Diciembre de 1991. Partido de Primera B entre el Caja Badajoz y el Cáceres en el Pabellón de Entrepuentes. Niebla de tabaco, encuentro disputado. Jiri Okac, pívot checoslovaco, se sienta en el banquillo antes del final de la primera parte. Su equipo marca y lo celebra junto a los demás reservas. La Policía Nacional se acerca y les dice que no vuelvan a festejar nada al lado de los aficionados rivales por si se desencadena algún incidente. Vuelven a marcar y vuelven a saltar. Un policía de nuevo le requiere al checoslovaco que se quede sentado. Okac se encara con él. Discuten. El jugador le quita la gorra reglamentaria y se la pone en la cabeza. El agente automáticamente desenfunda su porra y le asesta varios golpes. Dos le dieron de lleno. El jugador cae al parqué y se lo tienen que llevar a ser atendido en los vestuarios. Acaba con collarín.
Septiembre de 1987. Eddie Phillips, estrella del Cajacanarias, celebra en el Bobby´s Bar de Tenerife su veintiséis cumpleaños con Mike Harper, el otro estadounidense de la plantilla. Hablan con unas chicas del local. Alguien les tira un vaso. Hay una pelea. Los porteros del local la emprenden con ellos con bates de béisbol. Phillips escapa. Se va a su casa. Abre el cajón de la mesilla de su habitación y saca una pistola. Vuelve a la discoteca, se sitúa enfrente del local y abre fuego. Destroza a tiros todas las cristaleras. Solo una mujer termina herida, afortunadamente, porque le caen los cristales encima. No las balas.
Junio de 2007. Byron Dwight Houston, exjugador del León Caja España, es arrestado en Oklahoma City después de que una mujer le denuncie tras verle conducir su Chevrolet a las seis de la tarde mientras se masturbaba. En 2001 había sido encontrado culpable de cuatro cargos por exhibicionismo. En Houston, según la declaración de un vecino, solía pasearse desnudo fuera de su apartamento.
Bobby Martin, del CB Murcia y Taugrés, es recordado entre sus compañeros porque, cada vez que salían de juerga, si la cosa se animaba, tenía cierta tendencia a exhibir su miembro viril en el interior de los garitos.
Son solo unas pinceladas de las bucólicas y edificantes anécdotas de 101 historias del Boooom del basket español de Javier Ortiz. Porque cuando se habla con los amigos de baloncesto, se empieza discutiendo la defensa en zona y a la tercera copa empiezan a salir estos detalles que dan volumen, perspectiva y esplendor al legado de la liga ACB. Tras recorrer sus páginas, contacto con el autor y le pregunto si al fin y al cabo, pese a las risas, no le ha salido un libro cargado de nostalgia. Responde:
El baloncesto del siglo pasado era peor técnicamente, físicamente, todo era peor, pero era nuestro baloncesto. Una mierda, pero nuestra mierda. La nostalgia suele tendernos este tipo de trampas, de edulcorar o exaltar cualquier tiempo anterior solo por serlo. En este caso, hay que tener en cuenta que todos los momentos históricos y anécdotas del baloncesto español las vivimos cuando no había internet, ni videojuegos ni nada de eso. Había un partido por semana y en la prensa te enterabas de lo que había pasado en la NBA tres días después. Sin embargo, todo aquello sabía mejor. La ignorancia era un aliciente.
Ahora nada nos parece nuevo, todo parece fácil. Si te pones hoy un partido de los ochenta te resulta insoportable, pero en aquella época era nuestra mierda maravillosa. Conocías al cien por cien de los jugadores. Como periodista, no era difícil tomarse cañas con ellos.
La mayoría eran nacionales. Los americanos de ahora no marcan la diferencia como antes, que venían negros a meter cuarenta puntos por partido y los demás sacaban de banda. Actualmente, tenemos otro nivel. Y no se le pueden poner puertas al campo, es normal que vengan tantos extranjeros, pero las plantillas cambian cada año y no arraigan en tu memoria. Tampoco nos parecen ya extraterrestres como antaño, hoy puede que Fernando Martín no fuese ni internacional.
De esos estadounidenses son las mejores anécdotas del libro. Su nivel aquí era estratosférico y, lo mismo que parecían alienígenas, nosotros también éramos para ellos seres con costumbres propias de un lugar ignoto. Basta con mencionar la anécdota que contó Joe Arlauckas en su entrevista en el número 6 de Jot Down, cuando se fue de cañas con su mujer y Ricky Brown por las calles de Málaga y se encontró con una procesión de Semana Santa. Brown era de Mississippi, al verla se creyó que estaba ante el Ku Klux Klan. Arlauckas dijo que su compañero se quedó «blanco como un folio». Ortiz explica que para muchos de ellos, efectivamente, venir a España era como aterrizar en otro planeta:
Ahora con las redes sociales no pierdes contacto con tu gente estés donde estés, pero imagina a alguien de Alabama en Badajoz en el año 85. Los americanos que había en Madrid se iban a una hamburguesería que había por Goya solo porque el dueño estaba suscrito al USA Today. Iban ahí a leer la prensa dos días después. Eso no es trasladable al mundo actual. Ni siquiera eran capaces de conducir alegremente nuestros coches con marchas, sin cambio automático como los suyos. David Russell, por ejemplo, llevaba siempre dos relojes, uno con la hora de Madrid y otro con la de Nueva York.
Así pasaban las cosas que pasaban. A Eddie Phillips le tocaron los huevos en una discoteca, se encaró con los tíos, pero no se dio de hostias, se volvió a casa a por la pipa, muy a lo yanqui, se volvió a hacer en coche los veinte kilómetros que había entre el garito y su casa, y se lió a tiros. Le metieron dos días en el calabozo y cuando el caso avanzó judicialmente salió por piernas del país. Todavía no se atreve a volver aunque hayan pasado veinticinco años.
A Byron Houston en Estados Unidos le metieron en una lista de sex offenders y ya no pudo trabajar en campus de baloncesto con chavales. Aquí, como lo del típico tío con la gabardina enseñando la chorra detrás de una esquina formaba parte del paisaje local, se le rescindió el contrato y se le mandó para casa. Éramos más light.
Otro fenómeno que marcó la década de los ochenta y primeros noventa fue el aterrizaje de jugadores soviéticos, exsoviéticos y de los países satélites. Todos ellos tuvieron sus problemas para adaptarse. Empezando por Biriukov, para el que, aunque tuviera una madre española, salir de la URSS fue dejar un país en el que se movía como pez en el agua, aunque su tía casi desfalleciera al entrar por primera vez en un supermercado.
Uno de ellos fue el búlgaro Georgi Glouchkov. Explica Ortiz que al Gobierno comunista de su país no le costó mucho dejarle salir porque ni con él tenían opciones de llegar lejos en ninguna competición. Les venían mejor las divisas. A España llegó tras un paso discreto por la NBA y ¡con contrato temporal! en el Baskonia.
Uliana Semenova, letona, 2,13 m, que calzaba un 58 en un pie y un 52 en el otro, llegó al Tintoretto de Getafe. El autor destaca de ella que fue a la Zarzuela, al Valle de los Caídos, a un Real Madrid-Betis de fútbol y a una corrida de toros de la que se salió antes del final «impresionada por la experiencia».
Paradoja fue la del gran entrenador Alexander Gómelski, general del Ejército Soviético, uno de los más laureados del mundo internacionalmente, que en España pinchó. Tuvieron que echarle del Tenerife porque bajaban. Fue la gran apuesta del presidente Amid Achi, un empresario de origen sirio que había construido un imperio de tiendas de ropa barata, Número 1. Puede que parte del problema fuese el idioma.
Un ucraniano, Guennadi Ouspenski, duró cuatro partidos en el Estudiantes. No aprendió a decir ni buenos días. Sabonis tampoco lo puso fácil en el Fórum Filatélico Valladolid, vivió junto a su amigo Homicius y sus parejas en un apartamento del que Arvydas expresó a los periodistas una lacónica sentencia: «No me agradan ni la toallas ni la decoración».
La aparición de Vlade Divac y su mujer Ana por la Costa del Sol para un campus fue más amena. Snezana se lanzó por el tobogán «kamikaze» del Parque Acuático de Torremolinos ni más ni menos que en topless, marcando a fuego la infancia de los cuatrocientos niños que estaban en el curso. Ortiz dice que, al contrario que con los americanos, con los llegados del otro lado del telón de acero había más química:
Había mucho choque cultural con ellos, pero era menos. Al ser europeos tenían cierta complicidad. Había otra cosa, una especie de intercambio. No obstante, se recuerdan los fracasos. El ucraniano de Estudiantes vino siendo una estrella y le tuvieron que largar en dos meses.
Al adorado exentrenador de la URSS no solo le tuvieron que echar de aquí, también de Limoges, en Francia, su siguiente destino. Y venía de la ganar el oro en Seúl derrotando a Estados Unidos en semifinales y a Yugoslavia en la final.
Al que más grabado tengo en la memoria, por haber jugado en mi ciudad, fue a Jiri Okac. Cuando vi que le quitó una gorra a un policía nacional me pregunté si el respeto que se suponía que traían inculcado por las fuerzas del orden en sus países no era para tanto. Pero, claro, se encontró con un policía de Badajoz de sesenta años que por los cojones iba a permitir que un checoslovaco le vacilase. Su gesto de quitarle la gorra fue como el de tocarle la teta a una tía y no esperar que te den una hostia. Fue aporreado brutalmente. Lo más gracioso es que encima le denunciaron a él por agresión. Salió de milagro del juicio y recibió unos porrazos bastante serios.
La selección española también desfila por estas páginas. Los tenemos celebrando el oro de la URSS en Seúl pillándose un ciego a base de vodka con los soviéticos porque, total, no tenían nada mejor que hacer.
El momento más hilarante narrado es en el Mundobasket de Argentina, cuando tuvieron que jugar la novena plaza a mil quinientos kilómetros de Buenos Aires, cerca de la frontera con Bolivia. Durante la concentración previa al partido, se aburrieron hasta tal punto que jugaron al escondite inglés con la selección italiana. El arzobispo del lugar dio un sermón antes del encuentro. Al final el público quiso llevarse todo de sus sobrevenidos ídolos, hasta las vendas usadas. En España, al menos, cuando jugaron la final del Eurobasket de Nantes de 1983, lograron que una final de Copa del Rey de fútbol Real Madrid-Barcelona, con Maradona de por medio, tuviera que cambiar su horario para que la gente viera el baloncesto. Lo nunca visto. Pregunto al autor cómo era la pasión por el equipo nacional en aquella época:
Te alegrabas más de las canastas de la selección que de las de tu equipo, pero fue un equipo, el de Díaz Miguel, que hasta la famosa plata no cosechó más que fracasos y, a partir del éxito, parte de su mandato fue cuestionable y, cuando hubo éxito, le pasó lo que a todos, que vio fantasmas, conspiraciones.
En el resto de las páginas tenemos al casi actor de Chewbacca fichado por el Real Madrid, Mark McNamara. A Anthony Pelle, del CB Girona, dándose paseos por la calle con su pitón colgada del cuello. O a Joe Cooper negociando con sus compañeros a cara de perro qué películas se iban a ver en el bus del Oximesa Granada en los desplazamientos largos a ciudades como Bilbao. Un libro muy punk, que llega a ser una especie de enciclopedia de lo que al final todos acabamos recordando de cualquier deporte: el barro. Así lo confirma Ortiz: «No quise hacer arqueología, es un libro para tenerlo ahí, en el bidé, y leerlo en el puto váter».