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El último y milagroso All Star de Bernard King

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Bernard King. Foto: Getty.
Bernard King. Foto: Getty.

Dee Brown volvió a agacharse para inflar parsimoniosamente sus Reebok y culminó su gran noche con un mate descomunal que le daría la victoria ante el gran favorito, Shawn Kemp, rozando la perfección de los 50 puntos. Era un 9 de febrero de 1991 y la competición que había encumbrado a Dominique Wilkins, Spud Webb o Larry Nance agonizaba entre nombres de segunda fila.

Puede que eso le importara al espectador medio pero no a Dee Brown, que festejaba como loco su título. A los veintidós años, Brown debutaba en la NBA como miembro de unos Celtics que apuraban los últimos sorbos del talento de Larry Bird. Su dominio de décadas no tardaría en verse condenado a una dolorosísima reconstrucción de la que no saldrían en más de quince años.

En plena celebración, Brown se cruzó con Michael Jordan, de traje y corbata en primera fila, reclamo perfecto para el público de Charlotte, Carolina del Norte.

MJ le dio la enhorabuena, como no podía ser menos, aunque con ese gesto de desprecio que suele acompañar a todo gran competidor ante el éxito ajeno, una especie de «tú has ganado porque yo ya no quiero participar en ese circo». Inmediatamente, y para sorpresa del rookie, le advirtió: «Ten cuidado, eso sí, porque acabas de iniciar una guerra de zapatillas». Michael tenía razón, a los pocos días, todos los niños del mundo querían tirar sus Nike Air Jordan para probar con las Reebok Pump Omni Lite y su horrible capsulita anaranjada.

No comenzaba mal el fin de semana del All Star y David Stern sonreía satisfecho. Al año siguiente haría que Cedric Ceballos machacara el balón con los ojos vendados y el fenómeno volvió a funcionar. En cualquier caso, lo mejor estaba por venir: Craig Hodges ganó su segundo título como mejor triplista de la liga, poco antes de caer en desgracia por sus reivindicaciones políticas, y las leyendas cumplieron en su enfrentamiento habitual, con nombres que todo el mundo recordaba incluso en la recién llegada ciudad de Charlotte como Dave Cowens, Oscar Robertson, Rick Barry, Sam Jones o George Gervin.

Este encuentro anual entre jugadores retirados duraría pocos años más, hasta 1993. La diferencia entre los recién retirados y los ya cincuentones era abismal y cada fin de semana se acababan lesionando dos o tres pese a que la exigencia del juego no era precisamente una locura.

La gran fiesta estaba preparada para el domingo. Por entonces, los All Star Games eran cosa seria. Un montón de egos midiéndose de cerca para demostrar quién era el mejor. Nada de 200 puntos por equipo y defensas inexistentes. Los más votados por la conferencia oeste fueron Magic Johnson, Kevin Johnson, Chris Mullin, Karl Malone y David Robinson. Los elegidos por el público para iniciar el partido por la conferencia este fueron Isiah Thomas, Michael Jordan, Larry Bird, Charles Barkley y Patrick Ewing.

Sin embargo, la lesión de Thomas hizo que Joe Dumars ocupara su lugar y la espalda de Bird no estaba para horas extras, así que Stern eligió en su lugar al siguiente más votado en la lista: el alero de los Washington Bullets, Bernard King. King había recibido 319 390 votos y promediaba 29,9 puntos; 5,1 rebotes y 4,5 asistencias por partido. Para acabar de cumplir treinta y cuatro años y tener una rodilla destrozada, no estaba nada mal.

El partido tuvo de todo, pero sobre todo emoción. Los anfitriones ganaron 116-114 casi sobre la bocina y los que tenían que cumplir, cumplieron: Jordan se fue a los 26 puntos, pese a perder diez veces el balón, y Charles Barkley, en la que probablemente sería su mejor temporada como profesional, anotó 17 puntos y cogió 22 rebotes. King, el hombre más aplaudido por el público con diferencia, una leyenda maldita, el héroe de los antihéroes, jugó veintiséis minutos y sumó 8 puntos, 3 rebotes, 3 asistencias y 1 tapón. Cuando terminó el encuentro, cogió el balón, la camiseta y se las entregó a un hombre que miraba emocionado desde la grada: el médico de los Knicks, Norman Scott.

La lesión que casi costó una carrera

Era la segunda camiseta que Scott recibía en diez días. La primera también se la había regalado el propio King junto a un emocionado: «Lo conseguimos, Norm» cuando Bernard masacró a los Knicks en el Madison Square Garden, 49 puntos de todos los colores para llevarse una improbable victoria a Washington. Los Bullets, ya sin Jeff Malone, eran una banda sin posibilidad alguna de llegar siquiera a play-offs, pero sus partidos siempre se llenaban de seguidores expectantes por ver la última exhibición de King.

¿Quién era Norman Scott y por qué merecía tanto reconocimiento? Hay que volver atrás, al momento en el que la carrera del alero de Brooklyn estuvo a punto de venirse abajo: el 23 de marzo de 1985, los Knicks viajan a Kansas para jugar contra los Chiefs. King, que ya fuera una estrella en el instituto y en el colegio, junto a su inseparable Ernie Grunfeld, ha conseguido después de ocho años en la NBA cumplir con las expectativas creadas a su llegada, cuando fue nombrado «rookie del año» con los New Jersey Nets, su primer equipo, en 1978. Promedia 32,9 puntos por partido, más que nadie en la liga, y Larry Bird le ha calificado como «el mejor anotador contra el que he jugado nunca».

Recordemos que Michael Jordan, por entonces, no era más que un rookie.

El caso es que los Knicks van a Kansas y en un contraataque, el base local, Reggie Theus, enfila la canasta con cierta ventaja, listo para hacer una bandeja. King baja a defender como alma que lleva el diablo para intentar taponar a Theus pero llega tarde, tiene que esquivarlo, las rodillas chocan en el aire y la caída es devastadora. Entre gritos de dolor, King permanece minutos tirado en la cancha incapaz de moverse. La lesión tiene muy mala pinta en televisión pero la tendrá aún peor cuando el médico abra en el quirófano: rotura del ligamento anterior cruzado de la rodilla. Una lesión de la que ningún baloncestista había llegado a recuperarse jamás.

El palo para King fue tremendo. Aquel era su momento: estaba triunfando en su ciudad natal ante un público entregado y una encuesta entre los demás jugadores de la liga le había nombrado el mejor jugador de la competición. Atrás había dejado sus problemas con el alcohol y las drogas, unos problemas que le valieron varias sanciones al inicio de su carrera y que le hicieron tocar fondo cuando los Nets, hartos de sus constantes indisciplinas, le mandaron a Utah, donde se pasó la temporada haciendo rehabilitación hasta que le enviaron a Golden State como poco más que un juguete roto.

De repente, estaba en las mismas. Los Knicks consultaron a seis expertos y los seis recomendaron una solución distinta. Ninguno aseguraba que pudiera volver a jugar al baloncesto y hacerlo al nivel de antes quedaba completamente descartado. El único que creyó en una recuperación (casi) completa fue el citado Norman Scott. Junto a Scott y varios fisioterapeutas, trabajó durante casi dos años: cinco horas al día, seis días a la semana —descansaban el domingo— y así hasta que a falta de seis partidos para acabar la temporada 1986/87, King volvió al Madison y recibió una ovación atronadora de una afición entregada.

Durante esos seis partidos promedió 23 puntos y todo parecía ir bien, pero justo cuando necesitaba renovar contrato, los Knicks le dijeron amablemente que se buscara la vida. Fue una traición que no olvidaría jamás.

Venganza en el Madison Square Garden

Por eso no es de extrañar que aquel 31 de enero de 1991, King jugara como un hombre poseído, desatado. Quiso humillar a su «sustituto» en el corazón del Garden, Kiki Vandeweghe, y lo consiguió con creces. Quiso demostrar que todos estaban equivocados y lo hizo en su mismísima cara. No era ni mucho menos la primera exhibición de aquel año mágico. Su camino al All Star de Charlotte estuvo plagado de actuaciones más que notables: 40 puntos a los Lakers del «Showtime», 45 a los Clippers, 46 a los Hornets, 37 a los Celtics, 47 a sus otros «ex», los New Jersey Nets, y 46 a los Cleveland Cavaliers poco antes del día de navidad, la fecha que siempre acompaña a todo artículo que se precie sobre King.

Y es que, entre los numerosos altos y bajos a lo largo de su carrera, pocos ponen en duda que la cima de Bernard King como jugador llegó el 25 de diciembre de 1984, cuando la televisión nacional estaba lista para emitir el «derbi» neoyorquino entre los Knicks y los Nets. Suspensión tras suspensión, contraataque tras contraataque, King se fue hasta los 60 puntos en lo que se sigue recordando como la mayor exhibición del día más importante del calendario televisivo profesional. Tres meses después, como ya sabemos, llegaría su lesión.

Aquellos 60 puntos no solo siguen siendo el récord en un partido celebrado el día de navidad sino que fueron el tope de la franquicia hasta que Carmelo Anthony anotó 62 contra los Bobcats el 24 de enero de 2014, es decir, casi treinta años más tarde.

King no era un hombre fácil. No lo era con alcohol y cocaína y no lo era en sus períodos de calma. A menudo taciturno y solitario, parecía necesitar esos incentivos de venganza para sacar de dentro su mejor juego. De hecho, pasado el All Star, aún tuvo tiempo para volver a masacrar a los Knicks con 39 y 44 puntos en noches casi consecutivas —la segunda, de nuevo, en el Garden— y endosarle 50 a los Jazz, otro de sus exequipos con los que no había acabado precisamente bien.

Sin embargo, aquel King de después de Charlotte no era el mismo de antes. Por supuesto, su juego se había tenido que ralentizar desde que volviera de la lesión, optando por un juego de suspensiones desde la línea de fondo e involucrando mucho más a sus compañeros, una especie de point-forward que suplía con inteligencia las carencias de sus extremidades. Ahora bien, esto era distinto: si King volvió a la NBA medio paso más lento, ahora era un paso entero. Pese a las comentadas actuaciones estelares, sus números bajaron a menos de 24 puntos por partido y en medio del partido contra Los Angeles Lakers notó unas molestias que le obligaron a descansar dos semanas.

Su vuelta fue decepcionante y dolorosa. A King le seguía doliendo la rodilla y los médicos aconsejaron reposo absoluto. No fue ningún drama para los Bullets. Con Pervis Ellison y Harvey Grant como únicos escuderos fiables, hacía tiempo que el equipo no contaba para meterse en play-offs, así que descansar a su gran estrella, que acababa de firmar una extensión de contrato multimillonaria por dos años no parecía una mala idea.

Solo que los dolores persistieron y King tuvo que pasar por una artroscopia que detectó una degeneración por artritis en la rodilla operada años antes. Volvió la rehabilitación, volvieron los meses en el gimnasio y las desavenencias con la franquicia, que le había pagado un pastizal justo antes de recaer de una lesión cuya gravedad solo entendía el propio King. Bernard se pasó la temporada 1991/92 en la grada y no recibió el alta médica hasta el 1 de enero de 1993, día que aprovechó para montar un escándalo sonoro.

El innecesario episodio de la pistola

Con treinta y seis años recién cumplidos, King estaba convencido de que aún tenía sitio en la NBA. Era de los pocos en pensarlo. Los Bullets estaban muy desencantados con quien fuera su jugador franquicia e intentaban renovar el equipo en torno a la figura de Tom Gugliotta, a quien muchos, cándidamente, comparaban con Larry Bird. Bernard tenía dos opciones: ir como suplente a un equipo con aspiraciones de ganar el título o ir a otro equipo mediocre como reclamo publicitario y firmar un último buen contrato. Renovar por los Bullets estaba descartado.

En definitiva, ese mismo 1 de enero de 1993 fue con el alta médica en la mano al despacho de Wes Unseld, el entrenador del equipo, y le dijo muy tajantemente que quería volver a jugar de inmediato. Unseld, un tipo de casi ciento cincuenta kilos y al que conviene vacilar lo justo, le dijo que eso era imposible, sobre todo si se negaba a pasar los tests físicos que la franquicia exigía. «Muy bien, entonces echadme y me podré buscar otro equipo —dijo King—. Y si no lo hacéis, pienso sabotear en lo que pueda al equipo».

Efectivamente, en la siguiente sesión de entrenamiento, King apareció vestido de corto. Algunos de los jóvenes, como el propio Gugliotta, se alegraron de verle, en la perspectiva de compartir cancha con un viejo ídolo de infancia. Los veteranos, con Grant al frente, supieron que algo raro se traía entre manos. Uno no se pasa año y medio sin jugar un solo partido y de repente viene con exigencias. Cuando Unseld le vio, prefirió no decir nada, se limitó a dejarle entrenar un rato, hasta que se hizo evidente que no estaba al nivel de sus compañeros. Entonces le mandó al vestuario.

King tenía demasiado orgullo para eso, así que se fue a entrenar por su cuenta en la otra canasta, con el preparador físico que le había acompañado en el último período de rehabilitación. Esa fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Unseld, que se dirigió a él para echarle a patadas si era necesario. King, a su vez, explotó como solo puede explotar un chico criado en las calles más pobres de Brooklyn: «Vas de matón por la vida —le soltó a la cara— y un día de estos te vas a llevar una sorpresa. Pienso ir a casa, coger mi pistola y venir a hacerte una visita».

Obviamente, a partir de ahí no hubo vuelta atrás en la relación con Allen ni con la franquicia, presidida por Abe Pollin, el anciano empresario que haría y desharía negocios con Michael Jordan años después, cuando el de Carolina decidió primero comprar una parte de la franquicia y luego comandarla en la cancha, sin demasiado éxito en ninguno de los dos casos.

Después de un par de semanas de tiras y aflojas, King salió al mercado, donde solo le quisieron Chuck Daly y los New Jersey Nets, a los que, efectivamente, iría como suplente y con un contrato moderado. Aquellos Nets tenían una pinta excelente, con Kenny Anderson, Derrick Coleman y Drazen Petrovic como referencias. Daly pensó que King podría ayudar desde el banquillo y, después de lidiar durante años con los Bad Boys, el hombre estaba acostumbrado a todo tipo de personalidades conflictivas.

Sin embargo, la realidad fue terca. King no estaba al nivel que él y su orgullo presumían. En los treinta y dos partidos que jugó en Nueva Jersey, cerrando el ciclo que el draft abrió en 1977, promedió poco más de trece minutos y siete puntos por partido. En play-offs la cosa fue a peor: ocho minutos y tres puntos de promedio.

Aquel fue el final de Bernard King, un icono del baloncesto callejero, uno de los jugadores más admirados por el mundo entero pese a no haber ganado anillos ni haber jugado finales ni haber tenido la continuidad necesaria entre tanto alcohol, tanta cocaína y tanta lesión. Un hombre problemático en tiempos problemáticos, pero ante todo un luchador y una máquina de anotar. La NBA tardó casi veinte años en hacerle un sitio en el Hall of Fame de Springfield. Dio igual, su reino no era de este mundo, precisamente en eso residía su encanto.

2 Comments

  1. Gran articulo de Guillermo Ortiz, como siempre. Por edad yo recuerdo la muy publicitada resurreccion de Bernard King y su lamentable salida de los Bullets.

    Solo un detalle: el equipo de Kansas eran losKings, ahora en Sacramento, no los Chiefs, que son de la NFL.

  2. Para poner las cosas en su contexto, cuando operaron a Bernard King todavía no se había inventado la técnica de artroscopia que se usa ahora, abrían la rodilla en canal, normal que nadie se recuperara de semejante operación.

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