emboscados» que ocultan adrede su nivel, otra entelequia de la que se han aprovechado siempre los más cucos. Por todo ello, y aunque el deporte y sus practicantes hagan gala de guiarse por la honorabilidad y los valores, el golf, en tiempos, fue coto de caza ideal para buscavidas y jugadores de ventaja.
Y no digo «en tiempos» porque en la actualidad no haya quien se juegue unos (o muchos, y si no que le pregunten a Michael Jordan) dólares o euros en el campo de golf, ante rivales cualificados o directamente entre aficionados, pero parece que ha quedado atrás la edad de oro de las picardías. El ámbito deportivo moderno parece blindado ante estas trapacerías a pequeña escala, aunque la generalización de las apuestas deportivas apoyadas en internet ha abierto un inmenso número de frentes al que se asoman, en última instancia, organizaciones delictivas de una sofisticación pasmosa. A veces, estos extienden sus redes y consiguen arrastrar a deportistas profesionales de distintas especialidades.
Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, cuando las bolsas de premios, incluso en los mejores circuitos, no pesaban tanto, era casi natural que surgiera una especie de mercado alternativo que contaba con la participación de pícaros y de jugadores que posteriormente conseguían abrirse paso en el terreno profesional. Hasta 1954, solo Byron Nelson consiguió superar la barrera de los 60.000 $ en ganancias anuales en 1945, y para ello tuvo que imponerse en 18 de los 30 torneos que disputó aquel año, un récord imbatible. En esas mismas fechas, un jugador de ventaja hábil podía sacarle 25.000 $ a Howard Hughes en una sola vuelta de golf si el empresario se sentía especialmente rumboso ese día (y perdía, claro está). Lejos están estas cifras de las mencionadas por Lee Trevino en una cita célebre: «Notas la presión cuando te juegas cinco dólares en cada hoyo y solo tienes dos en el bolsillo».
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P. G. Wodehouse y Dan Jenkins, dos de las mejores plumas que se han ocupado del golf, reflejaron en sus escritos un par de duelos con apuestas singulares. En The Long Hole, relato que Wodehouse pone en boca de uno de sus personajes estelares, el Socio Decano, dos hombres se disputan la mano de una dama jugándosela a un hoyo… de veinticinco kilómetros de largo, desde el tee del 1 de su campo a la puerta del Hotel Majestic de una ciudad que no se nombra. Por su parte, Dan Jenkins dedica un capítulo de su hilarante Dead Solid Perfect a describir el duelo que libran Kenny Lee Puckett y sus amigos buscavidas a lo largo de treinta manzanas de Forth Worth, partida que ganaría el primero que embocara la boca en el zapato guardado en un armario del protagonista. Por disparatada que parezca, esta y otras hazañas descritas por Jenkins estaban basadas en las vivencias de auténticos jugadores de ventaja y muchos de los trucos usados por Spec Reynolds, un secundario de lujo en la novela, procedían del repertorio de, redoble de tambor, Titanic Thompson.
De extracción humilde y educación limitada, Alvin Clarence Thomas, quien posteriormente adquiriría el sobrenombre de Titanic Thompson, se las apañó para canalizar su talento atlético, su ingenio y su destreza manual para ganarse muy bien la vida, y defenderla tirando de revólver cuando era necesario, recurriendo a un amplísimo repertorio de trucos y argucias.
Además de manejarse en las lides clásicas que debe dominar todo buen tahúr (cartas, dados y billar), su coordinación óculo-manual y su puntería eran excepcionales y su imaginación, afiladísima, sobre todo a la hora de idear engaños y apuestas fronterizas. Aunque tardó en llegar al mundo del golf, se convirtió en un fastuoso jugador ambidextro que terminó cruzándose con algunas de las figuras más reputadas de la época, como Byron Nelson o Ben Hogan, quienes no escatimaron elogios y se las vieron más de una vez contra Thompson. Incluso llegó a establecer relaciones «laborales» con destacadísimos profesionales que luego se alzaron con triunfos notables, como Herman Keiser, ganador del Masters de Augusta de 1946, o Bob Hamilton, campeón del PGA Championship de 1944, a quienes utilizaba como pareja haciendo que ocultaran, al menos en principio, su auténtico nivel de juego. A principios de los 50 también consiguió engatusar a Lee Elder, entonces un caddie de 19 años que se ganaba a duras penas la vida como caddie en Dallas, mucho antes de convertirse, en 1974, en el primer golfista negro que jugaba el exclusivo Masters de Augusta. Consciente del potencial de Elder, Thompson le prometió ganar una cantidad obscena de dinero y se aprovechó del racismo imperante en los clubes de golf de Texas en aquella época para cerrar apuestas ventajosas. «¿Así que os da miedo jugar contra mí y contra mi chófer negro?», proponía Thompson, lanzando un anzuelo que solía acabar mordido por algunos pijos texanos.
Por la vida de Thompson pasaron personajes de la talla de los ya mencionados Capone y Houdini, que se sumaron a los golfistas Lee Trevino y Ray Floyd, las estrellas de cine Mirna Loy o Jean Harlow, el Gordo de Minnesota inmortalizado por Jackie Gleason en la película El buscavidas de Robert Rossen o el también mafioso Arnold Rothstein, mentor de Lucky Luciano y Meyer Lansky y artífice de la compra de algunos jugadores de los White Sox en la serie mundial de béisbol de 1919. No es de extrañar que la llamativa figura de Thompson acabara apareciendo en la gran pantalla, aunque fuera bajo el disfraz de Sky Masterson, personaje creado por el escritor Damon Runyon en el musical de Broadway Ellos y ellas y que fue encarnado por Marlon Brando en la película homónima dirigida por Joseph Mankiewicz.
Thompson quizá fuera la estrella principal, pero era amplio el reparto de secundarios que se servían del golf para lucrarse por medio de trucos o partidas desequilibradas, siempre siguiendo el dinero y repartidos por los clubes donde había más «acción», desde Chicago a Dallas y pasando por Los Ángeles, donde el mundo del cine servía de potente imán para incautos y zorros.
En este grupo variopinto destacaba Jeanne Carmen, una mujer de bandera con otra biografía de película. Modelo pin-up y actriz de películas de serie B, llegó al mundo del golf de la mano del profesional Jack Redmond, con quien coincidió en una sesión de fotos. Redmond vio potencial y talento, empezó a entrenarla junto a Jimmy Demaret y, consiguió que, después de seis meses, ya formara parte de sus espectáculos. En uno de sus trucos más célebres, colocaba tres bolas, una encima de otra (algo que ya de por sí resulta bastante difícil), pegaba a la de en medio haciendo que alcanzara unas 200 yardas, cogía con la mano la de arriba y dejaba quieta la de abajo. Junto a Redmond hacía tres espectáculos al día en campos de la costa este y llegaron a ganar 1000 $ diarios.
Posteriormente, y asociada a un mafioso italiano de segunda, se sacó un buen sobresueldo como gancho para diversos timos, por lo general haciéndose pasar por rubia tonta sin ninguna experiencia en el golf. Más adelante, ya en Hollywood, trabó una estrecha relación con Marilyn Monroe (afirmaba haber compartido amantes, como John Fitzgerald Kennedy o Milton Berle), se cruzó con Elvis Presley y llegó a ser conocida como la Reina de la Serie B por las numerosas películas de bajo presupuesto que protagonizó.
LaVerne Moore, o «El Misterioso Montague» como se hacía llamar, era otro sujeto de aspecto estrafalario y más de 130 kg que se dedicaba a pelar a todo miembro de la industria cinematográfica que se pusiera a tiro. A Bing Crosby, jugador extraordinario que curiosamente falleció en el campo de golf de La Moraleja, en Madrid, en 1977, le sacó un buen dinero en una partida en la que usó un bate de béisbol, una pala y un rastrillo en lugar de palos de golf.
Otro tahúr especializado en el mundo del cine fue Ray Hudson, que levantó 35.000 dólares a Dean Martin en una partida en la que acordaron beberse una botella de vodka cada uno. Martin, un golfista consumado que dejó ver sus buenas maneras en la película Vaya par de golfantes con su eterno compañero Jerry Lewis, no se molestó en comprobar si el líquido incoloro que llenaba la botella de Smirnoff de su rival era en realidad vodka… y lo pagó caro.
Con tanta hibridación entre los tahúres golfísticos y el mundo de cine, no es de extrañar que algunas de estas anécdotas acabaran en la gran pantalla. Por ejemplo, la anécdota protagonizada por Titanic Thompson que abre este artículo y que recoge Kevin Cook en su biografía también aparece en un largometraje, Tin Cup, por cortesía de Gary McCord, profesional de golf, asesor de la película y buen conocedor de las andanzas de Thompson. En el filme de Ron Shelton, y en pleno subidón de testosterona, es Roy McAvoy (Kevin Costner) quien desafía a David Simms (Don Johnson) a que le proponga un reto golfístico. Ante el sonrojo de una Molly Griswold (René Russo) que se retira antes de que los dos machos alfa procedan a medirse metafóricamente sus miembros viriles, Simms le dice a McAvoy que quiere ver quién llega más lejos golpeando la bola con el hierro 7… y aunque no hay ningún lago helado a mano lo bate sin paliativos al dirigir su tiro hacia la recta carretera de entrada al club de campo, aprovechando los rebotes en el duro asfalto.
Curiosamente, ni Thompson ni su trasunto cinematográfico habrían tenido nada que hacer contra el meteorólogo noruego Nils Lied, quien en 1962 perdió una gran oportunidad de hacerse con un buen dinero al alcanzar las 2640 yardas, más de 2,4 km, con un golpe suyo. ¿El truco? Seguramente se lo huelan, ya que lo ejecutó desde la base Mawson en la Antártida y la bola, ayudada por un vendaval y el hielo, alcanzó esa distancia inverosímil. Aun así, me van a permitir que ejerza de tahúr improvisado aunque sus bolsillos no corran peligro. En realidad, el golpe de golf más largo jamás ejecutado está en manos de un español, el donostiarra José María Olazábal, ya que unos días antes de la Ryder Cup disputada en Brookline en 1999 embocó un putt en el pasillo del Concorde que llevaba al equipo europeo a Estados Unidos. Su bola recorrió los 50 metros del pasillo en 26,17 segundos y acabó al primer intento en un hoyo improvisado para la ocasión. Dado que, según British Airways, el avión viajaba a 2.044 km/h en aquel momento, la bola permaneció en movimiento durante 14,86 kilómetros. Les doy permiso para que utilicen este dato absurdo y embauquen a algún «pardillo» bienintencionado… pero sean generosos y compasivos, por favor.
Un artículo realmente infumable. Denso, de lectura incómoda y nada placentero. Esperaba otra cosa, pero ha conseguido hastiarme.
Está claro, no era para ud. Hay un antiguo dicho que reza: “no está hecha la miel…” pero no me extenderé para no hastiarle.
Lamento decirlo, pero a mí tampoco me ha gustado pese a que el título logró captar mi atención y comencé la lectura del artículo con la predisposición de disfrutarlo. Considero que se podría haber tratado el tema de distinta manera (sobre todo en la forma) para causar otro efecto en el lector. Muy a mi pesar, acabé de leerlo sin haberme dejado una sensación agradable ni positiva.
Pues yo lo he disfrutado, ameno y disfrutón como un placer culpable.