Sí, por supuesto, el gol de Tamudo al Barcelona en el minuto 89 de la penúltima jornada y a los pocos segundos el de Van Nistelrooy en Zaragoza que le daba la liga 2006/07 al Real Madrid. Pero detrás de la épica, siempre serio y cabreado menos cuando tocaba irse a un buen restaurante a comer, Fabio Capello. Capello no tanto como técnico ni siquiera como motivador sino como fetiche, el famoso clavo ardiendo al que agarrarse cuando las ligas están perdidas y las plantillas parecen romperse.
Capello en su segunda etapa en el Real Madrid, promesa electoral de Ramón Calderón y Roberto Gómez, que por momentos parecían la misma persona. La primera había durado un año y terminó en un plató de televisión, casi entre lágrimas, con Iñaki Gabilondo sin saber qué hacer al otro lado de la mesa. En medio, la mística del ganador: no solo los años victoriosos en el Milan, que culminaron con la Champions League de 1994 ante el Barcelona de Cruyff y Romario, sino también el scudetto con la Roma, siempre acompañado de Panucci, ese infatigable rematador de saques de esquina.
De Miguel Muñoz se decía que tenía una flor en el culo. Era un comentario que él asumía con su buen carácter habitual pero que no hay que tomarse demasiado en serio: el éxito puntual puede tener un punto de suerte, el éxito continuo debe mezclar esa dosis de suerte con algo de talento. Así era Capello, aunque por supuesto tuvo sus fracasos con el Milan en sus dos etapas, vio como salía de la Roma por la puerta de atrás y no perdió nunca esa facilidad tan italiana de marcharse de los sitios dando portazos.
Suerte, talento y dinero. Los equipos de Capello tenían dinero para jugadores y para árbitros. Al menos a la Juve le sobraba, tanto que a Moggi se le fue la mano y al equipo no solo le quitaron las dos ligas ganadas bajo la dirección de Fabio sino que directamente lo descendieron a la Serie B.
Algunas de sus estrellas, como Del Piero, Buffon o Trezeguet aguantaron el tirón y se quedaron en Turín. Otros, más prácticos, menos sentimentales, huyeron en busca de climas más favorables. Así, Capello, y con Capello su Panucci del siglo XXI, es decir, Emerson, además de Cannavaro, flamante Balón de Oro tras su campeonato del mundo con Italia.
Después de tres temporadas sin ganar la liga y con un dudoso proceso electoral en medio, el Madrid le esperaba con los brazos abiertos, para continuar nueve años después la tarea que él mismo había empezado.
Un inicio anodino
Solo que el Madrid de 2006 era demasiado parecido al de 1996. Un equipo con tres Champions League más pero en un similar estado de agitación constante. Dentro y fuera del campo. Calderón se revolvía contra las presiones del Marca y sus propias amistades peligrosas y en el campo demasiados jugadores a la defensiva, señalados por el dedo acusador de Florentino Pérez desde que dimitiera meses atrás afirmando que «les había mimado demasiado».
Capello, siempre práctico, se dejó de Zidanes y Figos y se encomendó a Diarra, firmando el típico comienzo de temporada tibio pero esperanzador. De Ronaldo no quiso saber nada por su sobrepeso y al brasileño no pareció importarle demasiado: al fin y al cabo él había venido a la vida a jugar y si no era en el Bernabéu sería en otro lado.
Apoyado por la dirección deportiva de Pedja Mijatovic y en plena lucha por la liga con un decadente Barcelona y un pujante Sevilla, Capello decidió relevar al galáctico por excelencia y fichar al adolescente Higuaín como delantero suplente de Van Nistelrooy, a otro adolescente, Gago, para dar descansos a Emerson y al aún más adolescente Marcelo para que fuera aprendiendo un par de cosas de Roberto Carlos.
Por lo demás, los de siempre: Raúl, Casillas, Helguera, Guti… Beckham en pleno ocaso de sus bananas, los restos de Míchel Salgado y más jóvenes suficientemente preparados que habían llegado un año antes o ese mismo verano: Robinho, Sergio Ramos, José Antonio Reyes…
Como carne de traspaso, Julio Baptista, cuya explosión llegaría un año después, a la vuelta de su cesión en el Arsenal; Cicinho, que pese al empeño de la prensa nunca fue Cafú y una buena dosis de canteranos —De la Red, Torres, Miñambres, Borja Valero, el icónico Pavón…— junto a un hombre que luchaba contra su destino y que también acabó haciendo las maletas rumbo a Middlesbrough: Jonathan Woodgate.
Cuando la cosa pareció estancarse, ahí estaba preparado Antonio Cassano, a hincharse a cruasanes en las noches de putas.
Que la cosa podía complicarse se adivinó desde el primer partido de liga, cuando el Madrid empató a cero en casa contra el Villarreal. Todos los tópicos se dispararon, por supuesto, y ahí siguieron, colgando de las portadas hasta que llegó el 2-0 contra el Barcelona, el partido que a la postre sería clave en la liga, con Van Nistelrooy demostrando que seguía siendo el mismo que en Manchester, el que marcaba goles y más goles mientras se las tenía tiesas con Alex Ferguson.
El Barcelona no era el de los dos años anteriores, eso se intuía en la tripita incipiente de Ronaldinho y en sus sorprendentes derrotas en la Supercopa de Europa ante el Sevilla y en el Mundialito de Clubes contra el Internacional de Porto Alegre.
Rijkaard, el cerebro de aquel Milán que Capello disfrutó a la sombra de Sacchi, iba perdiendo jugadores y disciplina. El Madrid no deslumbraba pero aguantaba el ritmo. Si en la jornada seis ya estaba a cinco puntos de los azulgrana, en la trece, vísperas de Navidad, era segundo a un punto del líder.
Y entonces, como diría Bud Spencer, se armó el Belén.
El caos y las pañoladas
El primer aviso se lo llevó el Madrid el 9 de diciembre, cuando el Sevilla remontó con goles de Kanouté y Chevanton el tempranero tanto de Beckham. Aquel era un Sevilla mayúsculo, campeón de la UEFA y capaz de disputar la liga hasta la última jornada, así que perder en el Pizjuán tampoco era un drama.
Lo que nadie se podía imaginar era lo que pasaría dos semanas más tarde, en el partido que probablemente sentenciaría a Ronaldo y que condenaría a unos meses de banquillo a Beckham: el 0-3 en el Bernabéu contra el Recreativo de Huelva. Pañolada a los indolentes jugadores, a un entrenador que parecía de vuelta de todo y al recién estrenado presidente, ansioso por agradar, sin más apoyos mediáticos que los que le ofrecían el As y la SER.
A partir de aquí, las cosas no mejoraron: el Madrid perdió 2-0 en Coruña contra el Deportivo, ya con Gago sustituyendo al lesionado Diarra y con Cassano esperando su oportunidad desde el banquillo. Días después empató a cero contra el Betis en Copa.
El resultado no habría sido tan malo si en la vuelta no hubieran empatado a uno, con Ronaldo camino precisamente de Milán para poner a prueba sus rodillas. Eliminado en Copa por los suplentes de un equipo de mitad de tabla, cuarto en la liga tras tres nuevos pinchazos: derrota en Villarreal, derrota en casa ante el Levante y dos empates a uno ante Atlético de Madrid y Getafe, este último de nuevo en el Bernabéu, al Madrid solo le quedaba la Champions League para calmar los ánimos del público.
Y el sorteo le deparó un enfrentamiento contra el Bayern de Munich en octavos de final.
Lo primero que hay que decir es que aquel Bayern no era el de principios de siglo, con Effenberg en estado de gracia, ni mucho menos era el que arrasara en Europa bajo el mando de Jupp Heynckes y posteriormente, en menor medida, de Pep Guardiola. Era un equipo en transición, como parecía serlo el propio club blanco.
El partido de ida, de hecho, fue un paseo para el Madrid en el Bernabéu: dos goles de Raúl y uno de Van Nistelrooy colocaron a los locales 3-1 en poco más de media hora de juego. Aquello iba camino de la goleada pero se estancó, se estancó, se estancó… y a falta de dos minutos el exbarcelonista Van Bommel marcaba el 3-2 y se liaba a cortes de mangas con jugadores y aficionados.
De estar muertos, los jugadores del Bayern pasaron a sentirse más vivos que nunca. Tanto que dos semanas después, en el Allianz Arena, Makaay tardó diez segundos en poner a su equipo en ventaja, tras un error de bulto de Roberto Carlos que había aprovechado a la perfección el polémico Salihamidzic. En la segunda parte, Lucio marcó el 2-0 y ni siquiera el penalti en las postrimerías que transformó Van Nistelrooy sirvió para nada.
El Madrid se quedaba en octavos de la Champions por segundo año consecutivo, con Emerson lesionado, Torres de central por la ausencia de Cannavaro y el pobre Higuaín de delantero centro fallando todo lo que le llegaba. «Igualín» que Ronaldo, se decía en el vestuario, y el apodo, cómo no, llegó a la prensa.
Tres días después, Capello se jugaba el puesto en el Camp Nou. Nadie dudaba de que aquello no era más que un trámite.
El despropósito de Oleguer, la reivindicación de Guti
Tanta catástrofe continuada hace que muchos analistas recuerden aquel Barcelona-Real Madrid en un contexto muy lejano a la realidad. De entrada, el Barcelona no era ni siquiera el líder, lo era el Sevilla. En el tercer lugar estaba el Valencia, a tres puntos de los de Rijkaard y cuatro de los de Juande y cuarto quedaba el Real Madrid, pero no a siete o a ocho puntos como se ha llegado a leer, sino solo a cinco de su eterno rival.
Tan fuera del club estaba Capello que se desentendió y se limitó a hacer las maletas. Todo su tacticismo, su catenaccio, su orden y seriedad quedaron en un «mirad, haced lo que os dé la gana», una especie de Benito Floro en Lleida pero con la jubilación a la vuelta de la esquina.
Aquel partido fue el reflejo de los defectos de ambos equipos: los dos parecían una banda. Van Nistelrooy adelantó al Madrid en el minuto cuatro pero Messi empató seis minutos después. Al poco de sacar de centro, Guti se metía en el área cuando Oleguer le derribó de manera absurda. Van Nistelrooy adelantaba de nuevo a su equipo de penalti.
Los goles tapaban lo que era un auténtico despropósito: dos equipos incapaces de dar tres pases seguidos y en consecuencia descolocados siempre ante el contraataque rival. Con Messi de estrella invitada a sus diecinueve años, y más empeño que otra cosa, el Barcelona volvía a empatar en la primera parte… pero Oleguer volvía a mostrarse como el mejor jugador rival, haciendo otra falta innecesaria a Guti en el medio del campo que le valdría la segunda amarilla.
Con diez hombres, el Barcelona planteó la segunda parte en términos de supervivencia: que me quede como estoy, que sigo cinco puntos por delante.
El plan pareció irse al garete cuando, tras varias oportunidades, Sergio Ramos adelantaba al Madrid de cabeza en una falta lateral. Solo quedaban veinte minutos de partido pero no iba a quedar así la cosa: de nuevo Messi se echó el equipo a las espaldas para marcar su gol clásico de aquella época, diagonal de derecha a izquierda y zurdazo al palo contrario para batir a Casillas. Empate a tres y euforia en la prensa madridista.
A falta de un plan, buena era la locura y, así, de repente, entre gritos de Tomás Roncero y ouijas con Juanito, el Madrid se desmelenó. Siguió jugando igual de mal pero dejó de mirarse las manos y empezó a convertirse en algo parecido al grupo salvaje que Manuel Jabois retrataría años después en su libro.
La madre de todas las remontadas
El partido inmediatamente posterior al de Barcelona se jugaba en casa contra el Nástic de Tarragona y, quizá como muestra de lo que estaba por venir, Capello probó con un 4-2-4. A Raúl y Van Nistelrooy se les unieron Higuain y Cassano, aunque Cassano, la verdad, duraría poco más, también entre bronca y bronca con el entrenador. Tres victorias consecutivas colocaron al Madrid tercero, a un punto del Sevilla y a dos del Barcelona. Quedaban nueve jornadas para el final y empezaba en Vigo la tradición de los goles agónicos, en este caso de Robinho, en el 83, para poner el 1-2.
La derrota en Santander, con dos penaltis dudosos en contra, pareció volver a tirar a la lona a los blancos, pero aquel sería el último pinchazo de la temporada. De nuevo a cinco puntos del Barcelona y con solo ocho partidos por jugarse, el Madrid decidió vivir en un continuo acto de fe, esa capacidad para creer en uno mismo que, desde fuera, los aficionados a otros equipos tanto admiramos: Capello se limitó a vivir el momento, sin meterse demasiado, algo así como un espectador de lujo entre comida y cena en el Txistu.
Con sesenta años tienes que empezar a valorar la vida
Lo que dejó fue una jauría desatada de animales hambrientos desatados. Sin cabeza, sin concierto y sin nada que perder: al Valencia le ganó en casa con gol de Ramos en el 72, en San Mamés se paseó 1-4 con otros dos tantos de Van Nistelrooy, ya por entonces candidato exprés al «Pichichi»; contra el Sevilla, en el Bernabéu, empezó perdiendo y solo pudo remontar contra diez y con goles en el 77 y el 84, cortesía de Robinho y de nuevo Van Nistelrooy.
Nada comparado con lo que pasó contra el Espanyol la siguiente jornada: los de Tamudo se adelantaron 0-2 y luego 1-3 con triplete de Pandiani. La remontada del Madrid le había dejado a dos puntos del Barcelona, ya instalado en la segunda posición, pero esta derrota era algo así como morir en la orilla.
No iban a permitirlo: a los diez minutos de la segunda parte el encuentro ya iba 3-3… y en el minuto 89, Higuaín en una jugada individual se inventaba el 4-3 para delirio del Bernabéu, camiseta al viento, jugadores abrazándose en el césped y sensación de que nada podía abortar esta misión mientras Capello sonreía satisfecho en el banquillo.
Al día siguiente, el Barcelona empataba en casa ante el Betis, con un gol de Sobis casi en el descuento. Después de todo lo pasado, el Madrid se colocaba líder, empatado a puntos pero con el golaveraje a su favor, por primera vez en toda la temporada.
Quedaban cuatro jornadas: el Madrid viajaba a Huelva y a Zaragoza, recibía al Deportivo y al Mallorca. El Barcelona, por su parte, tenía que jugar en el Calderón y en Tarragona mientras sus rivales en casa no parecían demasiado peligrosos: Getafe y Espanyol.
En la jornada 35, de hecho, todas las miradas estaban en el Atlético de Madrid-Barcelona, donde la liga podía decidirse si los de Rijkaard pinchaban. No fue el caso: 0-6 para los azulgrana y toda la presión para el Real Madrid, que pareció manejarse a gusto en el Colombino: a los 53 minutos, Van Nistelrooy ponía el 0-2 en el marcador.
Una tarde tranquila, por fin, después de tanto desfibrilador. Sin embargo, el equipo desconectó, porque cuando uno se acostumbra a la épica, la rutina pierde todo sentido. En el minuto 73, el Recre marcaba el 1-2 de penalti… y en el 88, Uche empataba el encuentro.
El cazador cazado
Los jugadores parecían hundidos. Tan hundidos que el Recre olió la sangre y se fue directo a por la victoria, a repetir lo que ya había conseguido en el Bernabéu. En una falta lateral, con todo el equipo metido en el área contraria, minuto 91 de partido, Viqueira la pone mal y Ramos despeja hacia adelante, sin mucho orden… pero el balón le llega franco a Higuaín, que hace lo que mejor sabe hacer: correr como un loco sin pensar en nada más.
Higuaín corre y corre y pronto se ve rodeado de cuatro jugadores rivales. Solo Sergio Ramos y Beckham parecen seguir la jugada y, de hecho, tras el enésimo tropiezo del argentino, el balón le cae rebotado al inglés, que intenta poner pausa pero pierde la posesión; un rechace, otro rechace, Gago de delantero centro que la pone a su izquierda, un poco por intuición… y a su izquierda, como un misil, aparece Roberto Carlos para anotar el 2-3.
Ese es el gol que le da la liga al Madrid. Olvídense del resto porque el resto ya formaba parte del destino: el gol de Tamudo en el descuento, el de Van Nistelrooy justo segundos después en Zaragoza, la vuelta de honor de Ramón Calderón con un partido aún por jugarse e incluso la enésima remontada en la última jornada, esta vez contra el Mallorca, gracias a dos goles de Reyes, un héroe improbable.
Se suele decir que esa liga la tiró el Barcelona y puede que fuera verdad. No es normal que con 76 puntos se gane un campeonato y de hecho ni ha vuelto a pasar ni pasará en años. Lo que está claro es que para que alguien pierda una liga, otro tiene que estar pendiente para recogerla. El Madrid sumó 22 de los últimos 24 puntos y culminó la remontada con un equipo lleno de sospechosos: no solo Higuaín y Reyes sino el propio Robinho o Beckham, jugadores que nunca cuajaron entre la prensa ni la afición.
Es lo más parecido a un milagro que se haya podido ver en años y fue un milagro que le quitó la liga a mi equipo y se la dio al rival, pero que visto con casi diez años de distancia no deja de tener un punto hermoso. Las rivalidades mejoran en el medio y largo plazo. Capello, por supuesto, se fue y vino Schuster, un alemán más práctico que ganó su primera liga con una comodidad aplastante y cuando vio que se le escapaba la segunda se suicidó profesionalmente en rueda de prensa. Eran otros tiempos, el inicio de la era Guardiola.
Capello se fue a Inglaterra, no se sabe muy bien a qué, y luego a Rusia. Siempre dio esa sensación de que aquello era una jubilación dorada. Nada de estrés semanal, nada del As y el Marca cuestionando cada cambio. Solo algún aquelarre en las páginas de The Sun pero una vez al mes como mucho. Sus rondas clasificatorias fueron buenas y sus Mundiales, del montón, como era de esperar en estas dos selecciones. No hubo más milagros, pero es que hasta Dios acaba cansándose en algún momento de tantas exigencias.
«Sí, por supuesto, el gol de Van Nistelrooy al Barcelona en el minuto 89 de la penúltima jornada y a los pocos segundos el de Tamudo en Zaragoza que le daba la liga 2006/07 al Real Madrid» Van Nistelrooy al Zaragoza y a los pocos segundos el de Tamudo en Barcelona 😉