Juegos Olímpicos

Ben Johnson «gana» la carrera del siglo

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Después de ganar cuatro medallas de oro en Los Ángeles, Carl Lewis empezó a ser comparado con Jesse Owens. Imagínenlo por un momento: el chico acababa de cumplir 23 años y la comparación ya le remitía al atleta más grande de todos los tiempos. ¿Qué más le quedaba por hacer aparte de reprimir ataques de angustia? Lewis era el más rápido y el que más lejos saltaba. Su única pelea era con la Historia: incapaz de superar el 8,90 de Bob Beamon en longitud o el 9,93 de Calvin Smith en los 100 metros, Lewis entró en una especie de frustración malhumorada con declaraciones algo arrogantes.

Sus rivales le tenían unas ganas enormes. Entre ellos, Ben Johnson; canadiense de adopción, hipermusculado, silencioso y que en la final de Los Ángeles había quedado tercero, es decir, medalla de bronce. Su trabajo de gimnasio frente al talento puro y estilizado de Lewis.

Johnson empezó a mejorar resultados conforme aumentaba su perímetro. Dominó los mítines de 1985 y 1986 mientras Lewis acusaba distintas lesiones y llegó al Mundial de 1987 en Roma como favorito, siempre con el permiso del americano, especialmente preparado para la ocasión. Todo hacía indicar que Lewis estaba convencido de que ganaría. Completamente convencido. Pocas veces se ha visto a dos competidores anticipar tanto su victoria como Johnson y Lewis aquellos días, sin rastro de duda ni de prepotencia, pura convicción.

Los dos llegaron, obviamente, a la final: Johnson ganó el oro y Lewis la plata. Lo que es más humillante: Johnson pulverizó, con 9.83, el record que Lewis llevaba cinco años intentando superar.

El americano no tuvo un buen perder pero nadie lo esperaba: acusó a Johnson veladamente de dopaje y se resarció ganando la longitud y los relevos. Su preparación para los Juegos Olímpicos de Seúl fue casi obsesiva, de competir contra las imágenes en blanco y negro había pasado a competir contra una bala roja que empezaba a hacerle la vida imposible. Los Juegos eran el escenario por excelencia de la magnificencia atlética y, un año después, Lewis volvía a estar convencido de que la victoria sería suya.

Ganó varios mítines de verano y anunció, solemnemente: «Ben Johnson nunca volverá a ganarme».

Aquello no estaba tan claro: Johnson pasó un 1988 complicado, con operaciones y lesiones, pero llegó a la final de los 100 metros con los músculos intactos, por la calle seis, lejos de los registros de Lewis en las distintas eliminatorias. Aquello era un duelo deportivo y estético. No hay rivalidad sin estética y no me refiero solo al deporte: Johnson era fuerte, explosivo, ganaba metros con facilidad en la salida apurando el tiempo de reacción y se mostraba desafiante con la mirada pero silencioso con las palabras.

Lewis, por el contrario, era alto, esbelto, perfilado, ni un músculo de más ni de menos. Su salida era mejorable pero una vez enderezado el cuerpo, en plena aceleración, podía remontar cualquier desventaja. Su apodo lo decía todo: “El hijo del viento”, una de esas hipérboles tan estadounidenses. Las cámaras y los micrófonos le adoraban.

Llegamos al gran día: 24 de septiembre de 1988, estadio olímpico de Seúl. Las cámaras se fijan solo en estos dos hombres, ambos convencidos de que van a ganar. Aquí no hay estrategias ni juego mental. Esto no es Ali contra Foreman ni Seúl se parece en nada a Zaire. Los dos creen que son los mejores y que lo van a demostrar y que el mundo entero, tanto los partidarios como los detractores, tendrán que asimilarlo.

La tensión se respira ya en las imágenes mientras los ocho velocistas esperan en posición de salida, el peso apoyado en las manos y los pies para impulsarse cuanto antes y tomar la primera ventaja…

La salida de Johnson es buena pero no impresionante. Las calles 1 y 2 se le adelantan en los primeros 20 metros, Lewis se queda atrás, como siempre, pero a una distancia casi inapreciable. Cuando los ocho competidores se yerguen, Johnson tira de torso y adelanta a todos. A media carrera la ventaja es más que considerable. Lewis se da cuenta y acelera, como siempre, desde la calle 3, al lado de Linford Christie. Su tirón es potente y le sirve para ponerse en segunda posición pero Johnson no para, Johnson sigue hacia adelante, la potencia personificada, barrilete cósmico en busca del oro definitivo.

A los 80 metros, el comentarista estadounidense ya sabe quién va a ganar. Sabe que Lewis no va a alcanzar a su némesis y se va a tener que conformar con la plata. Lo que no sabe es que, en un gesto desafiante, Johnson se dejaría llevar en los últimos metros, echaría una miradita condescendiente a su izquierda y entraría en la meta con el dedo levantado consciente de que esa sería la imagen con la que le recordarían las generaciones posteriores.

Pese a tanta parafernalia, el canadiense bate su propio record del mundo: 9.79

Aquella fue la gran carrera de Seúl 88. Un antes y un después, aunque fueran unos excelentes Juegos, los primeros en los que estadounidenses y soviéticos competían a la vez desde Montreal 1976. Lewis masculló la derrota y se dedicó a lo suyo: ganó la longitud y perdió incomprensiblemente en los 200 metros ante su compatriota De Loach. De repente, una mañana, nos despertamos con la noticia de la gran trampa.

Mi recuerdo, con once años, legañas en los ojos para ir al colegio, es el de Johnson rodeado de prensa y agentes de seguridad, como un preso, asegurando que él jamás se había dopado y que estaba dispuesto a llegar donde fuera para demostrar su inocencia. Lo del doping lo teníamos reciente: Perico Delgado las había pasado canutas por el probenecid en el Tour de ese mismo año. Aún nos creíamos las mentiras.

El contraanálisis volvió a dar positivo. Johnson no solo no llegó a ningún lado para probar ninguna inocencia sino que confesó que llevaba años tomando esteroides para ganar potencia y aceptó la renuncia a todos sus títulos y a todas sus marcas a cambio de una sanción más amable.

Esa sanción fue la que le dio el oro a Carl Lewis, un hombre no exento de problemas farmacéuticos. Irónicamente, le regaló también el record del mundo. Lewis había acabado aquella carrera de Seúl en 9.92, una décima menos que Smith.

Nunca quedar segundo en una «carrera del siglo» dio tantos dividendos.

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