El punk llegó a Yugoslavia inmediatamente después de su nacimiento en Nueva York y Londres. En diciembre de 1978 salió el primer single en Eslovenia. En la cara B, Pankrti cantaban «Ljubliana je bulana», una letra sobre el coñazo que era capital norteña. Aburrida y monótona, decadente. Tras la caída del comunismo, Liubliana dejó de ser decadente, pero de la monotonía no la ha librado nadie.
Es pequeña y centroeuropea, con todo lo que esto supone. Está muy lejos de la agitación entre Estambul y las capitales mediterráneas de la sureña Belgrado y ser un punto neurálgico cultural como Berlín queda demasiado lejos. A cambio, se pueden divisar las montañas sin salir de la urbe. Contemplarlas en todo su esplendor tomando café podríamos decir que es la forma de vida local asentada desde hace décadas.
Por eso, la entrega al deporte de los eslovenos toma matices de inevitabilidad. Con cierta licencia poética, cuenta Clayton Geoffreys en su biografía de Luka Dončić que el invierno es tan gris y melancólico que los niños sueñan desde muy pequeños con futuros brillantes. Tim Cato, del New York Times, explicaba que el país tiene una relación neurótica con su pequeñez.
En las calles de la capital, se presume de que se pueden visitar las playas y la montaña el mismo día, y decía que la población era tan consciente de la poca influencia que tenía su país que se unen como un solo hombre en torno a los deportistas que triunfan en el mundo y recuerdan en otros lugares que Eslovenia existe.
Ambos fenómenos, el ansia de trascender cuatro calles encajonadas entre montañas, y la pasión y reconocimiento a los que lo logran, podríamos decir que potencian esos grandes deportistas con una determinación única.
El citado Dončić, cuando dentro de unas décadas se tome un café en esas calles, que a las cuatro de la tarde ya están desiertas hasta el día siguiente, con compatriotas como Tadej Pogačar o Jan Oblak estará hablando con ex deportistas que si no fueron los mejores del mundo en lo suyo, estuvieron sin ningún género de dudas en la elite mundial. Ya incluso en los tiempos de Yugoslavia, Eslovenia aportaba uno o dos jugadores a los combinados nacionales. A veces, estas proporciones eran políticas, desde arriba se ordenaba a los seleccionadores a llevar un número similar de serbios y croatas y a alguno del resto de repúblicas.
Durante décadas, la fuerza laboral eslovena procedía del sur. Había un chiste en Yugoslavia que lo explicaba perfectamente: «¿Qué hace un bosnio en Eslovenia? Buscar trabajo ¿Y qué hace un esloveno en Bosnia? Buscar a su padre?». La familia Dončić tiene sus orígenes en Biča, son serbokosovares. Su padre, Saša nació en Eslovenia y destacó en el baloncesto, sin embargo, no llegó a triunfar. Fichó por el Estrella Roja de Belgrado, pero no pudo hacerse con un hueco en un equipo en el que, en aquel entonces, había una competencia durísima.
Siguió en clubes modestos, fue a Francia, pero todo eso es menos importantes que lo que hizo después. Como él mismo ha explicado en entrevistas, «En la vida hay altibajos», fue camarero, tuvo que coger un taxi para sobrevivir. Cuando Luka Dončić acababa de llegar a Madrid, su padre todavía estaba al volante.
Geofrreys cree que la gran carrera baloncestística de Saša no fue la suya, sino la que diseñó para su hijo. Aunque Saša no tuviera una carrera fulgurante, fue recordado por tender al espectáculo más que a la especulación sobre el parqué.
Era un alero de dos metros, gran pasador y amigo de las jugadas imposibles. Sus acciones no llegaron ni a la NBC ni a la ABC estadounidenses, pero en la grada tenían a un fan entregado. Era el pequeño Luka, un niño que estaba fascinado con lo que hacía su padre y lo absorbía como una esponja. Hablan los cronistas de su infancia de que ahí hubo ya una marca diferencial.
Los niños de esa edad en los 2000 estaban entregados a los videojuegos o andaban liándola por los parques, pero no era normal tanta papitis, Luka pasaba su tiempo libre en la grada de pabellones, sentado, suspirando por el juego de su padre. El éxtasis llegaba en los descansos, cuando intentaba colarse en el terreno de juego para marcarse unos lanzamientos.
Ese crío, antes de aprender a hablar con fluidez, ya estaba jugando al baloncesto con su padre. Los más aventurados sostienen que a los siete meses de edad ya se acercaba al balón de baloncesto. Puede que tras ver a su padre jugar cuando solo tenía tres meses. Con un año de edad, ya lanzaba a una canasta de juguete que tenía en casa.
El bebé respiraba baloncesto en casa y lo reproducía inconscientemente. Estuvo todos esos primeros años imitando los movimientos de su padre, las conversaciones a su alrededor iban sobre baloncesto. La madre, Mirjam Poterbin, de profesión modelo y bailarina, recuerda, y no es un chiste, que antes de aprender a decir «mamá», el bebé llamado Luka dijo «balón».
No obstante, no todo fue impregnación. Saša, cuando ya le estaba enseñando formalmente a jugar, si bien disfrutaba desarrollando la creatividad de su hijo, también le inculcó disciplina. No dio puntada sin hilo, aunque Saša pasara por el taxi, era entrenador.
Ya en manos de otros preparadores, Luka, en las categorías formativas, progresaba como un cohete. Su juego exigía a velocidades inauditas medirse cada vez con niños más mayores. Se dice que Saša proyectó en su hijo todo lo que no llegó a ser él, pero no lo hizo desde la frustración, sino desde la inteligencia. Del que ha aprendido de los errores que pudiera haber cometido, porque indudablemente talento tenía.
Su problema fue la indisciplina y las salidas nocturnas fuera del horario. Nunca pudo librarse de ese «punto negro», pero aprendió. Hoy el baloncesto ha cambiado y llegó a ser consciente rápido de que, en el siglo XXI, para que un niño llegase, el talento había pasado de importar un 50% en los años 80 y 90 a ser solo un 10%. Todo lo demás estaba en la capacidad de sacrificio y las renuncias.
Esas claves pudieron ser cruciales cuando Luka se enfrentaba al peor enemigo posible en una situación como la suya: las expectativas. Primero, por destacar; segundo, por quién era su padre. Era hijo de quien era y eso lo sabían sus compañeros de clase y sus primeros rivales. Estar a la altura era un peso. Y no solo se trataba de la rama sanguínea, era también ahijado de Rašo Nesterović, exjugador de la NBA y campeón con los San Antonio Spurs. Otro esloveno de nacimiento, pero hijo de serbios, algo parecido a la situación Luka.
Un espejo en el que mirarse, y vaya si lo hizo. No es que Luka estuviera a la altura de lo que se esperaba, es que lo estuvo demasiado. Cuenta su biógrafo que los entrenadores no lo valoraban ni por su altura, normal, ni por su velocidad, sino por lo más difícil: entender el juego. Lo hacía «como un hombre de cuarenta años que venía ya de jugar mil partidos». Era «un cerebro curtido para el baloncesto en un cuerpo infantil».
Aun así, no todos compartían la misma opinión. Edis Mahmutović, que jugó contra él cuando solo era un niño una cancha callejera de Liubliana, dice que nunca olvidará la primera vez que jugó contra él. «Era más pequeño que ahora, pero tenía los pies grandes (…) era muy inexperto, no era rápido, era corpulento, nunca jamás pensé que ese hizo lo iba a lograr». Jugaron un primer partido y Luka falló todo lo que tiró. No dejó, como explica Edis, ninguna impresión perdurable. Pero luego echaron un segundo y… «empezó a tirar triples y acertó todos los tiros, todos los putos tiros». Eso no se le olvidó en la vida. Lo que vino después, con su carrera profesional, tampoco. Edis se quedó en semiprofesional.
Curiosamente, al niño tampoco le faltaba mal gusto. Sus jugadores favoritos entonces eran gente como Goran Dragić, compañero de vestuario de su padre y también hijo de un serbio, y sobre todo una estrella como Vasileios Spanoulis. Le consideraba un modelo a seguir. Le flipaba su trayectoria en la EuroLeague. De hecho, más adelante, llegó a usar el número 7 en honor del griego mientras jugó en Europa.
La primera firma de importancia que plasmó en un papel fue en 2007. Se incorporó al KK Olimpija, lo más top de Eslovenia. Iba a tener acceso a uno de los mejores programas de formación juvenil. A cambio, un crío de apenas ocho años iba a sufrir un aislamiento y una dedicación y deberes que no siempre son lo más adecuado ni lo que se desea a esa edad. Para complicar aún más las cosas, sus padres se divorciaron un año después.
Quizá estos fueron los años más duros de su vida. Su madre se hizo con la custodia y no fue fácil para ella encontrarse a su hijo llorando a la vuelta de los entrenamientos, frustrado, machacado. Un entrenador le recordó a su biógrafo: «Cuando Luka estaba en la cancha, nadie pensaba que tenía ocho años». Sus entrenadores de esa etapa, como Jernej Smolnikar, recuerdan que era imposible despegarlo de las canchas. Cuando le daban descanso de un día, el niño lograba convencer a sus padres para volver al pabellón al día siguiente y seguir jugando.
Pronto le subieron de nivel. Luego otra vez, luego otra más. No en varios años, sino en varias semanas. Acabó jugando con niños de once años cuando él tenía ocho. «Llegó al Olimpija y al día siguiente ya estaba entrenando con niños tres o cuatro años mayores», recuerda Grega Brezovec. A lo que añade Smolnikar: «Era el bebé del equipo, pero en la cancha se negaba a que lo trataran de esa manera».
El Luka jugador podía medirse a ellos, el Luka persona quería jugar con niños de su edad. Pero todo aquello fue clave. Su potencial estaba en la cabeza y enfrentándose a rivales de más tamaño y fuerza, e incluso destreza, eso fue lo que más desarrolló. La inteligencia. Además, con esas características destilaba personalidad: «Era un imán para los demás niños, había algo especial en él», dice otro entrenador.
Ese estilo cerebral y técnico que le ha hecho triunfar en la NBA se pulió ahí. Otro entrenador, Lojze Šiško, recuerda: «Todos los movimientos que veo en los resúmenes de la NBA ya los vi en Liubliana». Es más, algunos formadores, como Rado Trifunovič, llegan al extremo de considerar que Luka les enseñó más a ellos que ellos a Luka: «No hay posibilidad alguna de que un entrenador pueda decir que le enseñó a Luka a hacer esto o a hacer esto otro».
Esa inercia nunca cambió. A los 13 años fichó por el Real Madrid, fue el jugador más joven que había incorporado el club hasta ese momento. La había liado muy parda metiendo 54 puntos en un partido sub-13 del Olimpija contra el Lazio de Roma. Eso estaba lleno de ojeadores y tardaron solo cinco meses en conseguir su firma. A su padre le convenció la calidad de las instalaciones donde se iba a alojar en Madrid, una residencia de estudiantes, que los niños fuesen uniformados y que aquello era «una especie de prisión abierta». Tuvo un buen presentimiento. De nuevo, Saša enmendó los errores de juventud de Saša en su hijo Luka.
Es algo que el padre reconoce abiertamente: «Yo no tuve esa oportunidad, de que alguien con experiencia me dijera qué estaba mal y cómo hacerlo de manera diferente. Una persona inteligente aprende de los errores ajenos; una tonta, de los propios. Eso se lo dije a Luka: ‘Tú aprende de mis errores, no de los tuyos’. Esa fue también una experiencia que viví, y por eso quise encontrar el entorno adecuado para él y asegurarme de que este camino lo llevara a donde debía ir».
Tan joven, tampoco lo tuvo fácil en la capital de España. En esa residencia, llena de jóvenes deportistas, al principio, se comunicaba con gestos y miradas. Las reglas que imponía el Real Madrid eran estrictas. Detalles como nada de gorras puestas en el comedor y puntualidad rigurosa en toda. Una vez Luka se quedó dormido y se comió el banquillo en el siguiente partido. Nunca volvió a pasarle. En el Real Madrid recuerdan que con aquel castigo «le quitaron lo que más amaba».
Tuvo que aprender español mientras jugaba, pero nada más llegar dejó una huella indeleble en Vitoria. Jugó la Minicopa, un torneo para que circulen los talentos jóvenes, y metió 25 puntos en la final contra el Barcelona, además de llevarse el MVP. En el club blanco tomaron nota enseguida de lo que tenían ahí.
Aunque no era de acero. Muchas veces se quebró, quería volver a casa, a la seguridad de esas montañas que arropan una ciudad en la que la palabra compatriota se confunde con vecino y conocidos debido al tamaño del país. Es ahí cuando su madre le machacó con una frase: «No te rindas». Ahora la lleva tatuada «No desistas, no te rindas».
Los resultados son por todos conocidos. De todas las lecciones que aprendió en su niñez, le faltaba una: saber estar lejos de casa, saber estar solo y empezar de cero, sin amigos, sin referencias. Superó la prueba. La mano de Saša ya había moldeado a Luka.
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