Nunca hubo un tiempo en el que más se notara la ruptura de lo nuevo con lo viejo como los años de llegada del expresionismo a Alemania. El arte y la cultura, en lugar de ser una comparsa, un acompañamiento del curso que toma la sociedad eran verdaderos protagonistas. La revolución pudo ser artística, pero reflejaba que estaba naciendo un nuevo ser humano, un proceso que no pudo resultar más traumático.
Sin embargo, pese a la magnitud de palabras como revolución y el paisaje emocional que transmite la Alemania de principios del siglo XX, el expresionismo tuvo ojos para algo a priori banal, que también se encontraba en los albores de ese nuevo ser humano: el deporte.
Ciclistas, porteros de fútbol, boxeadores musculosos y otros atletas fueron una obsesión para los pintores. El académico británico Andreas Kramer estudió el fenómeno en Sport in Expressionist Art, y explica que el expresionismo no buscaba simplemente representar la realidad; quería transformarla. Paul Klee, una de sus voces más influyentes, proclamó que «el arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible». Este es el principio que guía las obras de Lyonel Feininger, Max Pechstein y Heinrich Richter-Berlin, artistas que encontraron en el deporte moderno una fuente de inspiración para explorar los límites del cuerpo y la máquina, del individuo y la colectividad, además de para reflexionar sobre los negros nubarrones que amenazaban la placidez decimonónica.
Feininger, por ejemplo, en su obra Das Radrennen (1912), retrata una carrera ciclista como un torbellino de movimiento y geometría. Influenciado por el cubismo y el futurismo, utiliza formas diagonales y colores antinaturalistas para capturar no solo la velocidad, sino también la fusión del hombre con la máquina. En sus ciclistas, encorvados y casi indistinguibles de sus bicicletas, vemos el sueño moderno de la eficiencia, pero también una sombra de alienación.
En los lienzos de Feininger coincidían formas geométricas, los colores antinaturalistas y las ideas radicales. En este, concretamente, se planteó la posibilidad de representar la velocidad de la carrera, pero a la vez le interesaba denunciar a un hombre que se hace uno con la máquina y se deshumaniza, la más viva imagen de la modernidad. Son los primeros pasos de la fantasía y la neurosis del ciborg, que hoy cada vez cobra más importancia con la llegada del transhumanismo.
La bicicleta en la obra de Feininger no es solo un vehículo; es una extensión del cuerpo humano, una herramienta que amplifica la fuerza, la velocidad y la resistencia. En Das Radrennen, los ciclistas están encorvados sobre sus manillares, sus cuerpos casi fusionados con las máquinas que los impulsan hacia adelante. El uso de formas geométricas y colores intensos enfatiza esta conexión, las bicicletas están tan vivas como los hombres que las montan.
La tecnología ya estaba transformando completamente la vida humana. La pregunta era si había que entender esos cambios con optimismo o con la preocupación pertinente de que el hombre pasase a depender de las máquinas. Hoy ya no queda atisbo de duda a esa cuestión, pero hay que pasar en todo lo que ocurrió desde 1912.
El ser humano sufrió una guerra de carácter industrial dos años después de pintarse ese cuadro, fue arrojado al campo de batalla a soportar bajo tierra una producción inagotable de proyectiles. Dos décadas después llegó el exterminio industrializado y, en lo sucesivo, las innumerables guerras por petróleo, el alimento de los coches, una máquina que, como esa bicicleta, se hacía uno con el hombre. Feininger no se equivocó en ver a esa bicicleta como un símbolo de una futura esclavitud tecnológica.
En el cuadro, el pintor utiliza una composición diagonal para sugerir la velocidad y el impulso de los ciclistas. Las líneas repetitivas y los colores vibrantes crean un ritmo visual que imita el flujo constante de una carrera. Los ciclistas no son retratados como individuos, sino como una masa colectiva que se mueve al unísono para enfatizar la naturaleza competitiva y casi anónima del deporte moderno, una concepción lúdica sobre la que ya habían saltado las alarmas en la Inglaterra victoriana.
Para comprender Das Radrennen, es crucial situarlo en el contexto de la vida y la época de Feininger. Nacido en Nueva York en 1871, Feininger se trasladó a Alemania en su juventud para estudiar arte. Durante años, trabajó como caricaturista y dibujante para revistas y periódicos. Su estilo más característico combinaba el humor con una observación aguda y sutil de lo que le rodeaba. De hecho, era un gran aficionado la ciclismo, pero no un competidor.
Esta pintura fue una de las primeras de Feininger exhibidas públicamente en un contexto expresionista. En 1913, fue parte de la Erster Deutscher Herbstsalon, una exposición revolucionaria organizada por Herwarth Walden en la galería Der Sturm de Berlín, un acto que marcó un antes y un después en la historia del arte alemán y del mundo.
Y mientras Feininger trabajaba con colores vibrantes, Heinrich Richter-Berlin prefería el contraste crudo del blanco y negro. En su xilografía Der Torsteher (1912), retrata a un portero de fútbol en un momento de máxima tensión, saltando para atrapar un balón. Aquí, las líneas angulares y los cuerpos alargados recuerdan a las figuras mitológicas, lo que nos viene a decir que el portero es más que un hombre: es un Icaro moderno, atrapado entre la gloria y el desastre.
La técnica de la xilografía, impresión con plancha de madera, era muy frecuente. Para los expresionistas, suponía una forma visceral y directa de transmitir emociones intensas. Richter-Berlin, al igual que otros artistas de la época, imprimía sus propios grabados, estaba en contra técnicas mecanizadas y reivindicaba el control personal de la obra de arte, además de una conexión íntima con el material.
El tema que eligió Richter-Berlin representaba la gran pasión de la sociedad alemana en ese momento: El fútbol. Como disciplina, había sufrido el rechazo de los que defendían los deportes procedentes de la tradición alemana, como el Turnen, una especie de ejercicios gimnásticos, pero el deporte rey pasó por encima del nacionalismo y sedujo a las masas germanas.
Por eso, en Der Torsteher, el portero no es solo un jugador; es un símbolo. Richter-Berlin utiliza contrastes de luz y sombra para resaltar esta acción. El portero, con su brazo alzado, parece emerger de la oscuridad hacia la luz, como si su esfuerzo representara un acto de revelación o transformación. Este uso del contraste es típico del expresionismo, que a menudo empleaba el claroscuro para evocar emociones intensas.
El balón, aunque pequeño en comparación con los jugadores, ocupa un lugar prominente en la composición. Flota en el aire, inmóvil pero cargado de potencial, simbolizando el momento suspendido entre la acción y la resolución. Este enfoque en el balón y el portero subraya el drama inherente al deporte, donde un solo instante puede determinar el resultado.
Al contrario que Feininger, Richter-Berlin podía estar viendo que el deporte podía ser el último reducto del ser humano auténtico en una sociedad mecanizada y alienante. Su portero es algo más que un jugador, es un híbrido de hombre y bestia, una figura que conecta el presente con un pasado mítico. Representa la resistencia de lo ancestral, de la vitalidad original, frente al oscuro mundo de las máquinas y la vida urbana que le caía encima al siglo XX.
Siguiendo esta línea, Max Pechstein, en su gouache Boxer im Ring (1910), retrata un combate en un cabaret, rodeado de luces brillantes y espectadores emocionados. Aquí, el boxeo, ante los ojos del pintor, se convierte en un espectáculo de fuerza y resistencia, pero también en un recordatorio de nuestra conexión con los rituales ancestrales. De que seguimos siendo bestias, como si la sociedad industrial no fuera de por sí ya bastante bestia.
A principios del siglo XX, el boxeo no era un deporte generalizado ni institucionalizado en Alemania. Aún bajo la prohibición oficial de combates públicos, esta práctica se refugiaba en espacios alternativos como cabarets, y circos. Allí, los encuentros eran tanto un acto deportivo como un espectáculo de feria. Los boxeadores compartían el escenario con acróbatas, malabaristas y otros artistas de variedades. Esta atmósfera de diversión popular impregnaba el boxeo de un carácter exótico y casi transgresor, lo que lo hacía especialmente atractivo para los expresionistas.
En Boxer im Ring, Pechstein, probablemente inspirado por su asistencia a uno de estos espectáculos de cabaret, captura ese morbo en torno a la figura casi prohibida del boxeador. La obra, ejecutada en gouache, utiliza colores brillantes y formas simplificadas para transmitir la intensidad del momento. Aunque los detalles anatómicos son mínimos, la energía de los boxeadores es palpable, como si estuvieran suspendidos en el clímax de su lucha. Además, la obra está pintada en el reverso de una postal. Un detalle que subraya su carácter espontáneo y efímero, un rasgo típico de las obras expresionistas.
Los boxeadores en Boxer im Ring son figuras casi abstractas, representadas con líneas gruesas y colores planos que enfatizan su energía y movimiento. No son individuos, sino arquetipos, cuerpos que expresan fuerza, agilidad y resistencia. Este tratamiento del cuerpo refleja el interés de Pechstein en las culturas no occidentales, particularmente en las formas de expresión corporal que consideraba más auténticas y conectadas con la naturaleza. Como miembro del grupo Die Brücke, Pechstein compartía con otros expresionistas un deseo de escapar de las restricciones de la sociedad moderna y encontrar inspiración en lo que veían como formas de vida más puras y vitales.
Para Pechstein, el boxeo no era solo un deporte; era un ritual. En Boxer im Ring, los boxeadores se convierten en gladiadores modernos. No solo luchan entre sí, sino que también se enfrentan a las fuerzas de la modernidad que los rodean. El ring, con sus límites definidos, se transforma en un espacio sagrado, un escenario donde los participantes ponen a prueba su fuerza física y su voluntad al margen de los artificiosos nuevos convencionalismos sociales.
Hermann Haller, por otro lado, llevó esta exploración un paso más allá con sus esculturas del boxeador Jack Johnson, el primer campeón mundial afroamericano de peso pesado. En piezas como Jack Johnson in Boxerstellung (1915), Haller combinaba la tradición clásica de la escultura en bronce con un enfoque expresionista, para crear que son a la vez monumentales, pero dinámicas. Johnson, representado como un luchador descansando, aunque lleno de energía contenida, encarnaba la vitalidad y el conflicto que obsesionaba a todos estos artistas.
Johnson, el primer afroamericano campeón mundial de peso pesado, no solo era un fenómeno deportivo, sino también una figura que desafiaba las normas sociales y raciales de su época. Para Haller, Johnson era un sujeto ideal: su cuerpo, moldeado por años de combate, representaba el poder y la vitalidad que los expresionistas buscaban capturar, mientras que su estatus como una figura transgresora añadía una capa de complejidad simbólica.
Además, usaba bronce, un material asociado históricamente con la durabilidad y la eternidad, que convierte el cuerpo de Johnson en un icono que trasciende el tiempo. Las esculturas de Haller reflejaban una fascinación expresionista por el primitivismo, una corriente que buscaba en las culturas no occidentales una pureza y vitalidad que la modernidad parecía haber perdido.
No solo la pintura y la escultura encontraron en el deporte una fuente de inspiración. El cine expresionista, con su capacidad para combinar imagen, música y movimiento, también abrazó esta temática. En la película Von morgens bis mitternachts (1920), dirigida por Karlheinz Martin, una escena de ciclismo indoor sirve como metáfora de la vida moderna. Los ciclistas, reducidos a líneas abstractas, giran en círculos interminables mientras el público se entrega a una euforia pasajera. Aquí, el deporte no es solo un espectáculo, sino una crítica incisiva a la alienación y los derroteros que iba tomando la sociedad industrial que, hoy, cuando empiezan a ser dramáticas sus consecuencias sobre el planeta, han cobrado un papel mucho más trágico del que pudieron imaginar estos bohemios pintores alemanes.