Natación

Popov, el ruso que acabó con la hegemonía de Estados Unidos

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Aleksandar Popov (Foto: Cordon Press)

Hay finales que marcan un antes y un después en los reinados deportivos. Una de ellas tuvo lugar en el verano de 1992 en la piscina olímpica de Barcelona. Se disputaban los 50 metros libres de natación y el público esperaba una batalla entre los norteamericanos Tom Jagger y Matt Biondi. El primero tenía el récord del mundo y el segundo el récord olímpico, logrado en Seúl en 1988, donde se adjudicó la medalla de oro.

Ocupaban la calle 3 y la 5, respectivamente. En las rondas preliminares se les había colado un ruso de veinte años, que ya había conseguido el metal áureo en los campeonatos europeos de un año antes, sin embargo, no iban a darle alas a la por entonces ya extinta Unión Soviética. Ambos eran los reyes de la velocidad.

Desde la entrada en el agua, Biondi, con su larga brazada, tomó distancia. Jagger le iba a la zaga y el ruso algo más retirado. Pero a mitad de los 50 metros, de repente, el exsoviético que competía por lo que en ese año se conocía como la Comunidad de Estados Independientes —las células soviéticas habían saltado por los aires en 1990— comenzó a imponer su cuerpo.

Tenía una forma de nadar completamente distinta: no golpeaba el agua sino que se deslizaba sobre ella como si fuera una pista de patinaje. Pese a su aleteo con los pies, no salpicaba. Y es más, parecía que no gastaba ni media caloría. Y así, con ese estilo, ganó dejando el crono en 21,91 segundos, un nuevo récord olímpico y a 10 centésimas del récord mundial. Biondi tocaba la pared segundo y Jagger, tercero. Los reyes norteamericanos habían sido destronados y había un nuevo zar en la piscina: Alexander Popov.

En la prueba de los 100 metros ocurrió algo parecido. Biondi defendía la corona de Seúl por la calle 6 y Popov nadaba por la 4. Los primeros cincuenta metros estuvieron marcados por la superioridad del estadounidense, quien se mantuvo el primero hasta los setenta y cinco metros. A partir de ese momento se desfondó y Popov le superó con facilidad.

De derecha a izquierda: Alexander Popov, Ian Thorpe y Michael Phelps (Foto: Cordon Press)

Era evidente que Biondi ya no era el más rápido de la piscina. Su reinado de los años ochenta había llegado a su fin. Comenzaba una nueva década y una nueva era mundial. La URSS ya no existía, pero en la pileta la antigua Unión Soviética había dado un golpe de autoridad.

Barcelona 92 supuso también el fin de otros nadadores míticos como la norteamericana Janet Evans, que hasta entonces dominaba la prueba de los 400 y los 800 metros libres; o la alemana oriental Kristin Otto, reina de la velocidad. Llegaba una nueva generación alejada del enfrentamiento —guerra fría— entre EE. UU. y la URSS y demás países de la órbita soviética.

Popov y también su compatriota Eugeni Sadovyi, que en Barcelona se impuso en los 200 y los 400 metros libres, pronto se convirtieron en los líderes deportivos del nuevo país ruso. De ese Estado descomunal que se había derrumbado y quería abrirse al nuevo orden mundial capitalista y liberal. Eran jóvenes y además traían frescura a una piscina necesitada de recambios.

El estilo de Popov era la clave. Nunca se había visto a nadie nadar como él, con una elegancia innata, como si hubiera nacido realmente para estar en el agua. De él se decían elogios como los que años después se llevaría Roger Federer en el tenis. No había gestos de furia, no era una brazada escandalosa, sino pura sofisticación.

«Nadie sabía cómo iba a resultar aquello. No solo nuestro destino, sino el destino de todo el país era una incógnita. Para nosotros, representar a nuestro país era un honor, sin importarnos qué tipo de bandera se agitaba», ha afirmado recientemente el ruso en un documental para Eurosport al ser nombrado como uno de los coordinadores de los próximos Juegos Olímpicos de Río de Janeiro.

El nadador había nacido en Ekaterimburgo un 16 de noviembre de 1971, durante la época de Breznev. Empezó a nadar con ocho años por decisión de su padre, ya que al pequeño Alexander le daba miedo el agua. No obstante, pasado aquel temor, no tardaría en despuntar y a los dieciocho años se unió el equipo de Gennadi Touretski que entrenaba en Camberra (Australia).

Touretski fue el preparador que haría de él el rey de la velocidad. Su fórmula mágica era sencilla: la resistencia en la velocidad. De ahí que Popov nunca fuera en cabeza en los primeros metros y atacara al final cuando el resto de nadadores ya se han dejado toda la energía por el camino. Para eso, por supuesto, hacía falta mucho entrenamiento. El nadador siempre lo dijo: era extenuante. Miles de metros al día para apenas veinte segundos en la competición. Años más tarde a Touretski este método también le traería éxitos con otro nadador deslumbrante: el australiano Ian Thorpe.

En los cuatro años que median entre Barcelona 92 y Atlanta 96, Popov no tuvo rivales. Ganó el oro de los 50 y 100 metros  en los europeos de Sheffield y en los mundiales de Roma, donde incluso conseguiría el récord mundial en los 100 metros libres, acabando definitivamente con la leyenda de Matt Biondi.

Estaba en su mejor momento y no se les escapaba a las autoridades rusas, quienes lo nombrarían el mejor deportista del año en 1996, pese a que Popov no solía pisar demasiado el suelo ruso. Se pasaba gran parte de su vida en las piscinas y el mar australiano.

El gran rival: Gary Hall Jr.

Gary Hall disputando los 50 metros estilo libre masculinos en las Olimpiadas de Atenas 2004. *** Local Caption *** hall (gary)
Gary Hall disputando los 50 metros de estilo libre masculinos en las Olimpiadas de Atenas 2004. Fotografía: Cordon Press.

Para los Juegos de 1996, de los que ahora se cumplen veinte años, nacería una rivalidad mítica. El nadador se encontró con un oponente difícil. También era otro norteamericano: Gary Hall Jr. Con él ya se había batido en los mundiales de Roma (y le había ganado), pero Hall llegaba a las olimpiadas como un verdadero torpedo dispuesto a acabar con la hegemonía rusa. Era rubio, tenía veintiún años y era perfectamente WASP. Popov ya competía por Rusia y, frente a la piscina, mientras el estadounidense llevaba su gorro con su nombre impreso, él se limitaba a vestir una camiseta con el nombre de Rusia y sus perennes gafas negras.

Nada de gorro, y tampoco tenía el pelo rapado (como después se haría habitual entre los nadadores). En los 100 metros, poco antes de empezar, Hall dio algunos golpes de boxeo en el aire mientras su padre, Gary Hall Sr., que también había sido nadador, le daba ánimos desde la grada. Popov solo miraba a la piscina. La prueba fue un calco de lo sucedido en Barcelona con Biondi. Hall se impuso sin problemas en los primeros cincuenta metros, pero, a partir de ese momento, Popov no dio tregua y acabó colgándose la medalla de oro.

Lo mismo sucedería en la prueba de 50 metros libres. El norteamericano solo podría resarcirse en los relevos de 4×100, donde EE. UU. batiría a los rusos gracias a la ultravelocidad de Hall en los primeros veinte metros. Sin embargo, Popov había vuelto a demostrar que nadie podía toserle a nivel individual. «Fue muy fácil para mí desde el punto de vista psicológico porque sabía lo que tenía que hacer y estaba seguro de lo que pasaría. Quizás es arrogante, pero sabía el resultado de la final antes de que hubiera empezado», afirmó años después.

Aleksandar Popov (Foto: Cordon Press)

Además, el ruso se convertía así en el primer nadador en ganar las pruebas de 50 y 100 libres en dos juegos olímpicos seguidos después de otro mito americano: Johnny Weissmuller, Tarzán.

Apuñalamiento y declive

Las cosas se pusieron feas a finales de agosto de aquel año. El nadador ruso fue apuñalado en el abdomen por un vendedor de melones en Moscú. Se produjo una pelea callejera y Popov se llevó la peor parte: el cuchillo cortó una arteria y rozó la pleura. Su pronóstico fue muy grave desde el principio y los médicos temieron por su vida. Las autoridades rusas entraron en cólera. El primer ministro, Víktor Chernomirdin, señaló que se perseguiría hasta el final a los culpables. Popov no era solo un nadador, era un héroe nacional.

Por suerte, el deportista mejoró y se curó de las heridas. «Me sentí seguro y tranquilo en manos de los médicos que realizaron la operación. Me dijeron que todo había salido bien… Comprendí que la única manera de volver a hacer una vida normal era regresar a la piscina. Y como la historia demuestra, pude hacerlo», manifestó tiempo más tarde.

Para 1997 ya estaba de nuevo en el agua defendiendo su trono, sin embargo, empezaba una era en la que dejaría de ser imbatible. En los europeos de Sevilla no tuvo ningún problema en los 50 y los 100 libres, pero en los Mundiales de Perth de 1998, donde no participaba Gary Hall al hallarse suspendido por consumo de marihuana, sí le venció el norteamericano Bill Pilczuk  en los 50 metros.

El USA Today tituló aquello como «El descalabro de la década», y los comentaristas no dudaron en señalar que después de varios años EE. UU. ganaba a Popov. Cierto que había conseguido superar al polaco-australiano Michael Klim (Australia era toda una máquina en crear nadadores) en el que estaba siendo su mejor año deportivo, pero el zar había sufrido su primera derrota y ya nada volvería a ser igual.

Como curiosidad deportiva: aquellos mundiales vieron por primera vez a un chaval de quince años que revolucionaría la natación: Ian Thorpe y sus bañadores de cuerpo entero. Como curiosidad política: Vladimir Putin estaba a punto de convertirse en presidente de Rusia por primera vez. El mundo Popov, sin tecnología punta, parecía llegar a su fin.

Pieter van den Hoogenband of the Netherlands practises at the National Aquatics Centre, also known as the Water Cube, ahead of the swimming competition at the Beijing 2008 Olympic Games August 4, 2008. REUTERS/Jason Reed (CHINA)
Pieter van den Hoogenband practica en el Water Cube en las Olimpiadas de Pekín, 2008. Fotografía: Cordon Press.

En los Juegos Olímpicos de Sydney de 2000 aparecería quien sería su bestia negra: el holandés Pieter Van den Hoogenband. Popov le había conseguido ganar en 1998, pero no pudo hacer nada ni en los 50 ni en los  100 contra un chaval siete años menor y que se había sumado a la moda de los nuevos bañadores largos y con menor resistencia al agua que sus viejos slips textiles.

La semifinal de los 100 metros ya anunciaba lo que podía suceder: Van den Hoogenband se impuso a todos su rivales sacándoles un cuerpo y estableciendo un récord mundial: los brutales 47,84 segundos, que acababan con el récord que hasta entonces tenía Popov. La final fue casi un paseo para él. El ruso dio la batalla y acabó segundo, pero el holandés era algo de otro planeta. Ni siquiera hubo que mirar la foto finish. La final de los 50 metros libres constataría el final de la hegemonía del nadador ruso: quedó sexto.

Desde aquel momento, la carrera de Popov entraría en horas bajas. El mundo de la natación también estaba cambiando. La tecnología había entrado como una bala y proponía nuevos bañadores y gorros. Y todavía no habían llegado los bañadores completos de poliuretano, que serían prohibidos en 2010.

Desde el principio, el nadador se opondría a esta vestimenta «mágica»: «Ya entonces creía, y lo sigo creyendo, que lo importante en la natación es la condición física de los deportistas y su talento, y que las tecnologías no influyen. Luché en contra de eso hasta los últimos días de mi carrera», ha reconocido. En aquellos primeros años de los 2000, sin embargo, estas piezas textiles todavía no estaban en el debate.

El círculo perfecto

Tras fracasar en varios campeonatos, tuvo una última aparición estelar en los mundiales de Barcelona de 2003. Fue un cierre perfecto. Volver al lugar en el que todo había empezado. En los 50 metros libres competía de nuevo con Van den Hoogenband. No dio tregua. Fue el primero desde el inicio de la carrera y el primero en tocar la pared.

El holandés fue relegado a la tercera plaza como si sus días de gloria ya hubieran pasado. La gesta fue repetida en los 100 metros, donde el «viejo» Popov, de treinta y dos años, se mostró como un caníbal frente al holandés y el joven Ian Thorpe, que sería tercero. Los tiempos podían haber cambiado, la tecnología se había implementado, pero quedaba el talento. El último chispazo de genialidad.

Aleksandar Popov (Foto: Cordon Press)

Quiso volver en los Juegos de Atenas en 2004, pero para entonces la piscina ya estaba fuera de sus dominios. Eran los tiempos de Thorpe y de un chico norteamericano llamado Michael Phelps. Popov tampoco podía competir ya con Gary Hall (este esta vez sí conseguiría ganar en los 50 metros libres) ni con Van den Hoogenband.

Solo quedaba retirarse y dejar que pasaran como una exhalación esos nuevos bañadores y las cabezas rapadas de los nadadores. Sin embargo, de Popov, que había sido el gran zar, que había puesto a Rusia en el pódium tras la caída de la URSS, que en todo momento intentó que sobresaliera el talento y el esfuerzo frente a cualquier atajo tecnológico, siempre nos iba a quedar algo: su técnica, su estilo de sirena, la dulzura de su brazada, su capacidad para abrazar el agua como si estuviera amándola.

Mucho tiempo después dijo que si empezara de nuevo no volvería a nadar, pero es algo casi imposible: el agua también se había enamorado de él para destronar a los norteamericanos, unos amantes demasiado caprichosos.

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