El paseo se convirtió en una carrera. Íbamos borrachos como cubas pero conocíamos perfectamente nuestro deber: a las 04.06 de la madrugada empezaba la carrera de 100 metros mariposa, la que daría la séptima medalla de oro a Michael Phelps si todo iba bien, y no podíamos perdérnosla. Nuestro cuerpo tenía el horario de Pekín. Cinco días antes, la hazaña estuvo a punto de truncarse ante el relevo francés pero Jason Lezak le remontó un cuerpo de ventaja en la última posta a Alain Bernard, recordman mundial en ese momento, y le dijo a Phelps con una mirada eufórica: «Aquí la tienes, ahora te toca a ti».
Y sí, le tocaba a él y todos éramos sus fanáticos. Fanáticos borrachos ya con un principio de resaca: días alocados en Barcelona, anocheceres en fiestas de barrio y amaneceres imprevistos, carreras de ciclismo en pista y finales surrealistas de competiciones de vela. Iba con un amigo, tan forofo del deporte como yo y con una tendencia parecida a perder los papeles por las noches: dormíamos poco y a horas improbables, nuestros planes los fijaba la guía del Marca.
Ahora estábamos en la Diagonal, subiendo hacia nuestro hotel en L’Illa, el mismo donde, una mañana, entre ojo abierto y ojo cerrado, descubrimos que en nuestro ascensor estaban Piqué y Eto’o y decidimos seguir hablando de la noche anterior como quien comparte viaje con la vecina del cuarto. El tiempo se nos venía encima. De Francesc Macià arriba no nos quedó más remedio que recurrir al sprint: 04.02, 04.03…
Estamos hablando de una carrera, los 100 metros mariposa, que dura menos de un minuto. Una carrera histórica —ya nos habíamos tragado las otras seis— que no pensábamos ver en diferido, con el resultado ya en el teletexto. De ninguna manera. Llegamos derrapando a la habitación, pasamos la tarjeta por el pomo de la puerta y nada más entrar, mi amigo se lanzó sobre el mando y encendió la tele: justo en ese momento daban la salida a la carrera.
Phelps tuvo un comienzo penoso. Llevaba casi una semana peleándose con la historia y no es que no estuviera acostumbrado: ya en Atenas se llevó 6 medallas de oro y 2 de bronce, como quien no quiere la cosa. Allí le ganó Ian Crocker, aquí la amenaza era serbia y se llamaba Miroslav Cavic, que se lanzó como un poseso a la piscina castigando inmenso al agua en cada brazada. Un oro siempre es un oro, pero este oro sería además para Cavic la oportunidad de aparecer para siempre en todas las repeticiones, año tras año tras año.
El hombre que se convirtió en kriptonita.
Volvamos a la piscina: al paso por los primeros 50, Phelps es séptimo. No parece dar para más. La distancia de Cavic es sideral para una prueba tan corta. El serbio sigue apretando y detrás, el estadounidense gana puestos poco a poco. Pareciera, dentro del aturdimiento de una noche confusa, que incluso recorta la diferencia. A media piscina, apenas está unos centímetros por detrás y en progresión agónica. No le da tiempo para la remontada, no le puede dar tiempo.
El espacio se contrae, el tiempo se dilata… El chapoteo indica la proximidad, calle contra calle, imposible distinguirles. Llegan a las boyas rojas casi empatados, Cavic aún con una cierta ventaja… mientras el serbio estira el cuerpo para la llegada, Phelps decide dar media brazada más, desde la nada, un recurso desesperado para intentar lograr lo que no podría esperar cuatro años más.
No es suficiente. Ha ganado Cavic. Mi amigo y yo nos miramos, desconcertados. Los dos tenemos la misma impresión. No nos hace falta ver la repetición de la cámara subacuática para sentir el abismo de la decepción. Al instante, sobreimpresionados, aparecen los puestos: primero, calle 5, Michael Phelps. Segundo, calle 4, Miroslav Cavic. No lo podemos creer. El estadounidense, tampoco. Pese a todo, celebra.
Al poco rato, la televisión muestra la clasificación entera por tiempos, que confirma lo adelantado: primero, récord olímpico, 50.58 segundos, Phelps. Segundo, 50.59, Cavic… pero la foto es la foto, y Cavic toca primero. El comité serbio protesta, es lo mínimo que puede hacer. Los jueces explican: la natación tiene algo de atletismo, es decir, no gana el que primero llega sino el que primero llega de manera completa, con fuerza. Igual que adelantar la cabeza no sirve de nada en una llegada de los 100 metros porque lo que cuenta son los hombros y el pecho, alargar la punta de los dedos no sirve en natación porque la placa hay que tocarla con decisión, no acariciarla como si fuera tu novia.
La media brazada que se inventó Phelps le dio su séptimo oro. Al día siguiente, sus compañeros de relevos en estilos le regalaron el octavo. No se lo pierdan: 100 y 200 metros mariposa, 200 metros libres, 200 y 400 metros estilos y los tres relevos. Catorce medallas de oro en total en dos Juegos Olímpicos, más de veinte títulos mundiales en todo tipo de disciplinas: luchando contra Crocker, contra Peirsol, contra Thorpe, contra Van den Hoogenbad…
Al año siguiente repitió la machada. A mi juicio —aquel Mundial me pilló relativamente sereno y a una hora decente— incluso la superó. En Roma, pleno auge del «dopaje tecnológico» de los bañadores luego prohibidos, se anuncia su declinar: después de una sanción incomprensible por fumarse un porro y dejarse fotografiar —Phelps, por entonces, tenía 24 años—, pierde su primera carrera de 200 libres desde Atenas 2004 y afronta otra vez los 100 mariposa como tercera baza ante el duelo Cavic-Rafa Muñoz.
Tercera baza, decían. La primera piscina la pasa en quinto lugar y a falta de quince metros ya está por delante de sus dos competidores. Gana. No solo gana, bate el record del mundo. Con su bañador de toda la vida. Ni siquiera enloquece, se limita a cumplir los trámites de los saludos y las condolencias. Hay más orgullo que rabia en ese hombre que, ahora sí, levanta el dedo índice, el de los campeones. Michael Phelps vuelve a ser el mejor, casi con un punto de saña. El mejor deportista no del año, no de la década… de todos los tiempos.
Una precisión: En Atenas Phelps ganó los 100 mariposa por delante de Crocker (a quien cedió el privilegio de nadar la final del 4×100 estilos). Sus dos bronces fueron el 4×100 libre y el 200 libre, en la para mí mejor carrera de la historia, detrás de Ian Thorpe y Pieter van den Hoogenband.