Charles Barkley siempre se caracterizó por su agresividad y socarronería, a partes iguales, fuera y dentro de la pista. Hombre hecho a sí mismo desde su época en la universidad, acostumbrado a fajarse con pívots mucho más altos que él y aún así superarles por volumen e intensidad, «el gordo» Barkley se perdió los Juegos Olímpicos de 1984 precisamente por su incapacidad para comportarse delante del sargento Bobby Knight en la última preselección. No fue ni mucho menos su último escándalo: algunos años después provocó las iras de diversos colectivos feministas cuando, tras perder un partido ajustado, declaró: «Es uno de esos días en los que te apetece es irte a tu casa y pegarle una paliza a tu mujer».
Un tipo muy poco sensato, por decir algo
Sin embargo, su energía contagiaba. Barkley fue máximo reboteador de la NBA durante varias temporadas y una figura desde su primer año. Había una furia dentro de él, una especie de necesidad de venganza constante que le hacía imparable: en el poste bajo, en el poste alto, lanzando de media distancia o reboteando en defensa y en ataque, pasó de ser novato a All-Star en apenas tres años. En cuatro, ya era miembro del mejor quinteto de la liga, condición que repetiría cuatro temporadas consecutivas con los Sixers y una quinta vez, en 1993, ya con los Phoenix Suns.
Habitual también de la lista de máximos anotadores y hombre pegado a un micrófono, a Barkley le faltaba un reconocimiento deportivo a la altura de su calidad. Por supuesto, fue elegido para el Dream Team que participó en Barcelona 92, pero su estancia en Philadelphia fue un rosario de decepciones: aquel equipo podía rendir en la fase regular, incluso pasar alguna ronda de play-off, pero no era ni la sombra del que deslumbrara a principios de los 80 con Julius Erving o Moses Malone. Cuando Charles llegó a Pennsylvania, el Dr. J regalaba sus últimos vuelos, Mo Cheeks había dejado atrás sus mejores años y Moses Malone estaba al borde de los 30, rodillas machacadas, las maletas preparadas para irse a Atlanta, su retiro dorado junto a Dominique Wilkins.
A los 29 años, justo después de volver de la aventura olímpica, donde, de hecho, fue el mejor del equipo y desde luego el más expresivo, Sir Charles pidió inmediatamente el traspaso. No fue una decisión fácil: los Sixers le habían elegido en el draft y le habían ofrecido contrato millonario tras contrato millonario durante ocho temporadas. El muro de los Chicago Bulls de Jordan y Pippen, sin embargo, era demasiado alto como para afrontarlo desde la Conferencia Este. Barkley se apuntó a un proyecto nuevo, el de los Colangelo en Phoenix, un proyecto con Danny Ainge, Dan Majerle, Kevin Johnson, Robert Dumas, Tom Chambers, Cedric Ceballos e incluso el rocoso Kurt Rambis, leyenda ochentera de los Lakers.
El equipo era fantástico y unía veteranía con juventud, inteligencia con físico, tiro con fortaleza interior. Barkley era la pieza angular y aunque no le importó ceder protagonismo en determinados momentos, cuajó una temporada descomunal: 25, 6 puntos, 12,2 rebotes e incluso 5,1 asistencias, siempre por encima del 50% en tiro. Aquellos Suns tenían solo un objetivo en mente: el anillo. El merecido anillo de Charles Barkley. Dirigidos por Paul Westphal, un novato en estas lides, los de Arizona arrollaron en la liga regular: 62 victorias y 20 derrotas, primer puesto en la Conferencia Oeste y mejor registro de toda la liga, por delante, incluso, de los Bulls, vigentes bicampeones.
Los play-offs no resultaron tan sencillos: la primera ronda se decidió en el quinto partido —el último de la serie— ante unos batalladores Lakers, ya sin Magic Johnson, pero aún con James Worthy, Byron Scott y Vlade Divac. En segunda ronda, se cruzaron los San Antonio Spurs de David Robinson, otro ilustre perdedor, y les costó seis partidos eliminarlos. La final de Conferencia, ante los Seattle Supersonics de Shawn Kemp y Gary Payton fue un auténtico espectáculo. Los Suns, de nuevo, se salvaron sobre la bocina, en el séptimo partido. La ventaja de jugar en casa.
Barkley promedió 27 puntos y casi 14 rebotes en aquellos play-offs de 1993. Solo Kevin Johnson, Dan Majerle y el explosivo Richard Dumas pasaron de los 10 por partido.
La final de la NBA les enfrentaba a los Chicago Bulls. Estaba cantado. Era la primera final para Barkley y los Suns tenían de nuevo el factor cancha a favor. Su condición de favoritos cambió en tres días, lo que tardaron Jordan, Pippen, Grant, Paxson y Cartwright en liarla parda en Phoenix: el primer partido se lo llevaron 92-100 y el segundo, 108-111. Nunca ningún equipo había conseguido recuperarse de un 0-2 para empezar una ronda final y nada hacía indicar que los Suns serían los primeros cuando en las postrimerías del primero de los tres partidos a jugarse en Chicago, los Bulls rozaban el 3-0.
Aquel encuentro fue memorable. Hasta el último cuarto todo pintaba bien para los Suns que llegaron a ganar 88-99 a falta de siete minutos. Jordan, cómo no, lideró la remontada: el tiempo reglamentario acabó con empate después de que Grant no acertara a culminar un alley-hoop lanzado por Pippen, Ainge falló el triple que hubiera puesto el 2-1 en la prórroga, después fue el propio Pippen quien volvió a tener el 3-0 en el último segundo de la segunda prórroga y finalmente un parcial de 0-9 dio a los Suns, liderados por Kevin Johnson y Dan Majerle, su primera victoria en la serie.
No todo eran buenas noticias en Phoenix: de entrada, aún debían ganar al menos otro partido en Chicago si querían mantener viva la serie y volver a su campo. Además, el codo de Barkley empezó a dar serios problemas. En el peor momento. Pese a jugar infiltrado con anti-inflamatorios, Sir Charles consiguió 24 puntos y 19 rebotes en aquel mítico tercer partido y sumaría un triple doble (32 puntos, 12 rebotes, 10 asistencias) en el cuarto para mantener de nuevo a su equipo en liza hasta los últimos segundos. No fue suficiente. Los Bulls ganaron 111-105 gracias a los 55 puntos del mejor Michael Jordan de la historia. 55 puntos que dejaban a Chicago a una victoria del título.
El quinto partido volvió a jugarse en el Stadium, con aires de fiesta y celebración. El codo de Barkley seguía recibiendo infiltraciones pero no se notaba en el juego. Desde dentro y desde fuera, Sir Charles se agarraba a su anillo soñado como si fuera su última oportunidad. Lo era. Sus 24 puntos, unidos a los 25 de Johnson y de Dumas, hicieron posible lo imposible: una segunda victoria en el feudo de Jordan (41 puntos, casi nada) y la serie de vuelta a Phoenix, donde ya se habían cargado a los Lakers en primera ronda, donde ya habían caído los Sonics en la final de conferencia.
El entusiasmo cruzó el país de este a oeste y de norte a sur. Los aficionados acogieron a sus jugadores como ídolos. Sin ir más lejos, K.J. había jugado 62 minutos solo en el partido de las tres prórrogas, el record histórico en una final. Aquello era heroico y merecía una recompensa. Enfrente, las dudas de siempre: ¿Dependían demasiado los Bulls de Michael Jordan?, ¿hasta qué punto podían permitirle anotar 40 o 50 puntos mientras sus compañeros no produjeran?
El sexto partido empezó con unos Bulls rabiosos. Habían ganado dos veces ya en aquella cancha e iban a por la tercera. La tercera victoria y el tercer trofeo consecutivo. El primer cuarto acabó 28-37, pero a partir de ahí todo se paró. Cada canasta se convirtió en un milagro, las defensas subieron la intensidad de una manera casi violenta: al final del tercer cuarto, los Bulls aún ganaban 79-87, pero lo que les iba a caer encima no lo podían esperar: Barkley se puso las pilas -21 puntos y 17 rebotes, otra actuación monstruosa- la defensa dio un nuevo paso hacia adelante y neutralizó a todos los compañeros de Jordan.
A falta de 14 segundos para el final del partido, los Bulls solo habían anotado nueve puntos en el último período, todos obra de Jordan, y perdían 98-96. Olía a séptimo partido salvo que Michael decidiera lo contrario. Tras tiempo muerto de Phil Jackson, como era previsible, el número 23 recibe en su propio campo, hostigado desde el primer bote. Previendo el dos contra uno, pasa el balón a Pippen, quien a su vez encuentra a Grant solo cerca del aro. Ainge se lanza hacia él para evitar la canasta fácil que fuerce la prórroga… y deja solo a John Paxson en la línea de tres puntos. El veterano escolta, quien ya decidiera el primer título de 1991 con sus suspensiones en el Forum de Los Angeles, anota.
Quedan 3,9 segundos. No será suficiente. Johnson consigue driblar a su defensor y lanzar desde su distancia ideal: cinco metros, frontal… pero no cuenta con la mano interminable de Horace Grant, que rechaza el balón y da el título a su equipo. Barkley se echa las manos a la cabeza. Quizá también sea uno de esos días para meterle una paliza a alguien. Su primera final acababa en derrota, pero era solo la primera. Lo grave fue que, además, por mucho que lo intentara en Phoenix y en Houston, sería la última.