Hay obras encantadoras que nunca verán la luz. Una de ellas podría recoger las incontables y machaconas discusiones entre dos hermanos de California, lúcidos y protestones, hijos de un asalariado del baloncesto amateur, porfiando en llevar la razón con el enfermizo ahínco de Vincent y Jules en Pulp Fiction, en poner a su madre de los nervios, en tomar la delantera en la profesión que había sido el sustento del hogar y hasta en reprimir declararse a la cara un amor verdadero.
Que dos hermanos anden en casa como el perro y el gato es cosa normal. Pero al salir a ganarse el pan esta rivalidad no terminó de apagarse. Y como el éxito no se repartió por igual, uno acabó encarnando el papel de triunfador y el otro, de segundón. El primero se lo quedó Jeff y el segundo Stan, el mayor. Era como si la vida repitiera el guion familiar y siguiera consintiendo todos los favores al pequeño, astuto, ácido y molesto como una mosca, consumiendo a Stan mucha energía por esquivar la punzante de su hermano, que se le adelantaba en todo.
Fue en octavo grado durante una liguilla de verano cuando Jeff se incorporó por primera vez al equipo en el que jugaba su hermano mayor. Hasta entonces nunca habían coincidido juntos en un partido. Stan era el jugador más importante del instituto, el único espacio que no conspiraba contra su estima. Y Jeff, poco más que un enclenque, malo como el demonio, al que bastaba soplar para derribarlo.
Casi ni había empezado el partido cuando algo disgustó a Jeff, disparando una retahíla de reproches a su hermano sin el menor pudor, como si estuvieran en la sala de casa discutiendo por el mando. Arrepentido de haberle invitado, Stan no olvidaría jamás aquel bochorno. «¿Pero quién cojones se cree?», masculló entonces del bocazas de su hermano, inmune además a los miedos de presentarse de nuevas a un grupo de desconocidos. «Siempre —contaba Stan—, siempre mantuvo esa actitud».
Muchos años después, ya en lo alto de la cordillera profesional, esa tensión, lejos de remitir, alcanzó un punto de riesgo en la estabilidad familiar. Durante cuatro postemporadas seguidas, entre 1997 y el año 2000, Miami Heat y New York Knicks protagonizaron el duelo más feroz de la década, cuatro series que disfrazaron a los jugadores de matones y entregaron el baloncesto a las leyes del hampa. Jeff dirigía a los Knicks y Stan lo hacía a la sombra de Pat Riley en los Heat.
En el primero de los cuatro episodios, tras el quinto partido de semifinales del este cuyo último cuarto parecía imposible finalizar a causa de las reyertas, la mayor de las cuales estalló por una llave de Charlie Ward a P. J. Brown que este devolvió arrojándole de cabeza al suelo, Stan no pudo reprimir una llamada telefónica a su hermano cerca de la medianoche, tiempo suficiente —creía— para enfriar las cosas, olvidando que Jeff suspendía toda diplomacia con él.
—O sea, no puedo creer lo que ha hecho Ward.
—¿¡Cómo!? —se enfureció Jeff— ¡Aquí el cobarde hijo de puta ha sido Brown!
Stan no reculó, Jeff tampoco, y la disputa fue subiendo de tono hasta que el técnico de los Knicks colgó el teléfono dejando a Stan con la palabra en la boca. Eso no lo hacía nunca con su padre, quien le llamaba antes y después de cada partido, eximiéndole siempre de culpa tras una derrota.
No volvieron a hablar. Arrastraban la tensión del domingo anterior, Día de la Madre, cuando invitaron a sus padres a presenciar en el Garden el tercer partido de la serie y, al término, con los dos hijos evitándose como chiquillos, no sabían qué decir. Stan no abrió la boca y Jeff no cabía de gozo por «su» victoria. Y cuanto más se jactaba Jeff más morros ponía Stan. Fue la última vez que Bill y Cindy, padre y madre, decidieron visitar a sus dos hijos en circunstancias así. Y eso que aún quedaban otros tres años de duelo.
Stan sufría en silencio. Estaba convencido de que sus padres apoyaban a Jeff porque su puesto era más importante, y el saldo de un despido causaría más daño a todos. El primogénito llegó a retirar la palabra a los tres. «No quiero a mi lado gente —confesaría— que no está de mi parte». Pero en su fuero interno admitía el mensaje familiar mientras debía absoluta lealtad a Riley, sufriendo así por ambos lados y temiendo por su hermano si los Knicks eran eliminados. Cuando posteriormente ratificaron a Jeff en el puesto, Stan sintió una gran liberación y se prometió venganza, una venganza limpia a la primera oportunidad. «Pobre, ¿qué le va a pasar? —llegó a ironizar en abierto— Pues ya no me voy a preocupar más».
Todo esto sucedió así. Pero bajo aquellas interminables tiranteces y la aparente arrogancia del pequeño, subyacía un amor auténtico que Jeff demostraría con hechos, aunque pudieran acentuar su rol triunfador a costa de Stan, siempre a remolque. La personalidad arrolladora de Jeff cortejaba a la suerte tanto como la atormentada de Stan parecía alejarla. Y mientras el pequeño medraba con facilidad, el mayor solo conocía el vehículo del sacrificio, el que más cuesta arrancar.
Su pequeña reputación como jugador de formación duró lo que dura la vida en las aulas. «Era bajito, lento y no podía saltar. Era un jugador mediocre. Y si no podía ser un atleta, como era obvio que no podía, yo solo quería ser entrenador». En esa obsesión coincidían por genética los dos hermanos, a los que el padre se llevaba a los partidos desde casi niños pidiéndoles, por separado, un informe del equipo rival. Pero los caminos de ambos no podían ser más dispares.
Cuando Bill Van Gundy encontró un nuevo banquillo en Brockport (Nueva York), la familia hubo de trasladarse a la otra costa con los chicos en edad escolar. Tan pronto el mayor se graduó en 1981, jugando a las órdenes de su padre, quiso abrirse camino por el primer paso. Asistió dos años en el banquillo de Vermont hasta estrenarse como técnico en la pequeña Castleton durante tres cursos y un aplastante 68-18 para volver a ser asistente donde pudiera arañar un peldañito más en su ascenso.
Todo muy honrado, todo sin más ayuda que su entrega. Primero en Canisius y luego en Fordham hasta alcanzar otra vez el papel de técnico jefe, esta vez en Lowell, al norte de Massachusetts. Eran años en el subterráneo laboral, donde suele ignorarse lo que puede llegar a hacer un entrenador, desde supervisar las tareas colegiales de los muchachos hasta barrer la pista dos o tres veces a la semana.
En cambio Jeff no conocería más que los atajos de la suerte. Graduado cuatro años más tarde que Stan, un salvoconducto de su padre le abrió el banquillo de un instituto jesuita muy bien situado en la neoyorquina Rochester. Solo completó un año, tras el que fue invitado por el mismísimo Rick Pitino para asistirle en el banquillo de Providence, donde coincidió con un avispado reclutador de jugadores llamado Stu Jackson.
Sin saberlo, Jeff acababa de ocupar un lugar altamente estratégico. Pitino había sido ya asistente en los Knicks, a los que volvió a dirigir en 1987 llevándose consigo a Jackson. Dos temporadas después Jackson se adjudicaba el banquillo de los Knicks con treinta y tres años y una llamada asegurada: «Jeff, vente conmigo». Así en 1989 y con tan solo veintisiete años Jeff Van Gundy se convertía en el asistente más joven del entrenador más joven de toda la NBA.
Jeff era listo. Su primer límite a la lealtad era él mismo. Y si largaban a Jackson, haría lo posible por seguir en Nueva York. Resistió en su sitio hasta la llegada de Pat Riley en 1991. Era el fichaje más estelar del banquillo neoyorquino en toda su historia. Y Jeff, como por arte de magia, estaría a su lado. Y no iba a moverse. De manera que cuando Stu Jackson se hizo cargo en 1992 de la Universidad de Wisconsin creyó poder cobrar el favor a Jeff pidiéndole ser su asistente.
—Llévate a mi hermano.
—Pero yo te quiero a ti —insistió Jackson.
—Soy yo mejorado.
Su respuesta mataba dos pájaros de un tiro. Se sacudía el peso de Jackson cumpliendo de paso con Stan, a quien conocía mejor que nadie y del que sabía que por cada gramo de entrega que Jeff fuera capaz, Stan daría el doble. Con una emoción contenida, Stan no pudo más que aceptar el favor de su hermano.
Wisconsin venía entonces bien armada y durante dos años el equipo obtuvo el pase al torneo NCAA, por lo que la exigencia era doble. Jackson confió pronto en Stan por su nobleza, celo y entrega. Incluso pudo ser el primer testigo de una conducta que acabaría marcando el futuro de Stan y que consistía en acercarse, en adoptar y proteger, con riesgo de exceso, al mejor jugador del equipo, que en aquel vestuario llevaba el nombre de Michael Finley.
Por encima de todo aquello sobrevenía una nueva expansión de la NBA, esta vez a Canadá, y dos franquicias estaban a punto de nacer: Toronto Raptors y Vancouver Grizzlies. El prestigio de Stu Jackson le granjeó una oferta irrechazable para organizar a los Grizzlies. Y Stan quedó a cargo de Wisconsin, abriéndosele por fin una oportunidad en condiciones.
Pero nada saldría bien. Y del prometedor contrato firmado por cinco años solo pudo cumplir el primero. La dirección decidió cesarlo por malos resultados. Stan nunca aceptó el despido. Sabía que lo camuflaban dentro del urgente plan de recortes que el centro acometía entonces.
De pronto el técnico se vio descolgado del mundo, desplazado otra vez a la casilla de salida o al primer banco de madera disponible en cualquier pueblo. Pero el destino es caprichoso. Y suele llegar atado. A mitad de junio de aquel año 1995 Pat Riley renunciaba vía fax al último año del contrato más alto firmado nunca por un técnico en la NBA. Los Knicks perdían a su hombre más poderoso, el único que los había devuelto a las finales más de dos décadas después. Riley se marchaba a Miami. Y de entre sus pertenencias una era innegociable, Jeff Van Gundy, a quien realizó una suculenta oferta. Pero podría haberla triplicado que Jeff no la cambiaría por la oportunidad de su vida: dirigir a los Knicks, que facilitaban además las cosas negando a Jeff la posibilidad de romper su contrato.
Una negativa a Riley no era como una negativa al joven Jackson. Aquí el teléfono no bastaba. Su plan era simple y replicaba un caso anterior. Debía compensar su renuncia con una solución a la altura. Esta vez Jeff cogió el coche para personarse en la casa de Riley en Greenwich (Connecticut). Allí elaboró la mejor presentación que puede hacerse de un hermano. «Solo tienes que hablar con él. Sé que le vas a contratar». Riley confiaba demasiado en él para no aceptar. Y Jeff, demasiado en sí mismo como para que su plan fallara. Unos meses después, tal y como había soñado, se hacía cargo de los Knicks brindando de paso a su hermano la oportunidad de una vida.
A Stan, erguido y con los pies juntos como el preámbulo a un saludo militar, le temblaban las piernas en el despacho de su nuevo jefe, con la carpeta bajo el brazo y una nerviosa mirada de servidumbre que incluso enternecía a Riley. «Tienes que vestir mejor, ¿de acuerdo?». Su mano al hombro deshacía a cualquiera.
El mayor de los Van Gundy ejercería su cargo de asistente con el celo, la nobleza y discreción de un mayordomo. Si los subalternos del cuerpo técnico suelen ser invisibles, el anónimo Stan lo fue en grado sumo por la importancia y luminosidad que Riley tenía en la liga. Durante ocho años Stan atravesó junto a un mito todas las etapas imaginables de algo próximo a un doctorado, el más valioso que un entrenador en ciernes pudiera recibir. Testigo silencioso de mil batallas, batallas que estrujaban los sesos y la pizarra, Stan absorbió el mejor magisterio de Riley, al que jamás daría un problema ni el menor indicio de padecer emocionalmente aquellas tormentosas series contra su hermano.
El destino, por fin, adoptaba para Stan una línea recta. Y al igual que la oportunidad le había llegado por una decisión de Riley, la mayor de todas tendría al mismo responsable. Una mañana de octubre, durante la pretemporada de 2003, fue llamado su despacho. Sin rodeos el jefe le disparó la pregunta a los ojos: «¿Estás preparado?». Stan dio el sí más importante de su vida profesional. «El equipo necesita una nueva voz y una nueva energía». Así ventiló Riley su renuncia ante unos medios perplejos.
Hastiado por dos temporadas atroces (61-103), un terreno que ignoraba, y decidido a fortalecer el proyecto sin que su cargo en la banda le robara más tiempo, Riley dejaba el puesto en plena pretemporada tras ocho años y el legado de los mejores Heat de siempre, a quienes faltaba lo que precisamente Riley se había prometido conseguir ahora desde el despacho. Stan sería su enlace entre la pirámide y la base. Y sobre todo, su entrenador.
Sin embargo el arranque asustaba a cualquiera. Una plaga de lesiones condujo a un 0-7 de inicio haciendo a Stan temer por su puesto apenas recién nacido. Pero Riley no se puso nervioso y Stan acabó haciendo de la motivación, la intensidad y el orden su triple bandera. Y Miami convirtió las anteriores cincuenta y siete derrotas en cuarenta y dos victorias, metiéndose en playoffs, liquidando a los Hornets y forzando seis partidos al mejor equipo de la Regular, Indiana, con un Dwyane Wade que pegaba ya mordiscos al futuro.
Considerado para el galardón de técnico del año Stan Van Gundy había nacido. Y su primera virtud reconocible era la de ser un ajustador. Sobre la marcha combatía la debilidad propia y castigaba la ajena. Era uno de esos técnicos rueda que allanan el camino de obstáculos. Y aún lo sería con su primer gran lujo. La llegada de Shaquille O’Neal en verano fue un seísmo en toda la NBA con epicentro en Miami. Stan tuvo que derivar hacia el poste su playbook sin aparente daño.
Pero también todo iba muy rápido, más de lo que hubiera deseado. Y de pronto Stan tenía sobre sus hombros la exigencia de un aspirante. A mitad de temporada se convirtió en el primer técnico de los Heat en dirigir un All Star Game, y en sus postrimerías, se quedó a un solo partido de las finales, pagando como peaje ante Detroit una lesión de Wade en las costillas que le previno de jugar el quinto y le mantuvo a la mitad en el séptimo y decisivo por el título del Este, otra vez para los Pistons.
Stan podía aguantar el desprecio de Odom alegando haber llegado a Miami por Riley y no por él, pero llevó mucho peor los disparos de Shaq. El pívot no tuvo reparo en denunciar públicamente lo poco que le llegaba el balón, crítica dirigida a un entrenador que parecía contrastar mucho, tal vez demasiado, con las formas y el fondo de su anterior, Phil Jackson.
Riley mientras tanto seguiría a lo suyo, volviendo a conquistar el verano haciéndose con Jason Williams, Gary Payton, Antoine Walker y James Posey. El proyecto era ya de anillo y así lo exigía la ambición del presidente, que empezó a presenciar todos los entrenamientos declarando que ese año deseaba una «mayor implicación» en el equipo.
En el segundo partido del curso Shaq se torció el tobillo derecho perdiéndose los dieciocho siguientes. El equipo lo notó demasiado. A principios de diciembre Miami emprendía una gira por el Oeste y encadenaba cuatro derrotas seguidas. El domingo día 11 derrotaban en casa a los Wizards tras prórroga y al día siguiente Stan Van Gundy presentaba su dimisión cuando el equipo, al que Riley refirió como «un desastre», sumaba once victorias y diez derrotas. Una semana antes, tras vencer a Nueva York, Van Gundy se había responsabilizado de los males de plantilla. «Tenemos suficiente para ganar. Soy responsable de no jugar con la debida consistencia ni atacar bien, no sé si por frustración o pánico».
Shaq se agenció este último motivo para calificar tiempo después a Van Gundy como el «master of panic», segundón y víctima de sí mismo. Nada extraño cuando la víspera de la dimisión había venido dedicando alabanzas a Riley y ninguna a Van Gundy, a quien dedicaría esas perlas durante un calentón.
La dimisión de Stan vino precedida por tres horas de reunión con Riley. En ellas no se fraguó la decisión del técnico, sino lo que habría de contarse a la prensa, acordándose así la mayor prueba de lealtad a que Stan debería enfrentarse en vida.
Una fuerte convicción dominaba ya todo el panorama NBA. Riley se sacudía sin remilgos a Van Gundy para ocupar el banquillo ahora que el buque estaba equipado a su gusto. En dos temporadas y cuarto Stan había acumulado un 112-73 (60,5%) y la entereza necesaria para declarar que su dimisión se debía tan solo a querer pasar más tiempo con su mujer Kim y sus cuatro hijos, de entre seis y catorce años. Desmentía así haber sido forzado a dimitir. «No entiendo dónde está el problema de entender que alguien quiera pasar más tiempo con su familia». Riley, en la misma rueda de prensa y como visiblemente apenado, aseguraba haber intentado convencer a Stan «durante seis semanas» de que no lo dejara. Y también añadía ser él mismo «la mejor persona» posible para asumir el mando. Con sesenta años, y tras veinticuatro de su primer título como técnico, Riley acabaría conduciendo a Miami a la gloria.
Y cuando las cosas se pusieron otra vez feas Riley volvió a subir al despacho, dejando al equipo en manos de su primer coordinador de vídeo, un joven desconocido llamado Erik Spoesltra, a quien situó encima mil toneladas con los Heat del Big 3. Pero declinó replicar lo hecho con Van Gundy porque una segunda vez habría aclarado del todo lo sucedido entonces.
Stan nunca rompió su silencio. Ni siquiera para insinuar lo que en Miami era un secreto a voces. Que desde la llegada de Shaq el intervencionismo de Riley era directo, diario y autoritario hasta lo insufrible. Esa fue la etapa que terminó por delinear el aspecto más sufrido de Stan, la caricatura de un hombre que pagaba con dolor cualquier error en la pista.
Shaq nunca fue consciente de que su visión de Van Gundy venía muy condicionada por el infinito contraste con el hipnótico Phil Jackson y su seductor trato chamánico. Con las prisas por ganar su duelo personal con Kobe Byant, Van Gundy le resultaba un estorbo. «Era un maldito agonías. Siempre estaba preocupado por lo que Riley le había dicho. Se preocupaba por todo. Se preocupaba demasiado. Y lo hacía porque le importaba. Pero me volvía loco. (…) En el fondo me daba pena» (Shaq Uncut: My Story, 2011).
Shaq se exculpaba de su destitución, culpando directamente a Riley, al que acusaba de cebarse a diario con Stan hasta hacerle muy difícil trabajar. Tampoco Riley fue nunca un gran placer para Shaq. Nada más aterrizar en Miami el pívot recibió una carta firmada de puño y letra por el presidente. «Nos reservamos el derecho a multarte e incluso a suspenderte si tu cuerpo supera cierto porcentaje de grasa». Riley, como siempre, salió ganador. Y el título haría olvidar toda adversidad anterior, llevándose también por delante doce años de obediente labor de un empleado impecable.
Stan tendría sitio en cualquier otro equipo de la NBA. Eso había conseguido. Aunque pareciese condenado a hacerlo una vez más de rebote, a través de una carambola tan extraña que no tenía precedentes. En junio de 2007 Orlando Magic apostó por la novedosa contratación del brillante técnico de Florida Billy Donovan días antes de que, arrepentido, les suplicara romper el contrato. Cuando los Magic aceptaron la fuga de Donovan, una llamada a Stan, que había declinado ya a Pacers y Kings, le recuperó para la NBA sin tener que abandonar su casa. Y esta vez, completamente libre.
De estreno en Orlando, el equipo conquistó su división alcanzando las semifinales del este por primera vez desde que Shaq aún vistiera la camiseta de los Magic doce años atrás. Y lo mejor estaba aún por venir. Las cincuenta y nueve victorias del año siguiente eran el segundo mejor registro de la franquicia. Y apenas un mes después, en mayo de 2009, Stan Van Gundy firmaría en las finales del Este ante los mejores Cavaliers de siempre, su obra maestra como entrenador, la cima táctica de su carrera y una de las más altas a una serie en el nuevo siglo. Los Magic caerían en las finales NBA ante los Lakers. Y una morbosa lectura saciaba la ambición de Kobe de sumar un anillo sin Shaq.
Stan no imaginaba que su hombre más importante, Dwight Howard, al que había dedicado un mayor esfuerzo de comprensión, acabaría siendo su nuevo Shaq. Como si la pieza clave de sus equipos le abriese una disyuntiva de amor y odio. Durante la temporada de 2012 la relación entre ambos se había deteriorado hasta preludiar un motín. Y ya el pívot ni se cortaba en parodiarle en mitad de los partidos.
En abril el técnico denunció ante las cámaras que Howard venía maniobrando su despido desde tiempo atrás. Para que Van Gundy declarara algo así, tenía que estar plenamente convencido de ello. Y su fuente directa había sido un alto miembro de la gerencia.
Sucedió tras un entrenamiento, horas antes de la quinta derrota seguida, esta vez en Nueva York. La escena fue calificada por el cronista Ian O’Connor como una de las más extravagantes en la historia de la NBA.
—De momento soy el entrenador y lo seré hasta que decidan que no lo sea —aclaró a los periodistas—. Son las doce y dos ahora mismo. Si me quieren despedir a las doce y cinco me iré a mi casa y buscaré algo que hacer. Tendré un buen día.
Como temiéndose algo e ignorando su acusación Howard irrumpió de pronto en la montonera de prensa situándose junto a Stan, al que echó el brazo al hombro:
—Stan, no estamos preocupados por eso, ¿verdad?
El técnico solventó en un segundo lo embarazoso de la situación:
—Eso es lo que he dicho. Que solo nos tiene que preocupar ganar partidos.
Luego de murmurarse ambos palabras vacías, Van Gundy se mostró visiblemente incómodo apurando una y otra vez su lata de Pepsi hasta vaciarla:
—Bueno, ¿habéis acabado conmigo? Hablad ahora con él —Y desapareció.
Howard quedó a solas con los micros, que salivaban ante la oportunidad.
—¿Quién os ha dicho eso? —preguntó— Vosotros sabréis quién, ¿no?
Howard desmentía el argumento con ironías hasta solventar el apuro con aparente seriedad.
—Yo solo soy un jugador de los Magic. No soy el director deportivo, no soy el dueño, no soy el presidente. Ese no es mi trabajo y yo no he dicho nada a nadie. (…) Yo solo quiero ganar un título aquí.
Dos semanas después de eliminarles los Pacers en primera ronda Van Gundy era relevado de su cargo. Temiendo la salida de Howard en verano, prefirieron quedarse al jugador.
Stan dejaba atrás cinco temporadas de playoffs y el mejor registro de un técnico en Orlando (259-135, 65,7%). Fue allí, bajo el celo de Van Gundy, donde el baloncesto conoció la (única) versión dominante de Dwight Howard. Y también en Orlando donde Stan, pese a la ingrata sensación del trabajo inacabado, mejor pudo definirse como técnico, donde sacudirse un tipo de correaje defensivo que le había ahogado en Miami. No porque renunciara a una prioridad inviolable. Sino por poder diseñar su ataque libre de toda intromisión. Y consciente de esta responsabilidad que dejaba en sus manos los destinos de toda una franquicia, perdió durante mucho tiempo una de las cualidades que había compartido con su hermano, el sentido del humor. Porque sufría como nadie los reveses del trabajo, al que se debía en cuerpo y alma, porque lo ocurrido con Howard y los gestores Orlando no pudo comprenderlo más que como una traición, y porque la profesión que amaba volvía a ponerle en vilo.
Era una dolorosa erosión de su carácter que remitía a sus años jóvenes y hasta a la lejana disparidad del hogar. Las consecuencias eran visibles en su imagen, la de un enano gordito con bigote, cómicamente ligada al actor porno Ron Jeremy, pero garabateada en un hombre insatisfecho, amargado, en permanente estado de nervios, quejumbroso hasta lo grotesco y cuyo efecto multiplicaba esa enervante voz rasgada como incapaz de melodía distinta a lamentos, reproches y órdenes.
La fuerza de las imágenes privaba también al público de sus singulares performances en los pasillos, rodeado por la prensa armada, encogido como un ovillo con los brazos cruzados y los pulgares en las axilas, mientras miraba al suelo respondiendo andanadas de preguntas con la crudeza de la verdad y con brillantísima y hasta hilarante ironía. Pero a la vista gruesa, su parodia trágica quedaba siempre por delante.
Todo lo contrario, una vez más, a su hermano Jeff, que con la vida resuelta decidió abandonar la dureza de los banquillos en 2007, convirtiéndose enseguida en uno de los comentaristas estrella de la ESPN, donde demostró una radiante audacia ideológica en brutal contraste con su racanería táctica.
Para Stan, ahora sí, era momento de parar. Incluso de disfrutar de su familia por deseo expreso. Pero no por mucho tiempo. Su adicción al trabajo se lo impedía. Y dos años era tiempo suficiente. Tiempo que empleó además para actualizarse como un teórico del juego.
En mayo de 2014 unos Pistons a la deriva contrataban a Stan Van Gundy como entrenador y presidente de operaciones. Era como poner la casa a sus pies. Había deslumbrado al propietario, Tom Gores, con un dosier de cuarenta y cinco páginas proyectando la completa organización deportiva de la franquicia a medio plazo. De entre las diversas medidas que adoptar, destacaba una por innovadora. La contratación de un equipo de ojeadores para revisar en torno al 93% de los mil doscientos treinta partidos de temporada y evaluar al total de jugadores con las nuevas técnicas sabermétricas.
Para coordinar el proceso Stan necesitaba un director deportivo, para lo que se trajo a su amigo Jeff Bower, al que arropó con otros tres asistentes. Añadió después un director de operaciones, otro para la estrategia, seis ojeadores más para el baloncesto internacional y universitario, y dos ingenieros informáticos. Pidió a Bower actuar de enlace con el cuerpo directivo con la intención de que nadie quedara al margen del inmenso trabajo. Y junto al cuerpo técnico, no pasaría jornada sin analizar tres partidos estratégicos. Stan había cuadruplicado el personal técnico que asistía a Joe Dumars, el anterior responsable. En términos de evaluación y análisis de datos, Stan convertía así a los Pistons en pioneros del futuro trabajo de campo en la NBA. Y ya solo quedaba empezar.
Su primera experiencia no fue nefasta. Fue catártica. Se trataba de comprobar, en un primer capítulo, qué funcionaba y qué no. Los desarreglos eran tan grandes que la primera temporada se asemejó a un campus de verano. Eso sí, con un primer resplandor. Entre el 26 de diciembre y el 7 de enero los Pistons encadenaron una de las series más sorprendentes del año: siete victorias seguidas sobre un guion imprevisto (5-23). De pronto los Pistons rescataron un nivel de competición desconocido en el último lustro que tenía como detonante al Van Gundy más alquimista y motivador. Ganaron en Cleveland, San Antonio y Dallas. Y la noche de los Spurs el técnico dejó una de sus perlas arquetípicas. Con uno arriba y una sola décima en el reloj teniendo que defender, fue lo más explícito posible en una estrategia de brocha gorda que tenía algo de napoleónica. «¡Formad un puto muro!», ordenó a sus muchachos.
Terminado el prólogo urgía barrer secundarios y suprimir del equipo disfunciones y réplicas, representadas respectivamente en Josh Smith y Greg Monroe. La pérdida de este último dejaba a Stan una vez más con la compañía de un interior puro, Andre Drummond, símbolo de una figura emblemática que sigue marcando su carrera.
Stan necesitaba un director, mejor si era capaz de anotar y ejecutar su pick’n roll estirado, encontrándolo en Reggie Jackson, al que abrigar con aleros versátiles de artillería exterior. Por uno de ellos, Tobias Harris, entregaba a Ilyasova y Jennings. Su querencia por los perros de presa que arrojar como suicidas a las líneas de pase enemigas sería representada por Caldwell-Pope y Stanley Johnson, para cuya elección en el draft (por delante de Justise Winslow) mantuvo contacto permanente con el técnico de Arizona Sean Miller, con quien había trabajado durante su breve estancia en Wisconsin veinticinco años atrás.
Van Gundy diseñaba así su orbe defensivo, modernizaba el ataque de un plumazo y, sobre todo, instalaba una cultura reconocible en Detroit por primera vez desde los últimos coletazos de los Pistons campeones. El sexto entrenador en siete años había dado con la llave. Y como premio, los playoffs siete años después.
Ha pasado el tiempo suficiente para conocer y reconocer a Stan Van Gundy. Su baloncesto no es lírico ni conceptual. Sin estrellas ni lujos, es profundamente ideológico sobre una base coral. Su única herencia directa, la más visible de todas, es el obrerismo defensivo de Riley. Y su jerarquía, su poder omnímodo sobre un proyecto, sobre una plantilla como el núcleo vivo de una franquicia. Este poder compartido le garantiza que todos remen en la misma dirección. Y ahí acaban los hilos. Lo demás es suyo, un credo abierto en dos obsesiones: una táctica y otra técnica.
La primera la traduce la pizarra como una biblia mágica de soluciones sobre la marcha, los llamados ajustes. Stan moderó su obstinación por los sistemas cerrados al salir de Miami, y aún más tras Orlando. Más daño que los dardos de O’Neal pudo causarle otro de Wade al poco de ser relegado en los Heat. «Riley nos deja jugar», disparaba el escolta. Por eso sus Pistons revelan por primera vez una mayor concesión de aire a los jugadores. Los entrenamientos duran casi la mitad.
La segunda es su creencia de poder amasar la versatilidad mediante un batallón de su perfil favorito, los tweeners. Y entre unos y otros, garantizar la prevalencia de un carácter entregado al sacrificio colectivo.
Mientras es posible encontrar en la mayoría de entrenadores el eco de una fuente mayor —y de forma sangrante en su hermano Jeff—, resulta muy complicado hacerlo en Stan Van Gundy, cuyo programa le pertenece en su totalidad. Al técnico de los Pistons se le conoce desde hace mucho por su unidad emocional, como si su definición se agotara en la independencia radical de su personalidad. Y el baloncesto no le ha reconocido aún sus logros, el principal de los cuales entronca como un islote perdido con la llamada «revolución de los Warriors».
Entre los Pacers subcampeones del año 2000 y sus Magic de 2009 había un siglo de distancia táctica. Durante aquellas finales del este «la estructura radicalmente perimetral, las radiantes cuerdas de circulación, de nítida factura e inagotable extra pass, retrasaban los pies hasta el anillo del triple ganando un precioso espacio que trastornó la defensa de los Cavaliers como lo habrían hecho con cualquier otra en el mundo. «Nunca los estáticos habían exhibido semejante fractura entre un jugador interior (Dwight Howard) y el exterior, de hasta cuatro hombres abiertos de lanzamiento mortífero» (La década que agoniza, oct. 2009). Era una brillante versión corta del ideario vertical de Mike D’Antoni, recortando longitud de juego en favor del juego posicional.
Suele ignorarse que aquella obra maestra nació de un «accidente», según su propia expresión. La grave lesión en el hombro de Tony Battie en septiembre de 2007 alumbró en Van Gundy una idea: renunciar al cuatro clásico y despertar al abierto versátil que llevaban dentro Rashard Lewis y Hedo Turkoglu, al que descubrió como point forward.
Aquel aplastante triunfo sobre uno de los grandes favoritos al título fue su coronación definitiva como un maestro de los ajustes, allá donde el mejor Rick Carlisle quedaría también definido.
Desde entonces Van Gundy sigue, de algún modo, fascinado con la idea de replicar aquel modelo. Esta vez en torno al mástil Drummond, a quien trata con el mimo de un padre y del que no teme represalias como las sufridas con Howard o Shaq.
Pocos recuerdan que Stan estuvo muy cerca de entrenar a los Warriors tras la salida de Mark Jackson. Pero en cuanto aceptó la oferta de Detroit quedó fuera del mercado. Preguntado recientemente sobre si se arrepentía de su decisión fue contundente. «No, no y no. En absoluto. Adoro el sitio donde estoy. Adoro a la que gente con la que trabajo. El dueño de esta casa es fabuloso y recibo un apoyo inimaginable. No podría concebir estar en mejor situación».
En el deporte de élite únicamente los resultados parecen examinar a la persona que se esconde bajo el cargo de entrenador. Y sin embargo esa persona existe intacta desde el primer minuto. Solo que el gran público no la conoce y puede que no lo haga nunca. Por eso una de las mejores definiciones dadas nunca de Stan Van Gundy data nada menos que de 1993, a los pocos días de aceptarle Stu Jackson como asistente en Wisconsin por mediación de su hermano Jeff. «Stan es alguien con vocación de maestro, extrovertido, entusiasta y enérgico, innovador en su pensamiento y un pensador privilegiado de este deporte». La puntilla es hoy incluso más reconocible: «Es un tipo de persona (absolutamente) real».
La biografía de aquel chico segundón ha alcanzado ya la madurez. Y que el tiempo ponga a cada cual en su sitio es una creencia que cobra poética justicia en el ejemplo de los hermanos Van Gundy.