Mentalmente llevo unos cuantos días en Semana Santa. Mi cerebro suele actuar así, cuando intuye una libranza. De manera autónoma, se adelanta varias fechas en el calendario y decide que pasa página. Yo me quedo descolgado sin poder remediarlo: físicamente sigo en el día correcto pero mis pensamientos se evaporan hacia el futuro.
Me ocurre también en la antesala de las vacaciones veraniegas. A falta de unas semanas, mi cerebro se lleva la energía. Desfondado, me retuerzo hasta la meta dando lástima. Estoy sin estar, estoy pero me he ido, estoy pero no estoy. Solo soy un cuerpo desvalido.
En este caso, además, para añadir gravilla a mi cabeza, se interrumpe la Liga en Primera estos días. Lo que faltaba. Ahora mismo soy como un bebé al que birlan la rutina de la siesta y atraviesa el resto del día mitad zombi mitad gilipollas. La confusión me atrapa. Cada media hora tengo que mirar en qué día estamos y qué días trabajo o dejo de trabajar en las próximas semanas. Para evitar problemas yo prohibiría el fútbol durante un tiempo.
No puede ser que estemos todo el año a tope de sufrimiento, y en estas semanas de andar despistado se te escapen unos puntos vitales para los objetivos en la Liga, el título en una final de Copa o media eliminatoria europea, sin que te enteres de mucho, con el pensamiento en otra pantalla y falto de tensión competitiva.
Recuerdo mucha Semana Santa con el fútbol a lo lejos, desenfocado, sin ocupar el lugar predilecto y habitual en nuestras vidas. Sobre todo, si nos pillaba en el pueblo, era un domingo de Liga rarísimo. Para empezar, no era un domingo clásico de terminar de comer, sacar las maletas y volver a la ciudad después del fin de semana.
No era un domingo de escuchar en el coche los goles en el Carrusel o en Tablero Deportivo. No era un domingo de llegar a casa con el bajón máximo, ya pensando en el lunes maldito. Era un domingo bonito.
Era un domingo bonito porque no parecía un domingo. El lunes también era festivo, así que no había prisa, no había viaje, no había que pensar en el colegio, no había nada malo en el domingo bonito. Recuerdo en especial dos domingos de esos extraños y bellísimos. Uno jugando a fútbol en el prao, escuchando los partidos de Liga en un transistor que llevó un amigo.
Soy tan viejo que aquel prao es de los que solo ven ahora en las películas los niños, con piedras haciendo de postes en las porterías, con discusiones sobre si había sido gol o «alta», y con agujeros que escondían el cri-cri de los grillos.
En ese prao mandaban la radio y el sonido en morse del gol. Cuando lo escuchábamos parábamos el partido e íbamos corriendo junto al transistor para saber de quién era el gol y todo ese lío. Es la típica estampa que me gustaría ver ahora en una película. En cuanto conocíamos goleador y resultado, volvíamos todos al partido.
El otro domingo que asoma en mi memoria es más íntimo. Me encerré en el coche de mi padre y me sentí muy adulto, escuchando a solas la radio deportiva del domingo. Cada vez que cantaban un gol, activaba los intermitentes del coche.
Me pareció algo adecuado y casi solemne, acorde al momento futbolístico. En un folio, además, iba apuntando todos los goles: el estadio, el partido, el autor, el resultado y el minuto. Cuando acabaron los partidos (supongo que eran los de las cinco), salí del coche y seguí a lo mío, sin más, seguí a lo que sea que siguen los niños.
Recuerdo algo sutilmente bueno de esos domingos. Quizá porque al día siguiente no había colegio, quizá porque estabas a la vez jugando con tus primos y con tus amigos, le dabas la importancia justa al resultado del partido de tu equipo. Obviamente a final de temporada esos puntos valían lo mismo, pero el disgusto, si se daba, era más ligero y menos enfermizo. Este año, si se puede, me pido algo parecido.