Helen Stephens no era una señorita. A los diecisiete años, con su impresionante 1,80, aquella chica parecía salida de una novela de John Steinbeck. En el rancho de sus padres en Missouri aprendió a manejar el rifle desde muy pequeña y lo utilizaba sobre todo para cazar conejos.
De aspecto rural y poco refinado, Stephens se acostumbró a competir jugando al baloncesto y corriendo con los otros chicos de su edad. A todos les ganaba. Su primera competición con la AAU (la asociación de deporte amateur de Estados Unidos) le llegó después de que se rumoreara que había batido el récord del mundo de los cien metros lisos en el instituto. El profesor de gimnasia tuvo que llevar el cronómetro a una tienda de reparaciones para comprobar que no se había estropeado.
Pronto se la empezó a llamar «la mujer más rápida del planeta», el mismo apodo que se había venido dando desde tres años atrás a Stella Walsh, la campeona olímpica de origen polaco pero residencia en Cleveland. Walsh era reservada y tranquila, Stephens tenía el atractivo de la juventud y la simpatía del mundo rural. Ambas se enfrentaron en la final de aquella primera competición y Stephens ganó contra pronóstico.
Cuando alguien le preguntó qué sentía después de haber batido a la campeona olímpica, Stella Walasiewicz, la adolescente se limitó a contestar en su inglés cerrado: «Stella Who?», y la prensa inmediatamente empezó a frotarse las manos.
La historia se difundió de distintas maneras: si de verdad le habían preguntado por la campeona utilizando su apellido polaco era normal que Stephens no la reconociera. Otra cosa habría sido que le hubieran preguntado directamente por Stella Walsh y ella se hubiera hecho la loca en un gesto casi de desprecio, algo así como «no tengo ni idea de quién me están hablando». Por supuesto, a la campeona le fueron con la segunda versión y su cabreo fue formidable.
Con todo, había poco que pudiera hacer. Helen Stephens era más joven y más rápida. Más ruda, por supuesto, con menos técnica, pero tampoco es que Walsh fuera una princesa de la pista. A las dos se les daba bien la velocidad, la altura y los lanzamientos. Walsh destacaba en disco, Stephens en peso. Su pique aumentó cuando Helen batió en 1936 el récord del mundo de los 50 metros y el estadounidense de los 100 y los 200. En la previa de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936, la joven paleta era la gran favorita y se preocupó de demostrarlo desde la primera serie eliminatoria, que ganó con más de diez metros de ventaja.
En sus tres carreras en Berlín bajó de los doce segundos, algo tremendamente inusual en el atletismo femenino. Para hacerse una idea, Walsh había ganado el oro en Los Ángeles 1932 con una marca de 11,9 segundos. Stephens ganó la final de aquel año bajando el registro en cuatro décimas y sin apariencia de estar esforzándose demasiado.
Aquel tiempo quedaría como récord olímpico durante veinticuatro años, hasta que la mítica Wilma Rudolph lo batió en 1960. Walsh quedó segunda, mejorando también su registro personal, pero eso no era suficiente para una competidora como ella. Lo de Stephens le parecía algo completamente extraordinario, imposible de explicar.
Solo quedaba una opción en su mente y el comité olímpico polaco se encargó de darle alas: Stephens tenía que ser un hombre. De hecho, su foto ya había aparecido en la portada de la revista Time sobre el titular: «¿Es esto un hombre o una mujer?». Las autoridades olímpicas procedieron al examen físico y no hubo dudas: Stephens era una mujer. Walsh tuvo que conformarse con la medalla de plata.
Su rivalidad no se prolongó mucho más tiempo: la polaca siguió con sus entrenamientos en Cleveland aunque la II Guerra Mundial frustrara sus sueños olímpicos. Estuvo compitiendo hasta los cuarenta y cinco años y aún fue campeona nacional amateur en 1951. Stephens, al contrario, volvió a su granja aburrida del atletismo, y se dedicó a jugar al baloncesto en un equipo profesional femenino. En los descansos, hacía demostraciones de salto y lanzamiento. Cuando algún espectador se pasaba de gracioso amenazaba con lanzarle el peso a la cara. Alguna vez, de hecho, no le quedó más remedio que hacerlo.
Al estallar la guerra, se alistó en los marines y no se volvió a saber mucho más de ella. Walsh, por su parte, logró la nacionalidad estadounidense, siguió formando a jóvenes de todo Ohio y se hizo un nombre respetable dentro de su comunidad. El 4 de diciembre de 1980, cuando ya tenía sesenta y nueve años y salía de comprar en un centro comercial de Cleveland, fue atacada por dos ladrones de poca monta que querían robarle el bolso. Incapaz de rendirse en ninguna circunstancia, Stella forcejeó con los dos asaltantes, sin importarle que uno llevara una pistola. En el tira y afloja se oyó un disparo y la subcampeona de Berlín quedó ahí, en un aparcamiento vacío, tumbada sobre un charco de sangre. No sobrevivió a la operación.
Cuando salieron los resultados de la autopsia, se supo que Stella Walsh, la que había obligado a su rival a pasar un test de feminidad, era en realidad biológicamente un hombre.
La dura y agitada vida de Stanislawa Walasiewicz
Vamos a intentar ser más exactos: la autopsia determinó que no tenía útero ni ovarios pero sí un pene diminuto y atrofiado, además de un escroto con dos testículos igual de pequeños donde se advertían masas que podían ser tumorales.
Un par de años después, se determinó que sus cromosomas XY se combinaban con otros XO, es decir, era uno de los escasísimos casos de sexo no desarrollado. Mujer desde el punto de vista biológico no era, desde luego, pero hombre tampoco del todo. No había nada que echarle en cara. Como resumió el jefe de la investigación: «Stella nació como mujer, fue inscrita en el registro como mujer, vivió como mujer y murió como mujer».
Pese a algunos tímidos intentos por parte de la familia de la canadiense Hilde Strike, medalla de plata en 1932, para que le quitaran a Walsh el título olímpico, la IAAF y el COI se mostraron solidarios con la recién fallecida y mantuvieron el resultado. No se apreciaba ninguna voluntad de fraude y ni ellos mismos sabían interpretar del todo bien aquellos informes forenses.
¿Quién era entonces Stella Walsh? ¿Quién era de verdad? A partir de su muerte, se hizo popular en Ohio el mote «Stella, the fella», algo así como «Stella, el muchacho». No tenía demasiada gracia, pero tampoco era la primera vez que tenía que lidiar con las burlas de los demás por su aspecto claramente masculino. Como decíamos, nació en Polonia, con el nombre de Stanislawa Walasiewicz.
Su familia huyó a Estados Unidos nada más empezar la I Guerra Mundial y se estableció en Cleveland donde todo fue bien hasta que llegó la Gran Depresión. Para entonces, Stanislawa ya tenía que ser consciente de que algo iba mal: se suponía que era una chica pero no menstruaba, no le crecían los pechos y el pudor le obligaba a ducharse siempre en los vestuarios con el bañador puesto.
Sí, parecía un hombre, pero muchas mujeres parecen un hombre y muchos hombres podrían hacerse pasar por mujeres y eso no quiere decir nada.
Otra cosa es cómo lo viviera ella. No tuvo que ser agradable. Su voz era relativamente grave, no tanto como la de un chico, no tan dulce como la de una adolescente. Se dedicó al deporte y sobresalió desde el principio. Varias veces campeona de Estados Unidos pese a no tener la nacionalidad, con veintiún años la federación nacional de atletismo se decidió a ofrecerle un acuerdo para competir bajo la bandera americana en los Juegos de Los Ángeles.
El problema era que en casa necesitaban dinero. La madre no trabajaba y al padre le habían reducido la jornada. Como deportista amateur sus ganancias eran irrisorias, así que dejó colgados a los americanos para aceptar la oferta de la federación polaca.
De esta manera, Stella Walsh volvió a ser Stanislawa durante un par de años. La oferta incluía un puesto de trabajo para su padre y para ella en Polonia y ahí se fueron… pero vivir en Polonia en los tiempos inmediatamente anteriores a la II Guerra Mundial no era fácil. Como polaca, ganó los Juegos de 1932 y como polaca participaría en los de 1936… pero esta vez ya de vuelta en Cleveland, su verdadero hogar. Luego, ya saben, el conflicto bélico, el empeño en seguir compitiendo pese a todo y la nacionalización en 1947.
A Walsh nunca se le conoció novio hasta que, sorprendentemente, se casó en 1956 con el exboxeador Neil Olson. Duraron poco más de dos meses, aunque nunca llegaron a divorciarse oficialmente. Cuando Olson se enteró de que Walsh era un hombre dijo sentirse «estúpido». Según él, apenas habían hecho el amor un par de veces y ella siempre había puesto como condición dejar la luz apagada.
Hubo quien afirmó que aquello no era más que un matrimonio de conveniencia. De hecho, tiene toda la pinta. A los cuarenta y cinco años, Stella se empeñó en darse una última oportunidad en Melbourne 1956. Dada su participación anterior como ciudadana polaca, el único recurso que le daba el COI para competir bajo bandera americana era que su cónyuge fuera también estadounidense. Y para tener un cónyuge estadounidense primero había que tener un cónyuge, claro, aunque solo durara seis semanas.
Walsh se presentó a las pruebas y lo hizo maravillosamente bien. En la final quedó tercera, pero solo se clasificaban dos. Tomó la derrota con cierta humildad y se convirtió en algo así como un icono para la comunidad polaca en Cleveland. De hecho, pocos días antes de su muerte había entregado las llaves a la selección polaca de baloncesto, de gira por el país. Fue su último acto público.
El polémico caso de Dora Ratjen
El caso de Walsh, por llamativo que parezca, no fue el único de su generación. Incluso hoy en día, especialmente después de la explosión de atletas del Este en los años setenta y ochenta, cargadas de esteroides, testosterona y hormonas, el tema del sexo en el deporte femenino sigue estando de actualidad. A principios de los años 10 del siglo XXI, la atleta sudafricana Caster Semenya vio cómo se ponía en duda su feminidad y se la llegaba a sancionar preventivamente. Semenya, campeona del mundo de los 800 metros en 2009, tenía efectivamente un físico no habitual en una mujer… pero era una mujer, tanto cultural como biológicamente. En los Juegos Olímpicos de 2012 se hizo con la medalla de plata.
El problema al que se tuvieron que enfrentar las atletas como Walsh, es decir, mujeres con una importante carga genética masculina, o incluso hombres con determinados componentes femeninos, no solo fue la convivencia con una situación socialmente poco aceptada sino tener que aguantar también las acusaciones de tramposas.
Parece claro que Walsh nunca supo exactamente si era un hombre o una mujer. Tampoco lo sabía Mary Weston, la campeona británica de jabalina de 1926, que pocos años después descubrió «con gran alivio» que efectivamente era un hombre y pasó a llamarse Mark Weston.
El caso sin duda más polémico fue el de la saltadora de altura alemana Dora Ratjen. Igual que Walsh tiene su propio documental, dirigido por el estadounidense Rob Lucas, sobre Ratjen se hizo en su momento ni más ni menos que una película, llamada Berlín 36.
Esto es lo que sabemos de la historia: Ratjen era una buena saltadora, aunque inferior a la atleta judía Gretel Bergmann. En aras de la supremacía de la raza aria, y ya que Ratjen era alta, delgada y rubia, el Reich decidió apartar a Bergmann del equipo —ningún judío pudo competir bajo bandera alemana en Berlín y los pocos que lo hicieron con otras naciones sufrieron una hostilidad vergonzosa— y meter a Ratjen en su lugar.
La saltadora no lo hizo mal, de hecho quedó cuarta en lo que no parecía sino el principio de una fructífera carrera. Dos años después, en 1938, fue campeona de Europa. Cuando volvía en tren, debió de hacer algún gesto raro porque alguien avisó al revisor de que «la señorita de nuestro vagón es en realidad un hombre». A la llegada a la estación le esperaba la policía, que le pidió los papeles. Todo estaba en regla pero eso no disipó del todo las dudas. Ratjen, estrella aria del régimen, se negó en primera instancia a someterse a un análisis físico, pero tras la amenaza de la autoridad se limitó a reconocer: «Sí, creo que soy un hombre».
La película en cuestión viene a colocar todo este asunto bajo el foco de la conspiración nazi, pero la mayoría de los testimonios de la época dejan bastante claro que los nazis no sabían que Ratjen era un hombre… porque el propio Ratjen no era del todo consciente. Lo intuía, por supuesto, como lo tuvo que intuir Walsh, pero también la habían criado como una niña, vestido como una niña, juntado en el colegio con otras niñas… y el lío en su cabeza era monumental. De hecho, pese a tener un pene también disfuncional, Ratjen era perfectamente capaz de eyacular.
Para Heinrich Ratjen, como para Mark Weston, como posiblemente para Stanislaw Walasiewicz si hubiera dado el paso adelante, el descubrimiento fue una liberación más que otra cosa. No eran tramposos, no eran muñecos rotos… simplemente eran seres humanos de género difuso. No exactamente hermafroditas, no exactamente transexuales, pero algo parecido. Es difícil imaginar cuántos casos más se dieron fuera de los periódicos: el doctor decidía al nacer que eras chica y eras chica o decidía que eras chico y eras chico. Un vistazo bastaba. Después, tocaba arrastrar el género de por vida aunque tu cuerpo fuera por otro lado.
Y con el género, por supuesto, la incomprensión y la burla. Todas lo vivieron y todos prefirieron olvidarlo. Hasta qué punto Stella Walsh lo tuvo que pasar mal lo intuimos por la confidencia que le hizo a una de sus amigas cuando por fin se desnudó y le enseñó sus genitales: «¿Por qué Dios me ha hecho esto?». La amiga no supo bien qué contestar así que se limitó a guardar silencio.
Un silencio que, sin atraco, sin forcejeo, sin muerte, sin autopsia… habría durado para siempre.