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Nicola Pietrangeli: «A los deportistas de hoy las medallas no les importan una mierda, quieren dinero»

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Nicola Pietrangeli

Con los tenistas inmortales lo mejor es comenzar directamente hablando de la muerte, para exorcizarla. Es conveniente, sobre todo porque estamos en Roma, una ciudad curiosamente con serias dificultades en materia fúnebre, de ultratumba.

De hecho, para referirla la gente suele utilizar eufemismos de un determinado calibre: desaparición, ya no está, se ha marchado éste o el otro, alguien que falta… El término fallecimiento sigue siendo excesivamente duro y directo en un país donde lo importante son los matices y no la sustancia en sí. «Las palabras son importantes. Determinantes», solía decir el cineasta romano Nanni Moretti.

La cita es en su casa, un barrio burgués -suspendido en colina- no demasiado lejos del Foro Itálico, ciudad de la raqueta capitolina por excelencia. Nos hemos prometido Nicola Pietrangeli y yo ir al grano, porque tiene prisa y miedo. Nada de perdernos en subterfugios superfluos sobre si es mejor Alcaraz o Sinner… O si Carlitos superará a Rafa Nadal porque se ríe siempre. No, la máxima es rescatar el pasado, solo el pasado, para que precisamente no muera. No se admiten arabescos mediante. «¿Ya tomaste el café?»

De fondo, el sonido de las chicharras es un indicador claro de que sí, el verano está a las puertas. Por suerte, ya no son las bombas en Túnez mientras cogía sus primeras raquetas de madera para jugar. ¡El tenis! Qué gran excusa para hablar de la vida, los pesares, las aventuras y las frustraciones.

Conviene subrayar algo antes de partir: no está deprimido, sino cabreado. Su vida es tan fascinante que no se quiere marchar tan pronto, ya que acaba de cumplir sus primeros noventa años. Lo de las respuestas viscerales, sin demasiados miramientos, quizás tenga que ver con que cuando era niño un explosivo derribó su casa mientras estaba bajo una mesa, junto a su madre. Él dice que no. También que le gustaría caminar sin cansarse demasiado.

¿De qué tiene miedo?

De todo.

Tiene noventa años. Le veo estupendo.

No es bonito, la verdad. Ha llegado la hora. Yo no me quejo de la vida que tuve, pero sí va llegando el momento. Cuando tenía menos años siempre decía: «sí, un día llegará la hora y nos tendremos que marchar. Es justo así». El problema es cuando llega. Bueno, tú eso no lo entiendes.

A mí me da miedo vivir. ¿En su caso qué le queda por hacer en vida?

Nada en especial, pero no me quiero morir. Eso sí, lo único que pido es no sufrir demasiado. Es la única petición que pido.

Quien no le conozca, leyendo esto, parece que está enfermo, que algún médico le ha dado un ultimátum o algo así…

Ese es el problema. Todo el mundo me ve bien, pero no les puedo explicar cómo me siento dentro, y eso es lo que más me cabrea. Me da mucha impotencia porque no me encuentro cien por cien. No me entienden, pero no porque sean estúpidos sino porque no saben lo que siento. Cuando les llegue el momento lo comprobarán. Eso es todo.

No hay que hacer dramas. La vida es esta. Estoy cansado, pero no ahora aquí sentado contigo mientras me entrevistas. Así tengo veinte años, pero como tenga que levantarme a por un vaso de agua parece que estoy borracho. Me siento un viejo muy viejo.

Su cabeza está fenomenal.

Es una suerte inmensa. Demasiado buena para comprender que no puedo caminar como yo quisiera. No es que esté pensando en correr maratones, pero mis paseítos… Ya sabes. Después, este calor romano. La gente que me invita a muchos sitios. A mí no me apetece salir por la noche a ninguna cena. ¡Qué me dejen en paz! Yo a las once de la noche quiero ir a dormir. Me pongo el ventilador, la tele y veo alguna tontería que pongan para no pensar demasiado. La tele salva vidas.

¿Duerme bien?

Sí, pero hay veces que a lo mejor me entra sueño a las cuatro o las cinco de la mañana. Luego engancho seis o siete horas. Esta mañana me he despertado casi a las doce del mediodía. Me desvelo mucho por la noche, y cuando eso sucede me vienen muchos pensamientos negativos. Ahora tengo un pequeño problema de próstata, no demasiado grave. Esa es mi vida.

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Usted nació en Túnez, entonces protectorado de Francia. ¿Me cuenta su infancia por favor?

Soy hijo de papá italiano y madre rusa. Ella escapó de la guerra allí. Mi padre –Giulio– era el hijo de uno de los constructores más ricos de la nación. De hecho, construyó más de la mitad de los edificios, y piensa que comenzó como obrero con un simple carro para transportar material.

Mi padre también nació allí, por mis abuelos, como te digo: dos italianos del sur, emigrantes al Norte de África. Mi padre jugaba a rugby, al fútbol en la Serie A de Túnez, a waterpolo… Creo que ahí era un fuera de serie. Lo sé porque algunos italianos que participaron en los Juegos del 48 en esa disciplina siempre me lo decían.

¿Y tenis?

Con treinta años comenzó. Se convirtió en un gran jugador. No de élite, pero sí un peldaño por debajo solo. Yo le tomaba el pelo, pero gracias a él comencé a jugar yo. Creo que no tenía siquiera diez años. Estaba horas y horas contra la pared. Cada día. Era mi mejor maestra. A mí me enseñó a jugar al tenis, a pulir cada movimiento… La pared. Es muy generosa, aunque nunca conseguí vencerla.

Jugaba en un campo de concentración, que no era una cárcel. Es allí donde os llevaron a los adinerados italianos cuando llegaron los franceses durante la Segunda Guerra Mundial.

Sí, allí gané incluso mi primer torneo de tenis. No era una cárcel ni mucho menos, quiero dejarlo claro. Hacía frontera con Libia. Mi madre y yo íbamos a visitarle frecuentemente porque nosotros no vivíamos allí con él. Una vez vi que había construido una pista de tenis.

El primer premio que gané fue un peine realizado con las astillas de una bomba. Lo he perdido, desgraciadamente. Creo que allí hubo una batalla grande entre los alemanes y los aliados. Yo no me daba cuenta de la gravedad del asunto. Creo que tenía doce años o algo así.

¿Las bombas las recuerda?

Sí, claro. Los americanos destrozaron el puerto de Biserta. Una cayó a treinta metros de nuestra casa. La destrozó, obviamente. Nosotros estábamos bajo una mesa, con mi madre y la camarera… Esto lo cuento porque mi padre hizo agrandar la casa con ladrillos huecos, vacíos, de poco peso. Quiero subrayar que esto ni me ha hecho más duro ni nada. Me lo tomé con la ingenuidad, la inocencia e incluso la arrogancia de un niño con poca conciencia aún.

Luego os expulsan directamente de Túnez. En Roma se convirtió en un dios. Entre 1957 y 1964 usted era uno de los diez mejores tenistas del mundo. A nivel individual, fue número tres. Además, ganó dos Roland Garros (59 y 60), aunque sus inicios no fueron fáciles. ¡No sabía hablar italiano! De hecho, durante muchos partidos de tenis rezaba en ruso. Era y es ortodoxo aún.

No hablaba italiano. Y sí, lo hacía para distraerles, lo de rezar, para esperar la doble falta. Ya sabes… No te olvides que antes del tenis hice una prueba con la Lazio porque era un gran jugador de fútbol. Luego quisieron cederme, pero me negué. Yo quería estar en Roma.

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¿Cómo fueron los comienzos antes de convertirse en el campeón de La Dolce Vita? Esa marca, esa identidad felliniana en el fondo, no fue fácil soportarla.

Nada más llegar a la capital, mi padre se acercó a la embajada de Francia. Creo que le faltaba poco para terminar la carrera de ingeniería en francés. Sabía italiano, pero no lo hablaba muy bien. Fue a pedir trabajo. ¿Sabes qué le dieron? La de recuperar cadáveres franceses en Italia. La guerra ya había terminado. Con un team, llegaba al lugar, los acarreaba y los traía al cementerio francés que está aquí en la colina de Monte Mario, cerca de mi casa.

En Roma usted comienza a jugar en el Club de Parioli. El encargado era el padre de Adriano Panatta, que todavía no había nacido. Allí, se puede decir, nació el mejor tenista italiano de todos los tiempos.

No lo sé, como resultados, quizás sí. ¿Sabes? Es que algunos hablan de si la era moderna… Parece que cuando yo jugaba en Wimbledon, lo hacía con la raqueta de ping-pong y las botas de tacos. ¿Qué narices es esto de la era moderna? No, es que me dicen que si Panatta… ¡Yo he ganado casi cincuenta torneos! No eran todos de máximo nivel, pero ahí están. ¿Qué quieres que te diga?

¿Panatta fue su gran -digno- heredero? Porque de Sinner no vamos a hablar.

Sí. Nació para jugar a tenis. No duró mucho, pero era un fenómeno.

Descríbame sus rivales. Por encima de todos estaba Manolo Santana. Luego Kurt Nielsen, los australianos…

Mira, Manolo Santana fue mi mejor enemigo-amigo. Casi siempre me ganaba, pero los partidos eran preciosos, competitivos, duraban muchísimo. Creo que le gané solo dos o tres veces. Periodo mágico. Puro tenis. Pasión, diversión, libertad, alegría, amor, amor puro.

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En su carrera hubo un punto clave. En la inauguración de los Juegos del 60, precisamente en Roma, usted rechaza convertirse en profesional del tenis. Habría supuesto mucho dinero. Usted venía de disputar las semis de Wimbledon, donde cayó en el quinto set ante Rod Laver. En final le estaba esperando su amigo Neale Fraser.

Jack Kramer me hizo una oferta para entrar dentro de su circuito de tenistas profesionales. Firmé un trozo de papel y me marché a la inauguración. Escuché el himno nacional y sentí pánico cuando pensé que ya no podría jugar algunos torneos… Me habían dado un cheque de cinco mil dólares, entonces el precio de un Ferrari.

Luego fui a hablar con mi padre para decirle que iba a romper el cheque porque no estaba preparado. Ni siquiera hoy sé si hice bien. Quería sentirme libre, poder jugar donde me diera la gana, en Italia, sobre todo. Mi libertad no se compraba. Renuncié a mucho dinero por mi libertad. También a un Maserati o una villa enorme. También se podía comprar todo eso con esa pasta (risas).

Lo habrá recuperado de otra manera a lo largo del tiempo.

No, tanto dinero, no. En el tenis hay tres premios importantes: Hall of fame, Chatrier y la Raqueta de oro italiana. Los tengo todos, pero dinero poco.

Usted fue el primer italiano que ganó un Grand Slam. ¿Lo recuerda?

Mucho mejor el segundo, la final del 60. Sufrí muchísimo contra Luis Ayala, obsesionado con hacerme globos y dejadas. Yo no era un jugador de ataque, subía a la red lo estrictamente necesario. Fue un esfuerzo físico sobrehumano. Luego estuve un par de días con zapatillas de andar por casa para que descansaran los pies.

Vamos con el doble. Ocho finales en Roma y ninguna victoria. De todas formas, siempre será su palco. El Foro Italico se llama Pietrangeli. En una de ellas -contra los australianos Roy Emerson y Neale Fraser- no hubo ganador.

Fue en la final de dobles del Máster’60. Comenzó a llover, y el día siguiente no se pudo jugar porque ya tenían el avión. Mi partner era Orlando Sirola.

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Un inciso. Ganó el oro en los Juegos Mediterráneos del 63, en Nápoles. En los Juegos Olímpicos del 68 fue bronce, sin embargo. Quiero que me explique la magnitud que tenían los primeros en su época. Hoy el caché ya es bajísimo, pero en su periodo no.

Te lo explicaré con un ejemplo actual: a los deportistas de hoy las medallas no les importa una mierda. Quieren dinero. En su día eran muy importantes. No tanto como unos Juegos Olímpicos, pero de cierta magnitud. Ganar en Nápoles fue algo muy importante para mi carrera, mi autoestima.

La relación con Sirola era, lo dijo siempre usted, como la de un matrimonio.

Diez años jugando juntos. Éramos muy diferentes. Yo era muy social. Él viene de Fiume (hoy Rijeka). Tuvieron que escapar de allí… Su vida fue complicada.

La historia la conozco. Tras la Segunda Guerra Mundial, los italianos de allí huían de Tito. Al pisar la península les juzgaron como fascistas… Solo porque escapaban de un régimen comunista. Juntos, ganaron Roland Garros en el 59. Tres años antes alcanzaron la final de Wimbledon. Derrota contra Lew Hoad y Ken Rosewall.

Él jugaba bien cuando tenía ganas. En Londres le llevé yo hasta la final. Luego hice un mal partido y él lo hizo bien. La gente juzgó su torneo solo por ese choque. Luego fue capitán-no jugador de la escuadra Davis y me echó porque quería dar paso a los jóvenes. Por suerte, volvió a readmitirme.

De la Davis hablaremos luego. El mejor partido de la historia entre dos italianos fue el Pietrangeli-Panatta del 70. La final de los Campeonatos Italianos Absolutos, organizados en Bolonia. Dos generaciones, dos mundos, una herencia digna y refinada. Muy poético todo. ¿Está de acuerdo?

Sí, sin duda. Yo tenía 37 años; él veinte. Además de los Grand Slams, había ganado dos veces en Roma (57 y 61)… Adriano, por su parte, acababa de debutar en Copa Davis. Iba ganando 4-1 el quinto set y perdí. Habría sido bonito que el viejo campeón lo hubiera seguido siendo. No la digerí bien esa derrota, porque me comporté como un presuntuoso. Eso me jugó una mala pasada. Me decía a mí mismo: «Y este niñato, ¿qué quiere?».

Los periodistas de aquella época a usted le definían como un tenista estiloso y elegante, con mucha calidad. Una especie de primer Federer o Ivan Lendl. ¿Está de acuerdo? El gurú del periodismo entonces era Gianni Clerici.

Prefiero Federer, y sí, Clerici era todo un señor, un caballero. Daba una lección de tenis por escrito. Escribía en Il Giorno. Nadie podía discutirle lo que escribía.

¿Qué cree que diría del tenis de hoy?

Que casi ninguno se divierte. Se toman el tenis como quien va al trabajo-oficina cada día. Eso no es divertido. Basta.

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Viene uno de mis capítulos favoritos de su vida deportiva. El feeling con la Copa Davis, recientemente ganada por la Italia de Filippo Volandri. Como jugador tiene dos platas: 1960 y 61. Luego está la Ensaladera del 76 en Chile, como capitán. Es, quizás, uno de los capítulos mundiales más memorables en la historia de cualquier disciplina deportiva.

Las dos derrotas fueron contra los australianos. Fraser, Rod Laver, Roy Emerson… Ya sabes. En la primera nos cargamos a los americanos, pero en la final no pudo ser. Eran muy buenos.

En tierra habría sido otra cosa.

Te explico… Entonces tenías que jugar en la superficie que elegía el país ganador. Lógicamente, optaron por la hierba, pero yo a todos les he ganado individualmente y en parejas, y sé que en tierra habrían sufrido mucho más. Sabes, en Italia, entonces no había pistas de hierba. Éramos fuerte solo en tierra batida. Es nuestra tradición.

La Davis del 76. Sé que no hay buena relación hoy entre ustedes. En lo que todos coinciden es que el mérito de ir a Chile fue suyo y solo suyo.

No, los jugadores no. Son cuatro mentirosos. Quizás lo digan, pero porque están obligados a hacerlo. Es fácil: el mérito deportivo es de los jugadores, el mío es haberles llevado hasta allí. Yo eso no lo comparto con nadie. ¿Has visto el documental Una squadra?

Sí, claro. En Sky Sport. Lo produjo Domenico Procacci (Fandango). Trabajó en su día con Matteo Garrone. Me leí el libro, incluso. Es la historia de la Davis que ganaron en Chile contada por los protagonistas. Usted incluido, aunque no fue a la presentación.

Una caterva de mentiras, cuentan.

¿Por qué? ¿En qué mienten Panatta, Bertolucci, Zugarelli y Barazzutti?

Dicen que les abandoné, que me marché al mar. Yo qué sé…

Sí, pero eso fue cuando perdió al año siguiente la final contra Australia. Por cierto, en 1979 y 80, nuevas derrotas en la final, ya sin usted. Italia dominaba el mundo ahí. Yo me refiero a la gesta de Santiago. Ellos siempre le admitieron sus méritos de luchar contra todo un país que pretendía boicotearles.

¿Pero cómo van a decir lo contrario? Era obvio. En Santiago estábamos bien, muy unidos. Los problemas comenzaron en la final del año siguiente en Australia. Panatta perdió un partido clave. Se mascaba la tragedia… Y llegó en el 78. Se rebelaron contra mí. Me echaron.

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¿Por qué?

Mario Belardinelli era el presidente. Dicen que le hacía sombra.

Hablemos de Santiago.

Allí todos los periodistas hablaban conmigo. El presidente, entre comillas, cuando viajamos allí, aún no había sido elegido oficialmente como tal. Recuerdo que desde Roma se vanagloriaba diciendo a todo el mundo que el grupo había viajado solo gracias a él. ¿Entiendes? «Vaffanculo».

¿Entre los ex jugadores y usted al menos hay respeto hoy?

Amigos no. Respeto… Mira, he escuchado a Tonino Zugarelli decir unas tonterías… Menudo mentiroso. Decía que si su familia fue amenazada o no sé qué… ¿Pero de quién? Cuando sucedió todo eso, él no estaba en Roma. Era noviembre del 76 cuando estalló toda la polémica política en Italia, y en Roma solo estábamos Corrado Barazzutti y yo. Panatta estaba en América disputando un torneo, Zugarelli y Bertolucci en Argentina… ¿Qué coño están diciendo?

¿Pero qué dijo Zugarelli?

No. Dijo que su familia fue amenazada, pero no dijo dónde estaba. Es mentira. No sabían ni quién era.

Por situar a la gente: años de plomo. En Italia gobierna la Democracia Cristiana de Giulio Andreotti. Un año atrás asesinaron a Pasolini y faltaban dos para que las Brigadas Rojas mataran a Aldo Moro, quien quería formar con Enrico Berlinguer el famoso Compromesso Storico. La izquierda -apoyada por varios intelectuales de espesor- no quería que se disputara porque era como legitimar el régimen de un dictador. ¿A usted o su familia le amenazaron?

Dos veces. Recibía llamadas telefónicas anónimas con frases del tipo: «Fascista de mierda. Te matamos a ti y a tu familia». Creo que dos veces sucedió. No lo denuncié. Tanto… El coche de los Carabinieri estaba debajo de mi casa día y noche.

No era propiamente escolta, pero algo parecido. Fueron meses duros. Iba a la tele, participaba en programas radiofónicos… Recuerdo uno donde coincidí con Gian Carlo Pajetta, secretario del Partido Comunista, una especie de ministro de Exterior del PC… Salimos, y le dije que si todos los comunistas fueran como él, yo me habría inscrito al partido.

¿Por qué?

Porque fue inteligente. Comprendió que mi decisión de llevar allí a la escuadra no era política, sino puramente deportiva. Si no íbamos se la regalábamos al rival, en este caso Pinochet. A mí no me importaba un pimiento este Pinochet; yo quería ganar. De todas estas cosas hablábamos en los directos de la RAI. Pero insisto, fue duro, se instrumentalizaba todo, se tergiversaba… Luego ya en Chile con los pocos periodistas italianos que había. Mucha tensión; equilibrios precarios en la atmósfera. Sí.

Luego estaba la historia de las camisetas rojas, enfundadas como solidaridad a una sociedad oprimida.

Adriano, ya en Roma, dijo que lo hizo por las madres de los desaparecidos… ¿Tú crees que él habría tenido el valor de hacer eso allí? Si hubiera sido con esa intención en dos minutos le habrían fulminado. ¿Tú crees que allí podías insultar a Pinochet en la cara? Es una mentira. No lo hizo como afrenta al Régimen.

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¿Y usted qué sabe?

Nos lo habría dicho, porque entonces éramos muy amigos. En ese caso le habría dicho que estaba loco. Además, en el doble contra Fillol y Cornejo se pusieron varias. ¿Sabes por qué cogió la roja? Porque en París ese año ganó con la camiseta roja. Por superstición, basta.

Esa historia que se inventa, lo hace ya aquí en Italia. Allí no dijo nada. ¿Te das cuenta? Insisto, no le creo. Si es por superstición sí, pero lo otro no. Yo, por superstición, hice muchas cosas. Lo de rezar, ¿te acuerdas que lo hablamos? Luego ya en Italia con la Copa, en el aeropuerto de Fiumicino sin periodistas… Bueno, sé que la historia la conoces.

Sí, sin embargo, tengo la sensación que no hemos hablado lo suficiente de Manolo Santana.

Era como mi hermano. Le conocí en Montecarlo. Cuando le vi por vez primera me dije: «Pesa más la raqueta que él». Era buenísimo. Fui a Marbella hace algo más de un año para un evento sobre él. Era la persona más simple del mundo. No le alabo porque está muerto. ¿Sabes? Hay muchos muertos hijos de puta. Él nació pobre, fue recogepelotas… Y se hizo un grande. Era muy amigo del Rey Emérito.

¿Usted también es amigo de Juan Carlos de Borbón?

Cuando éramos pequeños jugamos a tenis varias veces. También era amigo de Alfonso de Borbón, que nació en Roma. ¿Sabes? Manolo entraba en El Pardo siempre que le daba la gana. Eran tan amigos Juan Carlos y él que cuando le informaron sobre el golpe de estado de Tejero, le llamó de noche para que, por favor, acudiera al Pardo.

¿Para qué?

Para hablar. Eran amigos, confidentes. La última vez que vi a Juan Carlos fue en Madrid. Estaba Manolo Santana, que le dijo: «Majestad, ¿se acuerda de Nicola?». No se acordaba ya. Creo que no estaba fingiendo.

¿Cuándo fue la última vez que usted cogió una raqueta?

Hace mucho, porque me he operado de las dos caderas a la misma vez. Al día después, con muletas, ya subía y bajaba escaleras.

Es verdad que lo apalabramos al inicio, pero Rafa Nadal ha vuelto. ¿Qué fue lo que más le gustó de él cuando se conocieron? Tiene fotos suyas por aquí, por casa…

La persona. No lo conozco muchísimo, pero parece humilde. Su tenis no me gusta mucho, pero a un ganador no le puedes discutir nada. Es magnífico, pero su estilo no es mi favorito. Nada que decir más.

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¿Recuerda tenistas que-aun no jugando como a usted le gusta- ganaban? No sé, a mí por ejemplo no me entusiasmaba Michael Chang, pero nadie le puede quitar habérselo puesto difícil a rivales infinitamente mejores como Sampras, Edberg o Lendl.

Muster no me gustaba nada. A mí me encantaban los partidos con Santana, basta. Soy el único que le ganó en España en Copa Davis.

Paolo Bertolucci, al que entrevistamos aquí, dice que los dos mayores talentos tenísticos que vio en su vida fueron usted y Santana.

Paolo tenía un gran revés. Me acuerdo perfectamente. Puede tener razón, porque nosotros jugábamos para el público también. Hoy lo hacen por los puntos y el dinero. A nosotros nos divertía jugar. Alcaraz sí parece que lo haga, pero no sé…

No me quiero despedir sin hablar de sus pinitos en el cine. En una película actúa junto a Peter Ustinov.

He hecho cinco películas, pero nunca hablé. A Peter le conocí fuera del cine. Era ruso, pero coincidimos en Londres. Le encantaba el tenis. Creo que además jugaba. Por cierto, la película era C’era un castello con 40 cani.

¿Hablaron en ruso?

No, porque ya lo había olvidado. Hoy ya no puedo mantener una conversación en esta lengua.

Lo que no sabe casi nadie de usted es que en Roland Garros también ganó en dobles mixto. Era el 58, y su pareja Shirley Bloomer.

El doble mixto lo he jugado tres o cuatro veces en mi vida, algunas de ellas con la brasileña María Bueno. En París, Shirley me sugirió que nos inscribiéramos juntos porque había perdido, pero quería permanecer más tiempo en Francia. Estaba allí con su novio, creo. Yo he jugado siete finales de Grand Slam: cuatro singulares, dos dobles y un mixto. Gané cuatro y perdí tres.

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Cuando usted era tercero del mundo, ¿quién era el segundo? Porque el primero sabemos que era Rod Laver.

Creo que Neale Fraser, pero no estoy seguro. Te contaré una última cosa: en las semifinales de Wimbledon’60 perdí 6-4 el quinto set contra Laver (en 1961 el italiano se vengó en el polvo de arcilla romana). La otra semifinal era entre Fraser y Krishan, de La India, muy bueno. Todavía se tenía que jugar, pero Fraser se acercó para decirme que era feliz por mi derrota. Me confesó que se sentía ganador.

¿Por qué? Lo curioso es que tenía razón.

Porque Laver sufría contra los zurdos.

Un zurdo magnífico que sufría contra los de sus mismas características.

Fraser ganó Wimbledon. Luego me vengué de él en la Davis. Respecto a Laver, él me temía en la tierra. A mí me encantaba jugar contra los zurdos. Me encontraba cómodo, no sé. Con Fraser perdí una vez en mi vida. Le gané incluso en la hierba. Todo ha sido muy apasionante, sí. Un bonito viaje.

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