Natural de Split, fan de AC/DC, y uno de los mejores jugadores europeos de la historia, Dino Radja se retiró del baloncesto hace poco más de dos décadas, en 2003, tras pasar por la NBA y equipos temidos como el Panathinaikos y el Olympiakos de aquellos tiempos. Recientemente, ha dado una entrevista en la Radio Nacional de Croacia y en el Foro Democrático Serbio para contar todas las historias tangenciales que tuvo una carrera como la suya, centrándose más en lo personal y las vivencias que en el relato exclusivamente deportivo.
Como tantos otros jugadores yugoslavos, Radja siempre ha destacado que se crió en la calle y que todo lo aprendió al aire libre. Es algo en lo que insisten todos los miembros de su generación, como Rebraca cuando fue entrevistado por Jot Down Sport. Radja se queja de que ahora sus hijos no saben desenvolverse fuera de la habitación: «La mitad de los niños de hoy no saben trepar a un árbol».
Al periodista Ludovit Grguric Grga, le cuenta también que el consejo de su madre fue fundamental, aparte del barrio. Le dijo: «Mira cómo has crecido, deberías jugar al baloncesto». Algo que si no hizo fue porque le echó para atrás su timidez, una barrera que tuvo que superar en su infancia. Sin embargo, luego hubo una fuerza mayor que le empujó a dedicarse al basket, se entrenaba en un gimnasio con calefacción. Era la única forma que tenían de escapar del frío. «Para mí era un privilegio», confiesa.
Originalmente, Dino Radja quería ser profesor de historia. Puede, recuerda, que porque su profesor de primaria de esa materia fuese Stane Krstulović, un futbolista legendario del Hajduk Split. Pero la familia le sugirió que se dedicase a algo relacionado con la mecánica. Su padre era camionero y su madre cajera, eran una familia de clase trabajadora y le vieron más futuro si estudiaba para electricista de automóviles.
Pese a su timidez, tuvo que desarrollar fortaleza mental, algo que en Split es crucial para tener éxito. De hecho, fue así, reuniendo un grupo de jóvenes tenaces, como logró que su primer equipo, la Jugoplastika, se convirtiera en el club más intratable de la Copa de Europa: «Lo que hicimos en la Jugoplastika fue increíble, un equipo de jóvenes derrotando a todos los gigantes europeos».
Cuando cayó la primera, recuerda «creo que todos los ciudadanos de Split mayores de un año y con movilidad estaban en la calle esa noche». Aunque ellos ni siquiera eran conscientes de lo que habían logrado: «Yo era solo un niño y al ganar ese título lo único que pensé fue que esa podría ser mi vida, vivir del baloncesto, hasta entonces no había sido más que un hobby».
El único problema fue que salió tarifando de Split. Le seleccionaron en el draft de 1989 para jugar con Boston Celtics. Sin embargo, no le permitieron marchar: «Firmé un contrato con Boston, pero en Split no estaba de acuerdo y me demandaron, tuvimos que resolverlo en los tribunales».
Quizá fue mejor. Antes de ir a la NBA, este problema le obligó a jugar en Italia, en el Virtus Roma. Croacia en esos años estaba en guerra y dar el salto tan pronto igual hubiese sido precipitado: «Italia me ayudó a madurar, era la primera vez que estaba solo en una gran ciudad y tuve que enfrentarme a muchos retos, pero eso me hizo más fuerte». Además, cuando le dijo a su padre el dinero que iba a ganar, sencillamente, el hombre no podría ni creérselo.
En Boston, el schock inicial fue el esperado: «La NBA era mucho más rápida que el baloncesto europeo, después de cada partido me sentía como si hubiera estado en el gimnasio y en la cancha a la vez». Rápidamente se dio cuenta de que los jugadores europeos eran demasiado «blandos» para el estilo de juego de Estados Unidos, mucho más físico. Y eso mismo era lo que pensaban allí de ellos: «En la NBA no nos respetaban al principio, nos veían como jugadores débiles, pero con el tiempo me gané su respeto». Su primera temporada con los Celtics tuvo que superar este estigma.
Uno de los días clave que recuerda para ganarse el respeto de la afición fue un partido contra los New York Knicks, en el que inicialmente remontaron, con un papel imponente de Radja, aunque al final perdieron el encuentro. La afición le valoró y a parir de ese día pudo escuchar cánticos en su honor: «Era contra los Knicks, un gran rival, perdíamos por quince puntos y, cuando entré, logramos acercarnos al marcador. En ese momento, desde la grada empezaron a cantar ‘Dino, Dino’, eso nunca había pasado con un novato europeo».
Con los técnicos fue similar. Allí le entrenaron Chris Ford y ML Carr, con quienes tuvo una relación compleja, por describirla de algún modo. En una ocasión, Ford se pasó criticándole y Radja le lanzó una muñequera: «Sabía que no había hecho nada mal, así que cuando ya se puso a gritarme, exploté». No obstante, al contrario de lo que suele ocurrir, ese incidente sirvió para que hubiera un punto de inflexión con el cuerpo técnico y, a partir de entonces, le dieron más minutos y responsabilidad. Estados Unidos es país donde la personalidad también se valora en gestos así, en lugar de castigarlos jerárquicamente.
Sin embargo, acabó exhausto de la gran cantidad de partidos que tiene el calendario de la NBA: «Se juega tanto que a veces se pierde la percepción de la importancia que puede tener cada partido, al final, para ellos, todos los partidos acaban siendo iguales». En contraste, recuerda, en Europa cada partido era todo un acontecimiento, mientras que en la NBA «se diluye» por el ritmo frenético: «Jugabas mal, te criticaban un poco, pero en ese mismo artículo ya estaban hablando del partido del día siguiente».
Además, no existía la tensión competitiva tampoco en la grada. Dino Radja no entendía cómo, tras perder un partido por treinta puntos, los aficionados, al salir del estadio, te podían decir «good game!»: «Para ellos todo era un espectáculo». Sin embargo, Radja procedía, explica, de un lugar donde la victoria se disfrutaban con pasión y las derrotas significaban dolor. A pesar de esto, en Estados Unidos, no se entregó al hedonismo: «Nunca he salido de fiesta mientras jugaba, ni en Roma ni en Estados Unidos».
Puede que por esa determinación y compromiso, acabara reconocido en el Salón de la fama del baloncesto en 2018. No se lo esperaba, «pensaba que estaban de coña», pero cuando le llamaron no le quedó más remedio que creerles, «ni siquiera sabía que estaba en alguna terna». Pero, siguiendo su línea, no lo considera tanto un éxito individual, como un reconocimiento al baloncesto europeo en general. Comparte el honor con Petrovic y Kukoc: «No es solo un reconocimiento a mí, como un reconocimiento a todos los que formaron parte de mi camino (…) tuve la suerte de haber nacido en el momento adecuado rodeado de las personas correctas».
Su otra gran etapa fue, de nuevo en Europa, en el pujante baloncesto griego del cambio de siglo. Recaló en Panathinaikos, tuvo un paso por el KK Zadar que no olvida: «podría haber jugado por cinco veces más dinero, pero nada podrá reemplazar jamás las amistades que hice en Zadar, una ciudad que vive para el baloncesto». Para, finalmente, irse al máximo rival griego, Olympiacos. Igualmente, en Grecia tuvo otro romance con la cultura local: «Amo ese país, amo Atenas, su carácter y su sentido del humor son muy parecidos a los nuestros, los de los dálmatas. Aman el deporte y les encanta bromear. No hubo ningún problema con mi fichaje por Olympiakos y me sigo sintiendo bienvenido en Grecia».
En la entrevista en Radio Nacional, dice que si tiene que destacar a un rival, ese fue Saquille O’Neal: «Era como empujar una pared de ladrillos; cada vez que me enfrentaba a él tenía que ser más rápido, porque físicamente no podía igualarlo». Eso sí, de esos duelos recuerda que si para algo le sirvieron fue para mejorar su propio juego. Cree que al final de su estancia en la NBA logró ser alguien respetado, pero le costó no poco trabajo.
Esa es su filosofía, que encaja con los fundamentos de la escuela yugoslava de la que salió como jugador. Todo estaba basado en el trabajo, en trabajar una y otra vez sobre los mismos conceptos y vuelta a empezar: «El éxito es el número de veces que repitas algo, todo lo demás es mentira. Si alguien entrena más, será mejor». La ética de trabajo, dice, es fundamental para alcanzar cualquier meta en todos los órdenes de la vida. Es algo que le inculca a sus hijos. Esforzarse y repetirlo, una y otra vez.
Añade que si un entrenador le exige a un jugador diez repeticiones, el verdadero deportista hará once, y no por el entrenador, sino por sí mismo. Enseñar la autodisciplina considera que es fundamental: «Siempre he preferido a un jugador que sea trabajador, aunque no tenga tanto talento, que a un jugador con talento que no trabaje».
«Al final del día el espejo no miente», sentencia, «ahí es donde se ven los frutos del esfuerzo». La autodisciplina es fundamental, opina, y agradece que el deporte le haya aportado valores como la constancia y el esfuerzo que le han sido tan útiles: «Nunca me he considerado mejor que un conductor de autobús». Ahora, no concibe momento más feliz en su vida como cuando se le acercó su hijo recientemente y le dijo: «Papá, cada día me doy más cuenta de que todo lo que nos has dicho es verdad».