A los pocos días de ser nombrado general manager de los Chicago Bulls en 1985, Jerry Krause se puso en contacto con el atípico Phil Jackson para ofrecerle el puesto de ayudante de Stan Albeck, el entrenador jefe en aquel momento. Jackson, exjugador de los Knicks y los Nets, neoyorquino empedernido, y nostálgico de los mágicos años sesenta y los movimientos New Age, era una opción muy improbable. Sus días como entrenador pasaban con cierta apatía en la CBA, donde acumulaba victorias con los Albany Patroons sin apenas reconocimiento mediático.
¿Por qué se fijó Krause en aquel tipo raro? Imposible saberlo. Krause funcionaba así: era instintivo, obsesivo, cabezota. Todo lo malo que se puede decir de él es a su vez lo que le hizo triunfar en la NBA. Los Bulls estaban en un momento decisivo de su trayectoria. Acostumbrados a ser una franquicia menor, contaban por fin con un jugador estrella que podía cambiar el rumbo del club y por extensión de la ciudad: Michael Jordan. Por supuesto, Krause era consciente de que tenía que rodearle de buenos jugadores, pero sobre todo tenía que rodearle de los técnicos necesarios para formar un equipo, iniciar un plan de varios años que culminara en el instante preciso.
El único requisito que le puso Krause a Jackson, como es lógico, fue que se entrevistara con Albeck y fuera el técnico el que decidiera. Confiaba en él pero no tanto como para crear un cisma en el banquillo. Phil se presentó con una estrambótica camisa y un sombrero de panamá con una flecha en lo alto. Albeck no necesitó mucho más de una hora para darse cuenta de que aquel excéntrico no tenía nada que ver con él. Le dijo a Krause que lo intentara otro año, cuando se comprara un traje y una corbata. A Krause no le quedó más remedio que recular, pero en ese momento se convenció de que si Jackson no era el hombre que Albeck necesitaba, tampoco Albeck era el hombre que necesitaban los Bulls.
Resulta curioso recordar estos inicios años más tarde, tras la muerte de Krause y su reputación como hombre huraño, esquivo y malhumorado, intacta. Krause y Jackson acabarían convirtiéndose en enemigos irreconciliables, acabando con aquel «No vas a seguir aquí aunque ganes los ochenta y dos partidos de liga» que le soltó justo antes de la temporada 1997/98, la última de Jackson, Jordan y Pippen en Chicago. La mala prensa de Krause, las críticas constantes a su trabajo tienen un fácil contrapeso: acertó en casi todo. Vio lo que hacía falta antes que los demás y por eso, solo por eso, Jerry Reinsdorf, dueño de los Bulls y hombre de negocios más que de baloncesto, le mantuvo en el cargo durante casi dos décadas contra viento y marea.
Porque el caso es que Krause no olvidó a Jackson después de la dichosa entrevista. Se sintió algo dolido, es cierto, pero dejó el orgullo al lado y le ofreció en 1987 colaborar con Doug Collins, un hombre de otra generación y con quien podía tener mayor afinidad. El temperamental Collins hizo una excelente pareja durante dos temporadas con el meditabundo y paciente Jackson. Uno se encargaba de las tácticas y el otro de los jugadores, de sus necesidades, de su aprendizaje. Krause tenía razón: aquel hombre era el idóneo para dar el paso adelante que necesitaba la franquicia, el que les llevara a su primera final de la NBA, incluso a su primer título.
No fueron años fáciles, en cualquier caso. En el draft de ese mismo 1987, Krause se hizo con Scottie Pippen y Horace Grant en unos puestos improbables para jugadores de tanta calidad. Esta maniobra junto a la consiguiente mejora deportiva del equipo le valieron el premio al mejor ejecutivo del año al acabar la temporada… pero no sirvió para que sus propios jugadores le respetaran más.
Bajito y gordinflón, a Krause le conocían en el vestuario de los Bulls como «el migajas» porque siempre tenía la chaqueta o la camisa llenas de migas de dónut. Jordan, en concreto, no confiaba en él y se burlaba constantemente en su cara, ejerciendo el papel de matón que tantas veces se arrogó a lo largo de su carrera. A su vez, bastaba con que la gran estrella pidiera algo, para que Krause se empeñara en hacer lo contrario.
Su gran enfrentamiento llegó probablemente en 1988, cuando Krause decidió mandar a Charles Oakley a los Knicks a cambio del veterano pívot Bill Cartwright. Inmediatamente, como solía hacer, Jordan acudió a la prensa: «No entiendo cómo una franquicia puede cambiar a un chico de veinticuatro años por un señor de treinta y cuatro», dijo, dejando claro su malestar. Oakley era su hermano, su protector, el que estaba dispuesto a liarse a golpes con el Laimbeer de turno si se sobrepasaba en alguna falta contundente. Cartwright, según Jordan, no era nadie.
El affair Kukoc-Pippen
Pero sí lo era para Phil Jackson, aún segundo entrenador. La conexión entre Jackson y Cartwright fue inmediata y, dados los continuos fracasos de Collins ante los Detroit Pistons, Krause no tuvo más remedio que tomar una decisión tremendamente impopular: echar al hombre que les había llevado de la nada a la final de conferencia y poner a un novato del que el gran público apenas sabía gran cosa. Antes lo consultó con Jordan, por supuesto, y la superestrella aceptó a regañadientes. Él también era consciente de que hacía falta un cambio pero no estaba seguro de que ese fuera el adecuado.
El caso es que, tras un nuevo tropiezo ante los Pistons en 1990, llegó por fin la temporada del primer título. Todos los que recuerdan aquellos años insisten en lo improbable del éxito de aquel equipo. El presidente parecía ausente, entre sus negocios y su verdadera pasión: el béisbol. El general manager no se hablaba con sus jugadores, que lo despreciaban: Michael Jordan pensaba que era un inútil y Scottie Pippen consideraba que se estaba burlando de él al negarle una renovación más que merecida.
Krause, siempre fiel a sus intuiciones, veía en B. J. Armstrong y Stacey King, es decir, en sus selecciones del draft, el futuro del equipo. Eso afectó a John Paxson y a Horace Grant, que vieron peligrar su puesto como titulares y se unieron al extenso grupo de críticos. Aquel fue el principio de una guerra civil que duraría ocho años. Cómo se las apañaron para ganar seis títulos en el camino es un verdadero misterio.
Todavía habría tiempo aquel año para un nuevo enfrentamiento con Jordan. Michael, un hombre siempre fiel a su universidad de North Carolina llevaba tiempo cortejando a Walter Davis, su ídolo de juventud. Creía que Davis era justo la pieza que faltaba, pero Krause se enamoró locamente de Toni Kukoc. ¿Quién era Kukoc en 1991? Un jugador dominador en Europa pero poco más, al menos a los ojos del aficionado estadounidense. El prejuicio hacia el resto del mundo seguía presente y Krause fue de los primeros en intentar derribarlo. Aquel año, Kukoc se la jugaría yéndose por dinero a la Benneton de Treviso. Cinco temporadas más tarde, sin embargo, sería nombrado mejor sexto hombre de la liga y se convertiría en una pieza clave dentro del equipo que ganó tres anillos seguidos de 1996 a 1998.
Krause, de nuevo, tenía razón: aquel chico valía para el baloncesto profesional.
Entre polémicas y desencuentros fueron pasando los años: Pippen consiguió su renovación, todo el mundo se olvidó de Oakley, Jackson se consolidó en el banquillo… y un buen día, Jordan decidió retirarse. ¿Se imaginan lo que eso supone para una franquicia? Vienes de ganar tres títulos y pierdes al mejor jugador de todos los tiempos de la noche a la mañana. Ese golpe había que pararlo de alguna manera, y Krause hizo una serie de movimientos inteligentes: de entrada, trajo por fin a Kukoc, fichó también a Ron Harper, en principio como referencia ofensiva, y a un casi desahuciado Steve Kerr, como especialista en el tiro.
Incluso sin Michael Jordan en el equipo y a pesar de los desencuentros entre Pippen y Kukoc, los Bulls ganaron 55 partidos y llegaron a la semifinal de conferencia ante los Knicks de Ewing, Starks y Pat Riley. Solo cayeron después de siete batallas y la colaboración inestimable del árbitro Hue Hollins, que se inventó una falta decisiva de Pippen sobre Hubert Davis. Quizá el éxito de esa temporada —mitigado al año siguiente con la marcha de Grant a Orlando— fue lo que convenció a Krause de otra de sus míticas e hirientes frases: «Son las organizaciones, y no los jugadores, los que ganan títulos». En esta ocasión, eso sí, se equivocaba de plano.
La agonía del último baile
Porque el caso es que los títulos solo volvieron a Chicago cuando Michael Jordan decidió regresar al equipo. Algo tuvo que ver, por supuesto, la base que Krause había formado, incluyendo al australiano Luc Longley como sustituto natural de Cartwright y añadiendo el fichaje de Dennis Rodman cuando nadie en la liga quería saber nada de él. Krause apostó y la apuesta le salió redonda, pese a las continuas excursiones a Las Vegas del indomable ala-pívot.
Los Bulls repitieron triplete, pero cada verano se convirtió en un culebrón en el que Krause siempre hacía de malo. Tanto Jordan como Jackson decidieron prolongar su contrato año por año, de manera que nunca se sabía cuándo llegaría definitivamente el último baile. Krause detestaba tanta inestabilidad y detestaba el pulso constante. Le parecía injusto, desigual… ellos tenían toda una ciudad detrás y él no tenía ni al presidente de su lado, empeñado en pagarles todo lo que pidieran por mucho que Krause no dejara de recomendar una reconstrucción.
En ese sentido, la temporada 1997/98 fue dantesca. Como ya sabemos, el destino de Jackson estaba fuera de los Bulls pasara lo que pasara. Jordan dejó claro que no pensaba seguir con otro entrenador de por medio y Pippen vinculó su decisión de renovar a lo que pasara con sus dos inseparables compañeros. Es probable que aquí Krause calculara mal y pensara que, deportivamente, los Bulls se la iban a pegar. El equipo estaba viejo y jugaba mucho peor que otros años. Ganaba por veteranía y por el bajo nivel de sus rivales, pero algo le decía que, esta vez sí, los Knicks o los Pacers o los Jazz se los llevarían por delante en play-offs y eso le dejaría a él en situación idónea para justificar un borrón y cuenta nueva.
No fue así. A duras penas y sufriendo como perros, los Bulls se acabaron imponiendo a los Jazz en Salt Lake City gracias a aquella suspensión prodigiosa de Jordan con Bryon Russell observando desde el suelo. En las celebraciones posteriores, la ciudad de Chicago se volcó pidiendo que sus ídolos volvieran un año más, que se les diera la oportunidad de disfrutar de nuevo de ese milagro constante. Krause se cerró en banda y los pocos amigos que le quedaban se volvieron enemigos acérrimos. Para el resto de sus días, pasaría a la historia como el hombre que deshizo una dinastía. Solo en su muerte, se ha recordado que él mismo fue el que la creó.
Los últimos años de Krause como general manager de los Bulls fueron un continuo quiero y no puedo. Aguantó en el cargo hasta 2003, cuando presentó su dimisión alegando problemas de salud relacionados con su obesidad. La realidad era que el equipo era un desastre y que ninguna de sus elecciones en el draft habían salido como él esperaba: Elton Brand, Marcus Fizer, Tyson Chandler, Jamal Crawford, Ron Artest… ninguno fue capaz de cambiar el rumbo de la franquicia y acabaron triunfando en otros equipos. La guinda fue la elección de Jay Williams, número dos del draft de 2002 y que solo pudo jugar una temporada en la NBA antes de lesionarse de gravedad en un accidente de circulación.
Abandonado por la prensa y sumergido en sus recuerdos, Krause ha pasado los últimos catorce años de su vida al margen de los titulares. No sé cómo lo habrá llevado. Probablemente, mal, alimentando su leyenda de maldito e incomprendido. Solo en la hora de su muerte, puede que el hombre más odiado de Chicago halle por fin su rendición. Lo que hizo de 1986 a 1998 solo puede compararse con lo que hicieron otros grandes como Red Auerbach en su momento. Un legado indiscutible y gigantesco. Probablemente, irrepetible.
Sigue siendo el más odiado, como se demostró con su abucheo entre la afición de los Bulls a principios de año. Lástima que este artículo no se haya molestado en actualizar datos.
«El equipo estaba viejo y jugaba mucho peor que otros años. Ganaba por veteranía y por el bajo nivel de sus rivales, pero algo le decía que, esta vez sí, los Knicks o los Pacers o los Jazz se los llevarían por delante en play-offs y eso le dejaría a él en situación idónea para justificar un borrón y cuenta nueva.»
Temporada de 62-20 (para cualquier otro equipo, temporadón). Sólo los Pacers les pusieron las cosas difíciles de verdad en PO. Los rivales eran los de siempre.