El avión de vuelta de Detroit a Chicago parecía un funeral. Caras largas y cansadas, sensación de impotencia, hartazgo, un nuevo proyecto de los Bulls condenado a irse al garete. Apenas unas horas antes, en el Palacio de Auburn Hills, los Pistons de Isiah Thomas, Dennis Rodman, Bill Laimbeer y compañía se habían impuesto por veintiún puntos de ventaja. Bonita manera de empezar la Navidad, 19 de diciembre de 1990, ya casi 20 a la llegada al aeropuerto O´Hare.
Se suponía que iba a ser la gran temporada de los jóvenes Bulls, después de tres eliminaciones consecutivas contra los «Bad Boys», pero el equipo no acababa de alcanzar el nivel deseado: Scottie Pippen estaba demasiado preocupado por conseguir buenas estadísticas para su renovación, Horace Grant se sentía perdido, incapaz de que nadie le pasara la bola en condiciones, e incluso el entrenador Phil Jackson, el flemático y zen Phil Jackson, temía perder los nervios en cualquier momento.
Michael Jordan, por su parte, había cumplido. Jordan siempre cumplía, claro, pero cumplir no era suficiente según los años avanzaban y se acercaba peligrosamente a los treinta. Siete años viendo cómo su equipo mejoraba «poco a poco», solo que «poco a poco» en el deporte profesional, el de las urgencias constantes, no significaba nada. No para él, al menos. Reclinado en su asiento, decidió echar un vistazo a las estadísticas del partido, buscando cuidadosamente a quién culpar del desastre.
Cuando llegó a Pippen, con su 2/16 en tiros de campo, supo que la caza había terminado. Se volvió a él y le dijo, con su voz grave y cortante: «¿Otro dolor de cabeza, Scottie?».
Si Pippen no hubiera sido Pippen y Jordan no hubiera sido Jordan, aquello habría acabado a puñetazos. Scottie llevaba meses leyendo en la prensa cómo se había borrado del séptimo partido de la final de la Conferencia Este del año anterior, también contra los Pistons, también en Auburn Hills. Los demás recuerdan a un chico joven perdido y desorientado mientras él recuerda una migraña terrible que no le permitía siquiera enfocar entre tanta luz y tanto griterío.
Jackson, por supuesto, oyó el comentario pero no dijo nada. Mejor hacer que decir. Si los chicos iban a seguir echándose las culpas unos a otros sería imposible deshacerse de una vez de los Pistons, cuyo juego se basaba precisamente en eso: desestabilizar al rival de tal manera que la tensión les impidiera desarrollar su baloncesto. En ese sentido, Jordan y Pippen eran con diferencia sus víctimas favoritas. Había que cambiar algo: descargar la frustración directamente contra sus rivales, entrar en su juego, sí, y sin remordimientos.
«Hay que pegar a alguien en el siguiente partido», dijo Jackson a sus asistentes. «Hay que empujarles, dominarles físicamente, aunque eso cueste una expulsión». Los técnicos asintieron en silencio hasta que uno de ellos señaló el problema: «¿Y exactamente cuál de nuestros chicos va a ser el encargado?». Efectivamente, los Bulls eran un equipo rápido, espectacular, talentoso… pero con fama de blando. Aquel verano habían fichado a Cliff Levingston para añadir más carácter y a Levingston aún le dolían los testículos, cortesía de una patada sin balón de Vinnie Johnson.
Si los Bulls iban a seguir dejándose amedrentar o no lo descubriríamos rápido: solo seis días después, la NBA había programado otro partido contra los Pistons para el día de Navidad, esta vez a jugarse en Chicago.
NBA on NBC
Desde que, en 1967, la ABC transmitiera el primer partido de Navidad a nivel nacional, el 25 de diciembre se había convertido para la NBA en algo parecido a lo que el Día de Acción de Gracias suponía para la NFL. Hablamos de unos tiempos en los que el baloncesto apenas podía competir con las otras grandes ligas estadounidenses: béisbol, fútbol americano o incluso hockey sobre hielo.
Conscientes de la oportunidad, el comisionado Larry O´Brien y sobre todo su sucesor David Stern decidieron programar para ese día cinco partidos estelares, uno de los cuales solía ser la repetición de la final del año anterior o el reflejo de una rivalidad que garantizara que los americanos, mientras comían las sobras de Nochebuena, estuviesen pendientes del televisor.
Esta decisión nos había dejado varios momentos inolvidables como los sesenta puntos que Bernard King anotó con los Knicks en 1984, todavía hoy el récord de la franquicia, y aún habría de dejarnos muchos más con el paso de los años: el duelo entre Kobe Bryant y Shaquille O´Neal en 2004 después de que ambos estuvieran a punto de aparecer en las páginas de sucesos por su mala relación, las continuas exhibiciones de Tracy McGrady o la victoria número mil de Phil Jackson, conseguida el 25 de diciembre de 2008 ante los Celtics.
Con todo, probablemente la mejor historia que suele mencionarse sobre un partido de la NBA en el día de Navidad nos lleva a 1986, con los Boston Celtics y los Indiana Pacers como protagonistas. El día antes del partido, el por entonces rookie Chuck Person, apodado «The Rifleman», no tuvo mejor idea que salir a los periódicos a decir que «el Rifle estaba en la ciudad dispuesto a cazar al Pájaro».
«El Pájaro», obviamente, era Larry Bird. Durante el calentamiento, un aparentemente sereno Bird se acercó a uno de los compañeros de Person en los Pacers: «Dile al rookie de mi parte que tengo un regalo de Navidad para él».
El partido se mantuvo igualado hasta que, a falta de pocos minutos para acabar el último cuarto, Bird anotó un triple imposible delante del banquillo de los Pacers que daba una ventaja ya definitiva a los Celtics. En lugar de celebrar, Bird se dio la vuelta, miró a Person, sentado después de un partido horrible, y le gritó cabreado como un mono: «Merry fucking Christmas». El mensaje estaba claro y la frase quedó como un clásico navideño, aunque algo distorsionado por su leyenda… en realidad, que no se entere nadie, aquel partido se disputó un 17 de diciembre.
Volvamos pues a 1990: la NBC acababa de comprar los derechos a nivel nacional y quería a Michael Jordan como reclamo costara lo que costara. Con Larry Bird lesionado de la espalda y los Lakers de Magic Johnson intentando recomponer el equipo sin Kareem Abdul-Jabbar, no había historia en la NBA mejor que la de los Detroit Pistons, con dos campeonatos consecutivos, y los eternos aspirantes, los Chicago Bulls.
Su odio traspasaba con mucho lo deportivo y llegaba a lo personal. No solo era Isiah Thomas, cuya mala relación con Jordan y Pippen le dejaría fuera del «Dream Team» de 1992. Era Bill Laimbeer, era Dennis Rodman, era John Salley, era el bocazas de Mark Aguirre…
El día se acercaba y Jackson seguía buscando al hombre que diera la vuelta a tanto abuso. El hombre que pudiera perder los papeles lleno de rabia y contestar por fin a las provocaciones de los Bad Boys. Cuando lo encontró, supo muy bien cómo encender la mecha.
La gestación de una dinastía
Horace Grant era probablemente el eslabón más débil del equipo en el terreno emocional. Eso sí, en la cancha, su capacidad y su talento estaban fuera de toda duda: pese a unos primeros años complicados porque no parecía tener suficiente fuerza como para jugar de ala-pívot ni suficiente velocidad para hacerlo de alero, Grant había hecho los deberes y se había consolidado como titular indiscutible en uno de los mejores equipos de la liga, con un excelente sentido para el rebote.
Eso no quería decir que todo fuera felicidad: «el chico», como le llamaba Jackson, pensaba que debía recibir más balones y así anotar más puntos. Tantos, al menos, como su hermano gemelo Harvey, que promediaba una veintena como estrella de los Washington Bullets. Aparte de la relevancia en ataque, estaba el problema de su contrato: seguía siendo uno de los jugadores peor pagados de la plantilla junto a su gran amigo y compañero de promoción Scottie Pippen.
Si Pippen se sentía amenazado cara al futuro por el constante interés de los Bulls en Toni Kukoc, Grant se enfrentaba a una amenaza mucho más cercana: el novato Stacey King. King había llegado aquel verano con aureola de estrella y una confianza en sí mismo que no acababa de refrendar en la cancha. Pese a todo, el hecho de que los Bulls le hubieran fichado con una de las elecciones más altas del draft obligaba a Grant a ser cauto, incluso paranoico: ¿Querrán quitarme de en medio para no renovarme y darle mis minutos al chaval?
No era la idea. No hasta el 25 de diciembre de 1990, cuando Phil Jackson, conocedor de la situación, decidió tensar un poco más la cuerda en el momento adecuado: ante los Pistons, en el gran partido de la televisión nacional, el titular no sería Grant sino King. Cuando Grant lo supo, montó en cólera. Una cólera que se mezclaba con la desesperación en una personalidad tan voluble. Desde el banquillo, Horace tuvo que ver cómo los Pistons volvían a dominar a los Bulls a sus anchas: 26-29 en el primer cuarto y 50-55 al descanso.
Aunque Thomas y Dumars eran los encargados de poner los puntos, el daño lo hacían Laimbeer, Edwards y Rodman con sus rebotes. Era el momento de dejarse de pruebas: rompiendo una regla no escrita en la NBA, Jackson decidió cambiar su quinteto inicial para empezar la segunda parte. Un hambriento Horace Grant saldría en lugar del perdido y superado Stacey King.
Aquello fue mano de santo: la defensa de Grant no solo dejó a los Pistons en catorce puntos en todo el tercer cuarto, sino que sus cuatro canastas sin fallo permitieron que lo que era una desventaja de cinco puntos se convirtiera en una ventaja de nueve al final del periodo. Hasta aquí, nada que no hubiéramos visto antes: los Bulls en su campo solían ganar a los Pistons, otra cosa era hacerlo en Auburn Hills, con sus aros torcidos y una serie de estratagemas propias de los míticos Celtics de Red Auerbach.
Algo, sin embargo, parecía diferente esta vez. Algo que indicaba que los tiempos iban a cambiar para siempre: a falta de ocho minutos para el final del partido, con los Bulls doce puntos arriba, Joe Dumars intentó entrar a canasta cuando se encontró a un Horace Grant completamente desquiciado: el de los Bulls no se lo pensó dos veces, le empujó con las dos manos, le tiró al suelo y después se encaró como si quisiera repetirle aquello de «Merry fucking Christmas» a la cara. Después, la tangana habitual y la expulsión de Grant.
Jackson y Jordan sonreían como sonríen los padres orgullosos.
Sí, las cosas habían cambiado y habían cambiado delante de todo el país. Esto no era solo un regalo navideño, era el inicio de una de las dinastías más grandes de la historia del deporte profesional, como se comprobaría en mayo, cuando los Bulls barrieron 4-0 a los Pistons camino del primero de sus seis títulos. Grant conseguiría su contrato millonario, igual que Pippen. Visto lo visto, Kukoc decidió quedarse dos años más en Europa. Pero esa, claro, es otra historia.