En la entrevista que mantuvo en 2011 con Paul Kimmage, poco antes de que estallara definitivamente el caso Armstrong tal y como lo conocemos, Floyd Landis aseguraba que solo se vio ganador del Tour de Francia de 2006 cuando habló con su gran rival, Óscar Pereiro, y se aseguró de que no tenía ninguna droga nueva, que los dos llevaban lo mismo. En idénticas condiciones, sabía que los treinta segundos de ventaja del español no le valdrían para nada en la última contrarreloj, en la que Landis estaba llamado a sacarle entre uno y dos minutos.
Por supuesto, Pereiro siempre ha negado esta conversación. El propio Kimmage, un activista de la lucha contra el dopaje desde que se bajó de la bicicleta a principios de los noventa, se sorprendió al oír la respuesta. «You´re kidding me», le soltó a Landis, como si una parte de él estuviera encantado de oír algo así y a la otra le pareciera demasiado bueno como para ser cierto.
A decir verdad, Landis estaba muy enfadado con Pereiro. El estadounidense no tenía problema en reconocerse un tramposo pero llevaba peor que se lo llamaran los demás. Había sido compañero de Pereiro un año en el Phonak, justo cuando salió del US Postal pegando un portazo, y no le consideraba trigo limpio. Siempre según Landis, su excompañero conocía los mismos atajos que él frecuentaba. Hipocresías, las justas.
Puede que fuera por su estricta educación menonita, sus constantes peleas con sus padres en torno al concepto del deber o por sus años obedeciendo con mala conciencia a Lance Armstrong y a Johan Bruyneel, pero el caso es que Landis se había convertido en algo así como un gato enjaulado entre la conciencia de que había hecho lo incorrecto y a la vez la necesidad constante de justificación, consistente en culpar a todos los demás de las mismas faltas.
Considerado un tipo raro dentro del pelotón, Landis había sido de maduración muy tardía: no vio su primera etapa del Tour —según sus palabras— hasta los veinte años, no debutó en el Tour hasta los veintisiete y no logró hacerlo como jefe de filas hasta los treinta. Enfrentado a Armstrong por su sonora salida del US Postal y por extensión enfrentado a la UCI, Landis era un hombre de pocos amigos entre sus compañeros, demasiado preocupados por asuntos que a Floyd le resultaban ajenos.
Todo en él era agonía, un desgarrarse entre lo que él quería ser —ciclista, famoso, ganador, cualquier cosa que le sacara de la mediocridad— y lo que los demás querían que fuera —rebaño—. Cuando se supo que el Tour de 2006, el primero sin Lance Armstrong desde 1998, tampoco iba a contar con Ullrich, Basso o Vinokourov, afectados por la reciente Operación Puerto, muchos vieron en el menonita de Pennsylvania al gran favorito para tomar el relevo del patrón. Sus rivales: Alejandro Valverde, George Hincapie, Cadel Evans, Dennis Menchov y, en un segundo plano, Iban Mayo, Carlos Sastre o los italianos Damiano Cunego y Gilberto Simoni.
Landis ya había ganado aquel año la París-Niza y un par de competiciones menores en Estados Unidos. Conocía el Tour al dedillo por su experiencia en el Postal y había quedado noveno el año anterior, el primero en el que pudo volar libre. Por experiencia y por calidad, nadie podía igualarle. Otra cosa sería la cabeza. Aquel estaba llamado a ser el Tour más igualado y espectacular en muchísimos años.
La escapada que cambió la historia
El ciclismo de principios de siglo se había articulado en torno a unos pocos equipos dominadores: el citado US Postal/Discovery Channel de Armstrong, el Telekom y sus derivados, con Ullrich a la cabeza, la ONCE y sus acepciones posteriores, expresión máxima del trabajo en grupo bajo la dirección de Manolo Saiz, y por último el Banesto o Islas Baleares o Caisse d´Epargne, según Unzúe y Echávarri fueran encontrando uno u otro patrocinador.
De los cuatro, solo este se presentó con sus mejores hombres en la salida de Estrasburgo y, desde los tiempos de Indurain, ya lejanos, no habían tenido que mostrarse realmente vigilantes en carrera, lo que dejaba la duda de quién iba a ser el encargado de controlar las etapas y marcar el ritmo al grupo. Caisse d´Epargne contaba como cabeza de filas con un hombre que acabaría involucrado en la Operación Puerto pero que había pasado indemne el primer filtro: Alejandro Valverde. El murciano, a sus veintiséis años, ya había entrado en la discutible espiral de sacrificar victorias en pruebas de un día para preparar vueltas de tres semanas y el prólogo pareció darle la razón: quedó tercero a pocos segundos de Thor Hushovd, primer líder de la carrera, mientras Landis solo pudo acabar noveno.
Aquello era indicio de que Valverde iba muy bien, como bien iba Hincapie, heredero de las ganancias marginales de Armstrong en el Discovery Channel, y que compartió mejor tiempo con el campeón noruego. De hecho, llegó a vestirse al día siguiente el maillot amarillo. Sin embargo, todo se vino abajo en la tercera etapa: Valverde cayó y se rompió la clavícula, un paso más en su tormentosa y a menudo accidentada relación con el Tour.
La decepción fue absoluta. Eusebio Unzúe no tenía palabras mientras Óscar Pereiro, uno de sus gregarios, afirmaba contundente: «Se nos han roto las ilusiones en el Tour». No le faltaba razón: después de la primera contrarreloj y la primera etapa de montaña en los Pirineos, con llegada a Val D´Arán, Landis se hizo con el liderato, dejando a Menchov y Evans a poco más de un minuto. El gallego, completamente desfondado, caía al cuadragésimo séptimo puesto en la clasificación general a más de veintiocho minutos y medio de su excompañero de equipo… Un margen bien calculado para poder intentar la victoria de etapa en alguna fuga sin llamar demasiado la atención de ningún líder.
Así, en la decimotercera etapa, el gallego consiguió colarse en un numeroso grupo de escapados que fue desgranándose entre puertos y ataques hasta acabar en un dúo junto a Jens Voigt. Hasta aquí, todo normal. Lo verdaderamente extraño fue el comportamiento del pelotón, el desentendimiento total de Phonak ante la amenaza de un hombre que había quedado décimo en la prueba los dos años anteriores, es decir, que tenía piernas y experiencia para aguantar tres semanas con los mejores. La ventaja de los fugados llegó a superar la media hora y se quedó en meta en 29 minutos y 57 segundos. Voigt se llevó la etapa, como era de prever, y Pereiro se vistió de amarillo, dejando la duda de si lograría convertirse en un segundo Roger Walkowiak.
De la nada de La Toussuire al todo de Morzine
Con todo, lo normal era que por mucho que Pereiro luchara, como lucharon en su momento Voeckler y otros tantos líderes inopinados con talento suficiente como para aguantar en la élite varios días, acabara cayendo en Alpe D´Huez dos días más tarde, como acabó sucediendo. En la cima más mítica del Tour, Frank Schleck se imponía a todos sus rivales y Floyd Landis atacaba para conseguir recuperar el liderato por tan solo diez segundos. Menchov y Sastre quedaban ya a más de dos minutos y Evans a casi tres.
Aquella fue una tarde de sensaciones agridulces: por un lado, Pereiro había cedido el maillot amarillo y no cabe duda de que le habría gustado pasar a formar parte de la lista de grandes corredores que salieron líderes de Alpe D´Huez, prácticamente todos ellos campeones días después en París. Sin embargo, su rendimiento había sido formidable: se había mantenido junto al resto de «gallos» y solo la evidente superioridad de Landis le había relegado al segundo puesto. Nada de lo que lamentarse. Si la cosa seguía así en las dos etapas alpinas restantes, el pódium estaba asegurado: Pereiro no solo se defendía en montaña sino que, sin ser un excelente contrarrelojista, tampoco solía venirse abajo en dicha especialidad.
Lo que nadie esperaba era lo que sucedió en La Toussuire, llegada en cima de la decimosexta etapa: tras un devenir más o menos tranquilo, un ataque de Sastre dejó a Landis con unos metros de retraso. Después de siete años viendo como es el maillot amarillo el que dejaba atrás sistemáticamente a sus rivales, la imagen llamaba la atención. No quedó ahí la cosa: Landis estaba en serios apuros. Intentó ponerse de pie en la bici, ajustar la respiración… pero no hubo manera. Los grupos le fueron adelantando mientras él tiraba de riñones para mitigar la desventaja. En un par de kilómetros había cedido ya dos minutos, pero eso no será nada: con Pereiro persiguiendo a Sastre y llevando consigo a Andreas Klöden y Cadel Evans, el menonita acabaría la etapa a más de once minutos del vencedor, el danés Rasmussen y con más de ocho minutos de desventaja sobre sus máximos rivales. En la general, pasaba del primero al undécimo puesto, a 8´08″ de Pereiro.
Como apuntaría el propio Kimmage posteriormente, aquello parecía la señal de que algo había cambiado en el ciclismo… para bien. Que los corredores volvían a ser humanos y no robots de rostro impávido que no fallaban nunca. Nada más lejos de la realidad. Lo que le pasó a Landis ese día nadie lo sabe, pero no duró más de veinticuatro horas. Al día siguiente, al margen de todos los pronósticos, que vaticinaban una lucha sin cuartel entre Pereiro y Sastre, con Klöden y Evans como posibles outsiders, Landis decidió atacar de salida, lleno de rabia. En sus palabras, «con el objetivo de ganar la etapa, nada más, como mucho llegar al pódium».
Para ello, hacían falta dos cosas: una actuación prodigiosa, heroica, que culminara con éxito ciento cuarenta kilómetros de fuga… y la desidia y falta de organización de sus rivales. Curiosamente, se dieron ambas cosas. Landis atacó en Saisies y ni Caisse d´Epargne ni CSC ni Telekom pusieron pega alguna, quizá como homenaje al héroe caído. En lo alto de aquel primer puerto de la jornada la ventaja ya era de tres minutos y medio, que serían casi seis en la cima de Aravis. Por entonces, Landis aún no iba solo sino con cuatro compañeros, el más destacado de todos, Sinkewitz, a la sazón compañero de Klöden en el Telekom, justo el hombre que en principio se jugaba el pódium aquel día.
Por detrás, todos se miraban: al Caisse d´Epargne no le quedaban hombres para controlar la fuga y el CSC se negó a hacerlo, por razones que se escapan al entendimiento. El equipo de Bjarne Riis, de lejos el mejor de aquella edición, solo empezó a tirar tímidamente cuando, en plena Colombière, la diferencia superó los ocho minutos y medio, lo que convertía a Landis de nuevo en líder de la carrera. A la desesperada, ya subiendo la Joux Plane, el último gran puerto del día, Carlos Sastre lanzó un ataque pírrico: ni conseguiría recortar lo suficiente la diferencia a Landis ni aventajaría demasiado a Pereiro en su lucha fratricida.
La hazaña era sospechosa, como todo en el ciclismo moderno, pero mayúscula. Landis no solo ganó la etapa sino que lo hizo con 5´42″ de ventaja sobre el segundo, tras una fuga de ciento cuarenta kilómetros y quedándose a apenas treinta segundos del liderato gracias a las bonificaciones. Con la citada contrarreloj final a dos días, el Tour era suyo… y lo fue, como ya sabemos. Sus padres fueron a verle a París —la segunda vez en toda su carrera que aceptaban dejar su rancho de Lancaster County— y su esposa Ambar lloraba como una niña pequeña.
Del oprobio a la redención
Solo que a los pocos días, el presidente de la UCI salió a los medios con una declaración inquietante: «Solo ha habido un positivo en el Tour de Francia y si se confirma, sería una decepción enorme». Era posible que Pat McQuaid se sintiera decepcionado por el dopaje del trigésimo cuarto clasificado en el Tour, pero todo apuntaba a una decepción aún mayor, a lo grande, es decir, un fraude del ganador.
Así fue. El laboratorio confirmó el positivo por testosterona y todos los sueños de Landis se vinieron abajo. Su primera reacción —como la de todos— fue negarlo. De hecho, no le resultó difícil porque él sigue asegurando a día de hoy que no utilizó testosterona en aquella edición del Tour, aunque sí lo hiciera en otras. Se fue a España, donde mejor se cubren estas cosas, buscó asesoría legal e inició un proceso que le costó un dineral, un divorcio y ser repudiado por sus padres, que ya veían mal lo de competir en bicicleta rodeado de pecados potenciales como para que encima el apellido Landis se vinculara a la trampa y el engaño.
A Landis le cayeron dos años de sanción en los que intentó rehacer su vida sin éxito alguno. El estigma de tipo raro le perseguía y su cadera no le daba para competir profesionalmente. Fue mendigando un equipo profesional pero todas las puertas se le cerraron. Landis fue el hombre elegido por la UCI para mandar un mensaje al mundo y el mundo se dio rápidamente por enterado. Cuando se filtró en 2008 que Bruyneel y Armstrong planeaban montar un nuevo equipo, acudió cual corderito a pedirles trabajo. Le marearon un rato, para divertirse, y al final se lo negaron, en recuerdo de la abrupta forma que tuvo Landis de marcharse del redil en 2004.
Desesperado, Landis decidió contar la verdad. Su verdad y la de su antiguo jefe. La contó en la prensa y la contó en privado, rehaciendo su vínculo con su familia. Nadie le creyó, menos aún teniendo en cuenta que en 2007 había escrito un libro reivindicativo, Positively false, en el que negaba dopaje alguno. Como fichas de dominó, el arrepentimiento desesperado de Landis fue empujando al de otros compañeros de los años locos del US Postal: Hamilton también sacó su libro, un catálogo farmacéutico de primera, y a ellos dos se les fueron uniendo Vaughters, Andreu, Leipheimer y, en el último momento, y bajo orden federal, George Hincapie, el gran lugarteniente y amigo de Armstrong.
Hay que entender aquello como una especie de redención. Las culpas comunes no eximen de las individuales, pero de alguna manera Landis debió de sentirse en paz al ver que todos pagaban, incluso el intocable. Una paz un tanto extraña, en cualquier caso, como todo en el menonita: volviendo a la entrevista con Kimmage, resulta curioso leerle que volvería a hacerlo todo igual, desde el principio, como si el éxito fuera una droga demasiado poderosa como para librarse nunca de sus efectos. Lo único que cambiaría, apuntaba, sería que esta vez no tendría problemas en reconocer su positivo cuando le pillaran.
Claro que, visto lo visto, igual habría que poner esa afirmación entre paréntesis.