Juegos Olímpicos

De José Manuel Abascal a la quimioterapia: historia sentimental de un desencanto olímpico

Es noticia

José Manuel Abascal celebrando la medalla de bronce en Los Ángeles 85. Fotografía cortesía de josemanuelabascal.es
José Manuel Abascal celebrando la medalla de bronce en Los Ángeles 84. Fotografía cortesía de josemanuelabascal.es

No recuerdo que el baloncesto me gustara especialmente en 1984. No recuerdo, de hecho, que a los siete años mi gusto por los deportes fuera más allá de los fenómenos de masas que generaban puntualmente en una ciudad donde los dos principales equipos de fútbol no pasaban por sus mejores días. Me crie en un hogar en el que los fines de semana se veía La Clave y suficiente pelea era conseguir ver un trozo del Un, dos, tres como para malgastar las energías en pelotas, porterías y similares.

De aquella época pre-Los Ángeles solo guardo tres flashes: un España-Suiza, puede que amistoso, del que todo el mundo hablaba en mi guardería ‚—extraña guardería y extraña memoria que recuerda todo aquello, incluso el 3-0 final—, el 12-1 a Malta, aunque puede que este recuerdo se generara con posterioridad, y la final de la Eurocopa de 1984, cuando mi tío me prometió que me llevaría a la Cibeles pasara lo que pasara y con la derrota se le quitaron las ganas.

En fin, que mis primeros Juegos Olímpicos no fueron exactamente los de Corbalán, Martín, Epi y compañía, ni estuvieron llenos de noches en blanco celebrando canastas. Sí es verdad que estaba al tanto de ello, con cierta distancia, unas vacaciones en Salamanca esperando que alguien me despertara para ver partidos que al final, con buen juicio, me grababan para el día siguiente. España aplastando a Yugoslavia por veinte puntos arriba. Michael Jordan antes de ser Michael Jordan.

Para mí, Los Ángeles era el hombre aquel que llegó del cielo para encender la antorcha en un aparatejo que parecía sacado de El dormilón, algo que por entonces se consideró tecnología punta. El primer nombre que me viene a la cabeza cuando pienso en deporte no es Carl Lewis ni Mary-Lou Retton, sino José Manuel Abascal. La última vuelta de José Manuel Abascal liderando a los tres ingleses: Sebastian Coe, vigente campeón olímpico; Steve Cram, vigente campeón del mundo, y Steve Ovett, vigente recordman de la especialidad.

Abascal cediendo ante Coe y Cram, Ovett exhausto echándose a un lado de la pista y el keniata Joseph Cheshire viniendo desde atrás para amenazar el bronce del cántabro, que conseguiría aguantar a duras penas. Fue el único de los cuatro —y eso incluye al campeón, Coe— que entró en meta celebrando, como si supiera que una medalla en atletismo, una medalla en la gran carrera olímpica junto a los cien metros lisos le haría pasar a la historia.

Gracias, Seúl, contigo empezó todo…

El problema es que la gesta de Abascal quedó eclipsada demasiado pronto, al menos en mi opinión. Puede que solo los niños de entonces la recordemos con el impacto que se merece. Aquello superaba con mucho la plata de Llopart en marcha, cuatro años antes, pero coincidió con el mencionado estallido de la selección española de baloncesto —las gafas de Díaz Miguel en el Forum de Inglewood, el lugar donde su excentricidad mejor encajaba, lejos de la Nevera del Ramiro de Maeztu— y con todo el aluvión de fondistas que llegaría después, cortesía de la planificación «científica» de la Real Federación de Atletismo y el Comité Olímpico Español.

A Abascal le sucedió José Luis González en nuestros corazones. González era más directo, más decidido, más fanfarrón que el callado chico del norte. Después de ser medalla de plata en el Mundial de Roma de 1987, detrás de Abdi Bile, su carrera olímpica quedó en nada: sus Juegos deberían haber sido los de Seúl pero una lesión le mantuvo alejado de la gloria. Ya sin Coe, sin Bile, sin el mítico Aouita y con un Cram disminuido, la tercera plaza del alemán oriental Herold debería haber estado a su alcance. No pudo ser.

Aquellos juegos de Seúl fueron los de la concordia. La primera vez en doce años que Estados Unidos y la Unión Soviética coincidían. Para mí, fueron los Juegos de antes de ir a clase. Nos los pusieron de madrugada y en pleno mes de septiembre. Una ruina. Mientras mi abuela me preparaba el desayuno veíamos la gimnasia artística, discutiendo sobre quién era mejor, si la sonriente Daniela Silivas o la hierática Elena Shushunova.

Supongo que, en el fondo, los Juegos Olímpicos son eso: la posibilidad de interesarte por cosas sin interés alguno. Ver con tu abuela el duelo entre una gimnasta rumana y una soviética a las ocho de la mañana, con las legañas aún puestas. De Seúl sí recuerdo casi todo, claro. Íbamos con los chicos malos: en atletismo, éramos de Ben Johnson y así nos fue. En baloncesto, éramos de la Unión Soviética, de los bigotes de Sabonis, Khomicius, Kurtinaitis, Marciulionis y compañía, esa entrañable colección de lituanos a los que todo el mundo se empeñaba en llamar «rusos».

En general, la URSS tenía un encanto que ya parecía vintage en plena perestroika: los uniformes rojos ceñidos y las misteriosas iniciales CCCP; el símbolo de la alternativa, sin que nos atreviéramos a plantearnos en serio qué tipo de alternativa, por supuesto, porque eso haría la estética inviable. Aunque el país ya no era lo que fue, seguía teniendo ese punto oscuro, de grandes héroes gélidos salidos de la nada, deportistas de los que no sabías nada en todo el año, preparación a lo Ivan Drago en Rocky IV. Luego otro año, quizá cuatro, de silencio.

De aquellos tiempos recuerdo que no solo imaginaba la edad que tendría cuando llegara el año 2000 —won´t it be strange when we´re all fully grown?— sino la edad que tendría cuando llegaran los Juegos Olímpicos de Barcelona, porque yo no tenía duda alguna de que acabaría siendo olímpico, por supuesto, aunque no entrenara, aunque fracasara en cada Test de Cooper, aunque nunca consiguiera coordinar mi cuerpo ni alcanzara a tocarme los pies con las puntas de los dedos ni llegara siquiera al 1,75 m.

Me ponía de pie, bien erguido, una pose casi fascista, cuando escuchaba a Vangelis y mi abuelo me reñía porque parecía un payaso. El olimpismo me debía una: unos Juegos de día, unos Juegos de vacaciones, unos Juegos de veinticuatro horas.

Barcelona 92 y una larga tristeza poscoito

Y entonces llegó ese espejismo, ese fin de la infancia. Primer año de instituto. Las dudas se centraban en si Antonio Rebollo lograría encender el pebetero de un flechazo y todos pensamos que así había sido, aunque en realidad la flecha casi acabara en Sants. El mejor ejemplo de lo que fueron aquellos Juegos en lo que todo lo que pedimos nos fue dado, incluso una medalla en pértiga, sin querer preguntarnos nada, por supuesto, porque si uno puede animar a la URSS o a la RDA, ¿por qué no va a admirar la culminación de la gran obra de Eufemiano Fuentes?

Recuerdo el reguero de medallas y lo recuerdo desde un hospital de Santander, tierra de Abascales. González también participó, pero todo el mundo se acuerda de Fermín Cacho exultante, mirando hacia atrás como loco y abriendo los brazos como si quisiera abarcar todo el país. Donde España ponía el ojo, acababa poniendo la bala salvo que se cruzara un grupo de angoleños. Mi padre descansaba con un peso de un kilo en el pie para que la pierna estuviera siempre recta y la cadera se soldara. Tenía la edad que yo tengo ahora y bromeaba sobre doma olímpica y regatas. Los chistes que yo le haría ahora a mi hijo si mi hijo tuviera más de dos años.

Fermín Cacho (Foto: Cordon Press)

En fin, pasada la euforia quedó una especie de insatisfacción noventera, un desencanto grunge. Atlanta de noche, desde una buhardilla de Londres; Sydney otra vez de día, Kylie Minogue adorada como una diosa. Se acabaron los días y se acabaron las vacaciones. Empezó otra cosa, una cosa de ratos sueltos y de mirar el calendario a ver si algo cuadra antes o después del trabajo. Atenas 2004, la misma ciudad en cuyas ruinas dormía mis resacas adolescentes. Pekín 2008, con sus barcos croatas salidos de la nada, y Londres 2012, el sueño de volver a tirarse en el sofá y dejar pasar las horas hasta que llegó de nuevo el hospital y el padre y la quimioterapia y, ya sí, el adiós, cinco ciclos olímpicos más tarde. Desde entonces, lo recuerdo todo en una nebulosa de sueño. Como si desde Silivas y Shushunova, en rigor, no hubiera pasado nada. Como si el tiempo se hubiera detenido ahí, en ese mundo de Antonio Corgos y Juanito de la Cruz. Opciones de medalla en la clase 470. La virginidad en el éxito…

2 Comentarios

  1. Mi más sentido pésame, Guillermo.

  2. Para ser un tipo sumamente pesado autor de macroepístolas farragosa y plomizas, hay que reconocer que esta vez ha estado Ortiz acertado en cuanto a la extensión, adecuada. Que sirva de precedente y no nos torture con su habitual tochazo farragoso y de aluvión sin orden ni concierto

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*