Andy Schleck (Ciudad de Luxemburgo, 1985), aspecto de Tintín lorenés, anunció su retirada del ciclismo sin ocultar la enorme decepción de una carrera deportiva agotada antes de tiempo. Dejar la élite con veintinueve años no es frecuente en casi ningún deporte y mucho menos en una disciplina que suele ofrecer a los treintañeros el mejor punto de maduración y rendimiento. Ni siquiera la precocidad de Andy (ya era subcampeón de Giro y Tour con apenas veinticuatro años, allá por 2009) hace su carrera dilatada en modo alguno. Desaparecido de la vanguardia desde 2011, congelado el palmarés, su anuncio ha sido la crónica de una muerte anunciada hace demasiado.
Sobre la mesa de dicha rueda de prensa, visiblemente desangelada y a la que el propio corredor llegó más de media hora tarde, tres cosas sobrevolaban de forma implícita o explícita. Uno, su rodilla, motivo oficial de su retirada; como cuenta David Vilares en este magnífico texto, al parecer ya casi sin cartílago.
Dos, su desigual trayectoria, que lo hizo un ciclista de extraños claroscuros, discutibles compañías y ocaso prematuro. Y tres, la vitola cruel de segundón que, al modo de un ligero Jan Ullrich, le acompañó tantas veces en su carrera por varios segundos puestos y la ausencia de grandes victorias. Como el alemán, Andy solo ganó un Tour de Francia (2010), pero el corredor de Luxemburgo lo tuvo que hacer en los despachos, más de un año y medio después de la finalización de la prueba, por la descalificación por dopaje de Alberto Contador.
A la pregunta de si se sentía ganador de ese Tour, la respuesta de Andy es clara: «No». Y añadía por entonces: «Saldré en el libro de oro como ganador del año 2010, pero solo si consigo ganar este año [2012] me consideraré el vencedor». No lo hizo. Ni siquiera llegó a disputar la carrera por culpa de una caída en el Dauphiné y una fractura del hueso sacro. A partir de entonces, multitud de abandonos, muchas ausencias y ni una sola prueba entre los veinte mejores hasta la retirada, a excepción de los modestos campeonatos de su país.
Izoard y el reloj
Es complejo emitir un juicio sobre un corredor top con solo cinco años pujantes (2007-2011), dos descorazonadores (2012 y 2013) y uno residual (2014). Es difícil etiquetar a un hombre de fama frágil, entorno siniestro (Riis, Bruyneel, Andersen), extraño carisma evanescente y ciclismo efímero de grandes tardes. La del Izoard y Galibier fue la mejor de todas, como sobra incluso señalar. En poquísimos casos puede usarse con solvencia el tópico del ciclismo antiguo que, de repente, tan añorado, vuelve.
Andy Schleck fue hombre de al menos dos Tours como Ocaña fue hombre de tres, si se puede sostener tal cosa. Diversas circunstancias alejaron al corredor luxemburgués de su objetivo por escaso margen. En 2011, por empezar por el final, reventó la carrera al modo del ciclismo de tubulares al pecho.
En la penúltima etapa de montaña arrancó cuesta arriba a más de sesenta kilómetros de meta sin que, primero, nadie se decidiera a seguirle y, segundo, nadie entendiera muy bien qué estaba pasando. Fue un movimiento iconoclasta. Lo siguiente fue Andy en la cima del Izoard con más dos minutos de ventaja sobre el grupo de los mejores y después en la meta del altísimo Galibier (2 642 metros) siendo capaz de mantener dicha renta, siempre en solitario con el sol a la espalda. Solo Cadel Evans terminó por emplear todas sus fuerzas en perseguirle sin pedir relevos, para taponar una hemorragia que comprometía un Tour que el australiano tenía ganado a los puntos.
La aritmética de la carrera señalaba a Evans como hombre fuerte de la general teniendo en cuenta la contrarreloj larga de cuarenta y cinco kilómetros, en Grenoble, que aguardaba antes de los Campos Elíseos. Ese fue el cálculo que hicieron todos y ese fue también el cálculo de Andy, que no dudó, en su condición de rodador más débil, en jugarse el todo por el todo en la montaña.
El maillot amarillo premió su valentía pero a la postre fue completamente incapaz (cedió dos minutos y medio en total) de mantener contra el reloj su corta ventaja de cincuenta y siete segundos. Acabó, en fin, perdiendo un Tour accesible (similar al de Carlos Sastre en 2008; con Voeckler de líder casi hasta el final como medida de calidad) por ser, solamente, un escalador notable (alto) sin desempeño rodador.
El otro Tour de Andy, el de 2010, tuvo en el reloj, sin embargo, uno de sus mejores momentos personales. Contador y Schleck decidieron en dicha especialidad una edición realmente reñida hasta el final, uno de amarillo, el otro de blanco. En Pauillac, Andy sembró el pánico y la sorpresa al paso de los primeros parciales cronometrados, pues la ventaja raquítica de ocho segundos del español, bastante más especialista, no aumentaba sino que menguaba peligrosamente.
En el ecuador de la etapa el luxemburgués llegó a ser líder virtual según la referencia GPS, pero todo quedó en un susto para el madrileño, que, empujado por el viento y la distancia, terminó aventajando a su rival en treinta y un segundos. En el podio de meta, Contador era un guiñapo de nervios, lágrimas y alivio.
Ceder solamente medio minuto en cincuenta kilómetros de esfuerzo plano era una sonora declaración de intenciones del pequeño de los Schleck. Las crónicas fueron unánimes al señalar a Andy como rival de Contador durante años. Nada de eso le consoló.
Los treinta y nueve segundos con los que perdió el Tour eran, precisa y exactamente, los treinta y nueve segundos perdidos el día del Port de Balès, cuando un problema con su cadena le hizo perder un tiempo precioso contra un Contador que sacó provecho y luego pidió perdón. Muchos meses después, clembuterol mediante, el Tour de 2010 se convirtió en un Tour de asterisco. Para el pequeño de los Schleck fue una recompensa testimonial sin relación alguna con la carretera.
El juicio del Tour
Como tantos de su generación, la talla de Andy Schleck se mide probablemente según el patrón de la gran carrera francesa. Así lo dicta su palmarés y así lo dictan sus ambiciones, siempre centradas en la Grande Boucle a excepción de sus brillantes participaciones en las clásicas de las Ardenas (una Lieja-Bastogne-Lieja, media Flecha Valona) o su amargo quinto puesto (luego cuarto tras la descalificación de Rebellin por su positivo por CERA) en los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, puñetazo al manillar incluido, donde llegó al sprint con los mejores y no consiguió medalla.
Contra Samuel Sánchez lograría, precisamente, una particular revancha y su primera victoria de etapa en el Tour, en una estupenda llegada a Avoriaz en 2010 contra el corredor del Euskaltel con el resto de favoritos pisándoles los talones. Poco más puede apreciarse en el historial de un ciclista fiado, por suerte o por desgracia, a la gloria rigurosa del Tour de Francia.
Como un cruel epitafio a su carrera, Andy no dudaba en reconocer que «todo el mundo sabe que mi punto débil es la contrarreloj», al principio de un documental personal que la televisión danesa emitió antes del crucial Tour 2011. Al punto, Andy comparte el sino amargo de los escaladores a los que faltó aprender a marchar también sobre terreno tendido. Sin dicha habilidad ganar una gran vuelta es doblemente difícil.
Resulta, en fin, la figura de un corredor de brillo intenso pero escaso recorrido, con un palmarés mellado y un buen número de seguidores enganchados a su estela de piernas curvas y pedaleo principesco. En la hora de su despedida planearon sobre él todos los asuntos que adornan su carrera, como la influencia de su hermano Frank, mayor que él, protector y menos talentoso, cliente demostrado de Eufemiano Fuentes y positivo por un diurético en el Tour 2012. O la fama inveterada de Andy como niño acomodado sin capacidad de sacrificio suficiente para el ciclismo. «Me gustaría ser como Bach o Beethoven», declaró una vez sin empacho.
En otro guiño irónico de la vida, como cuenta Pablo de la Calle, el hijo de Fran Contador, hermanísimo y mánager de Alberto, se llama Andy. Las carreras del pinteño y el luxemburgués están en efecto unidas por un peculiar hilo conector, cosa que siempre han reconocido públicamente con cierto afecto. Pero el caso del pequeño Schleck concentra muchas más incógnitas y amarguras. En el Tour, su carrera fetiche, está concentrado el relato de su fugaz trayectoria.
Schleck tuvo un error impropio siquiera de cadetes en Balès. Intentar cambiar de plato cuando vas de pie sobre los pedales es arriesgarse a lo que le pasó.