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El último duelo entre Michael Schumacher y Fernando Alonso

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Foto: Formula1 tn photos (CC)
Foto: Formula1 tn photos (CC)

Schumacher deja su coche aparcado en plena curva de La Rascasse, se baja y hace un gesto como de «qué le vamos a hacer». Es la tercera tanda de clasificación, el recién implantado método para determinar la parrilla de salida, y el alemán, curiosamente, lleva el mejor tiempo de los que quedan en pista. En un circuito como el de Montecarlo, donde salir el primero supone tener media carrera en el bolsillo, esa no es poca ventaja, y, así, los demás se van viendo obligados a frenar cuando llegan a dicha curva, justo al lado de la línea de meta, estupefactos al ver un coche rojo ahí parado, sin nadie dentro, abandonado a su suerte.

El más estupefacto de todos, o más bien el más cabreado, es Fernando Alonso. El español, vigente campeón del mundo, viene mejorando los registros de Schumacher pero el coche y las banderas amarillas le molestan lo suficiente como para acabar segundo haciendo gestos con la cabeza como si no pudiera creérselo. Por supuesto, el equipo Renault y su patrón, el siempre bronceado Flavio Briatore, protestan y la FIA, pese a las malas lenguas que la acusan de connivencia con Ferrari, acaba aceptando el recurso y enviando a Michael al último lugar de la parrilla, dejándole la pole a Alonso, quien, por supuesto, gana la carrera al día siguiente.

Schumacher, pese a salir desde la línea de boxes, acaba quinto, justo por detrás de su excompañero Rubens Barrichelo.

La maniobra ha sido claramente sucia pero eso, paradójicamente, es una buena noticia para la Fórmula Uno: quiere decir que Schumacher está de vuelta, dispuesto a un último baile que le otorgue su octavo campeonato del mundo, el sexto en siete años después del desastroso hiato de 2005. A sus treinta y siete años, doce más que su rival español, Michael no está dispuesto a que la marcha triunfal de Alonso en las primeras carreras de 2006 le condene a otro año de mediocridad. Montecarlo, en sí, no es más que un aviso: el viejo Schumacher puede ser tan puñetero como el joven, el que chocó contra Damon Hill en la última carrera de 1994 para conseguir su primer título o el que intentó lo mismo con Jacques Villeneuve en 1997, lo que le costaría no solo perder el campeonato sino todos los puntos conseguidos durante la temporada.

Schumacher no llegó a la Fórmula Uno para hacer amigos: parte de ese campeonato de 1994 lo cimentó con una victoria en Imola, el mismo fin de semana que morirían Roland Ratzenberger y el mito Ayrton Senna, con quien ya se las había tenido en la pista. En lugar de guardar un respetuoso silencio o mostrar alguna señal de duelo en el pódium, el alemán se puso a celebrar como loco, como si no hubiera un ayer y el mañana no tuviera importancia. Ahora, en 2006, ese Schumacher está de vuelta, y lo importante no son los puntos —Alonso saldrá de Mónaco con veintiuno de ventaja, que serían veinticinco después de los posteriores triunfos del asturiano en Gran Bretaña y Canadá— sino la mirada, la intimidación.

Ese coche que se cruzó en La Rascasse puede cruzarse delante de ti en la siguiente curva y no me va a importar una mierda.

El «mecánico» Jean Todt y el glamuroso Flavio Briatore

El duelo entre los dos pilotos, el habilidoso Alonso y el contundente Schumacher, se traslada también a los boxes. Al frente de Renault, como ya hemos dicho, está Flavio Briatore, la esencia del bon vivant, siempre rodeado de mujeres despampanantes y con unos botoncillos de la camisa desabrochados como si viviera en un eterno verano. Briatore conoce bien al enemigo porque fue su mentor: allá por principios de los noventa, cuando él estaba al frente de la escudería Benneton, fue uno de los encargados de respaldar el fichaje de Schumacher, por entonces en Jordan. Como muestra de lo que sería el devenir de ambos en la Fórmula Uno, aquello acabó en los tribunales: la marca inglesa también aseguraba tener contrato con el alemán, pero no pudo probarlo.

Briatore y Schumacher ganaron dos campeonatos del mundo juntos, los de 1994 y 1995, incluyendo sanciones, maniobras dudosas y un estilo algo matón que les valió a ambos una incómoda fama de arrogantes. Cuando separaron sus caminos, en 1996, Briatore siguió dando vueltas por el paddock, siempre bajo el control de la familia Benetton y en 1999 cayó enamorado del adolescente Fernando Alonso, a quien prometió un puesto en Minardi para 2001, y su posterior paso a Renault como piloto oficial en 2003, aunque tuviera que despedir a Jenson Button, la gran esperanza británica. Schumacher, por su parte, eligió el calor de la escudería más prestigiosa de la Fórmula Uno: la Ferrari del sobrio y siempre serio Jean Todt.

Si Briatore da siempre la sensación de acabar de entrar o de salir de una fiesta privada, a Todt le gusta dar la impresión de mecánico, con su mono rojo y su gesto francés con la nariz hacia adelante, un poco a lo De Gaulle. La historia de Todt con Ferrari fue tormentosa durante muchos años, los que pasaron desde su nombramiento como director general de la escudería, en 1994, hasta el primer título con Schumacher, en 2000. Ferrari es una de esas marcas que tienen algo de místico para los italianos y lo cierto es que los italianos pueden llegar a ser bastante pesados con la mística en ocasiones. Ver a un francés dirigiendo el patio no gustó y tampoco gustó que Todt dejara a Schumacher como único piloto con opciones despreciando siempre a los Irvine o Barrichelo de turno, condenados a ser meros comparsas del alemán.

La complicidad entre Todt y Schumacher nació ahí, en los años difíciles, y ahí sigue en 2006. Ellos son la vieja escuela y tienen que demostrarlo. No es solamente un choque generacional sino un choque de estilos. Renault es ahora mejor y desde luego lo fue en 2005, cuando solo los McLaren de Montoya y Raikkonen pudieron acercarse en la distancia, pero el juego mental es tan importante como el poder del motor y Schumacher, que barrunta ya la retirada a finales de año, no se viene abajo pese a los veinticinco puntos de desventaja en la clasificación: gana en Indianapolis, gana en Magny Cours, gana en su casa de Hockenheim y, de repente, la ventaja es de solo once puntos, poco más de una carrera cuando quedan seis para el final. No solo eso sino que el dominio de Ferrari es absoluto, copando podios frente a la impotencia de los Renault, cuyos motores empiezan a sufrir. Hay Mundial, desde luego, y todo apunta a que a Alonso se le va a hacer muy largo.

El diluvio húngaro

Antes de la tradicional pausa de vacaciones veraniegas de agosto, el circo llega a Hungría. El circuito de Hungaroring le trae a Alonso buenos recuerdos porque ahí consiguió por sorpresa, con solo veintidós años, su primera victoria en la Fórmula Uno, pero no puede ni sospechar el fin de semana que le espera. Todo el Gran Premio en sí es una locura y a la vez una locura hermosa. La polémica empieza el sábado, cuando tanto Schumacher como Alonso son sancionados en la clasificación por conducción temeraria. El asturiano considera que su maniobra —un enfrentamiento leve aunque innecesario con Robert Doornbos— no es ni mucho menos tan grave como la del alemán —saltarse una bandera roja— y protesta junto a su equipo pero esta vez la FIA no hace caso y manda a Michael al duodécimo lugar de la parrilla y a Alonso al decimoquinto.

En una carrera normal, ninguno de los dos tendría opciones siquiera de llegar al podio, y así lo hace saber Alonso a la prensa con ese tono de resignación y cabreo que le acompañará durante los siguientes diez años; lo que pasa es que aquello no va a ser ni mucho menos una carrera normal, sino una carrera con lluvia, con un auténtico diluvio sobre Hungría que hace que todo cambie a cada segundo. De entrada, Alonso consigue adelantar a nueve pilotos en solo una vuelta y se coloca justo detrás de Schumacher, a quien también supera. El negro se ha convertido en blanco: a las pocas vueltas, el de Renault lidera la carrera con comodidad mientras su máximo rival tiene que cambiar el alerón en boxes y llega a sufrir la humillación de ver cómo el español le dobla.

Todo parece controlado hasta que en la vuelta 51, viendo que está dejando de llover, Alonso para en boxes a repostar y le ponen neumáticos de seco con tan mala suerte que el palier queda mal ajustado y acaba rompiéndose nada más salir de la primera curva. Empieza aquí la leyenda de «el tuercas» de Renault: el coche de Alonso haciendo eses por la carretera, ingobernable, hasta acabar fuera del circuito para algarabía de los muchísimos aficionados de Ferrari.

Y es que, mientras tanto, Schumacher ha ido remontando posiciones hasta colocarse segundo. Su problema, sin embargo, es el contrario: lleva gomas de lluvia cuando los demás están poniendo las de seco. Cada vuelta supone una sangría de segundos que hace que primero le adelante el sorprendente Pedro Martínez de la Rosa y después lo intente Nick Heildfeld. Quizá lo más inteligente sea dejar pasar a su compatriota, con un ritmo muy superior, y conformarse con los cinco puntos del cuarto puesto. Al fin y al cabo quedan tres vueltas para el final y con Alonso retirado, esos puntos valen oro. Como Schumacher no ha ganado siete campeonatos del mundo siendo conservador ni dejando pasar a sus rivales, se empeña en cerrar a Heildfeld hasta que este le arrolla y le acaba echando de la carretera. Solo la posterior descalificación de Kubica hará que el alemán rescate un punto y se quede a diez de Alonso.

En Turquía, siguiente circuito, el español quedaría segundo, una décima de segundo por delante de Schumacher tras una lucha agónica en las últimas vueltas. Emocionante, sí, pero nada comparable a lo que veremos en Italia.

Escándalo en Monza

El duelo ya está en todas las portadas y lleva camino de convertirse en histórico. No se sabe si a la FIA le interesa que Schumacher se retire con un octavo título o si, al contrario, prefiere que Alonso se consolide como sucesor. Lo que nadie espera es la sanción que le cae al asturiano en la clasificación del Gran Premio de Italia, territorio Ferrari. Es ridícula, tan ridícula que el propio Max Mosley, mandamás junto a Bernie Ecclestone de la competición, asegura que él no habría tomado una decisión así.

Repasemos los hechos: Schumacher acaba la tanda en segunda posición, detrás de Raikkönen y Alonso termina quinto, un mal resultado pero mejorable en carrera. De repente, llega la noticia de que los comisarios están investigando a Alonso. Nadie ha visto nada raro así que el estupor es generalizado. Al parecer, Massa se queja de que el español ha reducido la velocidad en la última vuelta y le ha impedido mejorar su tiempo. Massa ha acabado por delante de Alonso en la clasificación y los jueces reconocen que puede que no haya intencionalidad en la maniobra del de Renault… pero pese a todo le sancionan quitándole sus tres mejores tiempos y haciéndole caer al décimo lugar de la parrilla.

El gesto de Alonso dirigiéndose a la grada con las muñecas juntas, como si fuera un prisionero, calienta aún más el ambiente y el resultado de la carrera no hace nada por enfriarlo: Schumacher gana cómodamente y anuncia por la radio de equipo que este va a ser su último año como piloto. Alonso, que ha conseguido remontar hasta el tercer lugar ve cómo su motor revienta a pocas vueltas del final de la carrera. Quedan tres carreras y la ventaja es de solo dos puntos, con Raikkönen, próximo fichaje ya anunciado de Ferrari, como uno de los posibles jueces en pista y la sensación de que su coche se come al de Renault en todos los terrenos. Briatore aparece completamente desencajado tras sus gafas de sol mientras Todt se permite unas lágrimas de emoción, una emoción que crecerá aún más cuando su pupilo gane de nuevo en Shangai y empate en la clasificación del Mundial con Alonso, llegando como primero por número de victorias parciales a Japón, donde, valga el tópico, se jugarán medio título.

El circuito de Suzuka, tradicionalmente uno de los últimos de la temporada, ha visto infinitud de títulos decidirse, destacando los tres que se repartieron Senna y Prost en muy polémicas condiciones entre 1988 y 1990, y el que el propio Senna le ganó a Nigel Mansell en 1991. El de 2006 puede sumarse a la lista: basta con que Schumacher gane —lo ha hecho en las dos últimas carreras— y Alonso no puntúe —algo que ha sucedido dos veces en las últimas cuatro—.

La clasificación dispara el entusiasmo en la bancada italiana. Todo el mundo lleva semanas convencido del triunfo de Schumacher, como una llamada del destino, pese al empeño de Lobato en defender lo contrario. Los Ferrari copan el primer y el segundo lugar de la parrilla, como se viene repitiendo en los últimos grandes premios. Por si eso fuera poco, Alonso solo puede ser quinto a casi un segundo de Massa y a más de medio segundo de Schumacher. Es cierto que, en carrera, Alonso siempre da el doscientos por cien y mejora los resultados a una vuelta, pero la diferencia entre ambos coches parece abismal. Solo un milagro puede hacer que el campeón repita título.

El último duelo entre Michael Schumacher y Fernando Alonso

La salida del Renault es impresionante, como siempre, marca de la casa. Supera a dos pilotos en menos de una vuelta y se coloca justo tras la estela de Ralf Schumacher, el hermanísimo, y los dos Ferrari, que intentan molestarse lo menos posible hasta que en la vuelta número tres, Massa cede el testigo a Michael para que vuele camino al triunfo. La ventaja sube a tres, cuatro, cinco segundos… cuando Alonso adelanta por fin a Ralf y se lanza a por los bólidos rojos. En la primera parada en boxes supera a Massa y ya es segundo, un excelente resultado después de lo vivido el fin de semana, que le dejaría al menos con vida para jugársela definitivamente en Brasil.

Sin embargo, pasan las vueltas y el Ferrari no consigue despegarse. La ventaja se mantiene entre los cuatro y los siete segundos y desde luego la carrera está abierta, tan abierta que ambos coches tienen que luchar al máximo, forzar la maquinaria hasta que Alonso ve un humo blanco delante de él que le ciega por un momento y piensa que ha tenido suerte de esquivar al doblado que ha roto el motor. Solo que el doblado sigue en pista y aún tardará un tiempo en darse cuenta de que quien no está es Michael Schumacher, el mismo que no había roto un motor en carrera desde 2000, seis años antes.

La euforia se desborda en Renault y todos cruzan los dedos para que las vueltas pasen y no haya disgustos. Con calma, Fernando, con calma. No hay que dejar que Massa se acerque pero tampoco nos vamos a dejar el coche en el intento. Así, entre la tensión acumulada, el final se acerca y cuando por fin el comisario baja la bandera de cuadros, todo son gritos y reivindicaciones. «Toma, toma, toma», grita Alonso mientras salta como un canguro en el podio y hace los pajaritos aún subido en el monoplaza. Ser campeón siempre es la leche, pero ser campeón ante el mito, en duelo directo, supera cualquier expectativa.

Schumacher, resignado, da el título por perdido en rueda de prensa. Ha llegado hasta ahí cuando a principios de temporada nadie daba un duro por él. Ha demostrado que en la parrilla había al menos dos campeones, como debe ser: el destronado y el que sigue adelante. Lo de 2005 había sido una pelea injusta, lo de 2006 ha sido un espectáculo que se confirmará en Brasil, con victoria de Felipe Massa ante su público y un segundo puesto de Alonso que confirmaría su bicampeonato.

Es un momento mágico para los dos, emocionante. Alonso elogia la trayectoria de Schumacher y el alemán no duda en señalarle como favorito para el año siguiente, en su nuevo McLaren. Sin embargo, a partir de ese momento, todo serán decepciones y tragedias. Un antes y un después. Alonso se cruzaría con Ron Dennis y un pujante Lewis Hamilton y aquello acabaría como el rosario de la aurora. Su vuelta a Renault le condenaría a dos años de barbecho hasta su llegada precisamente a Ferrari, ya sin Jean Todt, donde conseguiría dos subcampeonatos del mundo, el de 2012 especialmente doloroso, perdido en la última carrera ante el Red Bull de Sebastian Vettel. Ya cansado de las expectativas y los fracasos de Ferrari, decide después de cinco años volver a McLaren, donde, sinceramente, no se esperan grandes cosas.

Schumacher, por su parte, volvería a la Fórmula Uno en 2010, pasados los cuarenta. La elegida fue Mercedes, una escudería en progresión cuyo esplendor se vería cuatro años más tarde, con el título en el campeonato de pilotos y de marcas. En los tres años que pasaría allí, Schumacher solo conseguiría un podio en cincuenta y ocho carreras. Tras retirarse en 2013, sufriría un accidente absurdo esquiando que le tiene aún en recuperación tras varios meses en coma. Él, que se jugó su vida y la de los demás tantas veces a lo largo de más de veinte años, derrotado por la nieve. Queda, siempre, su leyenda. Desde aquel día, no ha habido ni una sola imagen de él. Puede que no la haya nunca.

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