Assi entre la nobleza y cavallería como entre la gente más común, apenas hallaréis hombre que no esté aparejado y dispuesto a vengar qualquiera injuria o afrenta, o pedir entera satisfacción, según essas mismas leyes del duelo. (Vascones, Destierro de ignorancia)
«Dejaré que los dioses decidan mi destino, demando un juicio por combate». Aunque en nuestra vida diaria no tenemos demasiadas ocasiones para soltar una frase así y de hecho probablemente nos mirarían raro, tampoco se trata de mera ficción.
Además de ser un recurso muy utilizado por Shakespeare o George R. R. Martin para enfrentar a sus personajes y resolver las tramas, el juicio por combate era una costumbre feudal que permitía a un acusado negar legitimidad a lo que considerase un «juicio falso» y zanjar la cuestión mediante un combate, ya fuera con él mismo empuñando las armas o por medio de un paladín que luchaba en su lugar.
Con el tiempo la costumbre derivaría en el duelo, un ritual aristocrático en torno al honor que se fue volviendo progresivamente más complejo y reglado aunque en el fondo todos comprendemos intuitivamente su lógica: al fin y al cabo en todo colegio que se precie existe la tradición de quedar en el patio para pegarse si un niño falta a otro al respeto, mientras el resto hacen un corro alrededor gritando «¡pelea, pelea!». Al menos en el mío era así. Pero retrocedamos un poco más en el tiempo.
Una preocupación común de todas las sociedades humanas ha sido desde siempre cómo resolver las disputas que inevitablemente surgen de la convivencia, de manera que se minimizase el derramamiento de sangre y el motivo de fricción quedase resuelto definitivamente.
Había que atajar la posibilidad de represalias que eternizasen un conflicto durante toda la vida de los implicados e incluso a través de generaciones posteriores. La convención social que fue asentándose en muchas partes dictaba que podía resolverse con un enfrentamiento más o menos violento, pero que solo tendría lugar una vez, y ambas partes aceptarían el resultado para siempre.
Reducir una interminable sucesión de peleas a solo una es todo un logro civilizatorio, pero a menudo se fue aún más lejos estableciendo unas reglas para ese enfrentamiento. En las tribus nuer del valle del Nilo si la disputa era con alguien que viva lejos la lucha puede ser a muerte, pero entre vecinos solo se permitía que el duelo fuera con garrotes.
Entre los aborígenes australianos la lucha se detenía generalmente con la primera herida, y entre los esquimales consistía en un duelo cantado en el que el público decidía el ganador (aunque en casos más graves lo resolvían a golpes). Los piratas del Caribe también recurrían a los duelos para resolver diferencias, pero lamentablemente no nos consta que en ellos se pronunciaran frases como «¡Ha llegado tu hora, palurdo de ocho patas!».
Según explica V.G. Kiernan en El duelo en la historia de Europa el duelo moderno tuvo su origen en Italia en el siglo XVI, siendo el propio término exportado también al resto del continente desde el originario «duello». Su evolución desde el juicio por combate se debió a los grandes cambios sociales que trajo consigo el final de la Edad Media.
En primer lugar, con la introducción de armas de fuego la guerra había dejado de ser el entorno adecuado para el heroísmo individual, la figura del caballero andante como bien sabemos pasó de ser un sublime ideal a una mera parodia. Había que explorar entonces otros ámbitos donde exhibir la valentía y lograr renombre. Por otra parte, la consolidación de los Estados modernos traía consigo el monopolio de la violencia por el poder público, el sometimiento de todos ante la ley, por lo que querer continuar resolviendo los conflictos por esta vía era una manera de mostrarse por encima del vulgo y de la ley: nacía así el duelo de honor como elemento de distinción de la aristocracia.
Una clase social que sentía una creciente necesidad de marcar distancias ante el auge de la burguesía, advenedizos que habían hecho fortuna por medio de los negocios pero que ansiaban imitarlos, comprando títulos o blasones e imitando sus costumbres —entre ellas precisamente la del duelo— hasta llegar a ser más papistas que el papa. Todo esto queda muy bien retratado en una magnífica película en la que los duelos juegan una parte fundamental de la trama, se trata de Barry Lyndon, de Stanley Kubrick.
En los primeros minutos de esta película, que podríamos englobar en el llamado cine de tacitas, vemos como el protagonista está enamorado de su prima, que cuenta con otro pretendiente. Así que el primer duelo no tarda en llegar, con el fin tanto de quitárselo de en medio como de impresionar a la chica.
Esto último era por cierto un motivo frecuente de los duelos, especialmente entre los más jóvenes, conscientes de que las mujeres encontraban atractivo el valor en un hombre (hoy en día también, aunque ahora lo llamen «tener autoestima» o «seguridad en uno mismo»). No obstante también se dieron casos en sentido opuesto, como en el caso de Isabella da Carazzi y Diambra de Pettinella, cuyo duelo por un hombre fue retratado por José de Ribera en este cuadro del Museo del Prado (aunque la obra cuenta también con otra interpretación: retrataría a dos gladiadoras de la antigua Roma).
Desconozco si llegó a tener el mismo efecto de atracción en el aludido o no es algo que funcione en ambas direcciones. Al menos a mí una situación así, lejos de dejarme prendado me causaría una considerable inquietud, pues si alguna muchacha estuviera dispuesta a atravesar a una rival de una estocada, qué no sería capaz de hacerme luego a mí más adelante si no resultara estar a la altura de sus expectativas…
Sea como fuere, la cuestión es que en la película el protagonista no obtuvo el resultado deseado, pues tras haber matado a su rival se ve obligado a huir. Lo que da lugar a diversas andanzas por Europa, en las que este ambicioso pequeñoburgués de moral laxa aspirante a aristócrata se verá envuelto en otros muchos duelos.
Al fin y al cabo, retar a alguien suponía situarte en su misma clase social, era una disputa entre iguales, al considerar al rival a la propia altura. Por ello el cuadro de Goya al retratar a dos aldeanos a garrotazos tiene un importante componente satírico, como era habitual en este artista. El hecho de que la gran mayoría de los duelos no tuviera un desenlace fatal contribuía a fomentar esa paradójica camaradería.
En los enfrentamientos con estoque —muy populares en los siglos XVI y XVII— era usual darlo por concluido a la primera sangre. Mientras que en los duelos con pistola, cuando no fallaba el arma, era el tirador quien lo hacía, a menudo debido al estado de embriaguez que precisamente al encender los ánimos había propiciado el duelo (el alcohol, causa y solución de todos los problemas, como bien decía Homer).
Según una estimación, en el Reino Unido solo uno de cada catorce duelos con pistola acababa en muerte. Además se procuraba que hubiera siempre un médico cerca, aunque no presenciando los hechos, por cuestiones legales. Quienes sí estaban presentes eran los padrinos, cuyo papel era fundamental en todo el proceso.
Cómo batirse…
Para poder batirse en duelo en primer lugar había que buscar un agravio. Esta es la parte más sencilla, pues como vemos cada día cualquier cosa ofende si uno ya va predispuesto. Tal como decía Hamlet: «El ser grande no consiste, por cierto, en obrar solo cuando ocurre un gran motivo; sino en saber hallar una razón plausible de contienda, aunque sea pequeña la causa; cuando se trata de adquirir honor».
A veces el asunto podía volverse involuntariamente cómico, como el caso de dos caballeros italianos que lucharon cada uno por qué poeta era mejor, aunque el duelista que resultó abatido confesó antes de morir que en realidad no había leído nunca al otro. A continuación se hacía saber al aludido las intenciones, en ocasiones escribiendo para ello una nota en lenguaje cortés, como la que redactó un miembro del ejército británico a comienzos del siglo XIX:
Por Dios, caballeros, soy consciente de que debéis de tener la peor opinión sobre mi valor. Llevo nada menos que seis semanas con el regimiento y todavía no me he batido en un solo duelo. Ahora bien, capitán C., vos sois el capitán más antiguo y si gustáis comenzaré con vos primero: de modo que elegid el momento y lugar.
El momento elegido debía ser lo más próximo posible para no dar muestras de inseguridad, a ser posible la mañana siguiente a la noche en que solían ocurrir las ofensas. Respecto al entorno, en las grandes ciudades eran habituales determinados lugares, como Hyde Park en Londres o los jardines del Palacio Real en París.
Si el duelo era con estoque la otra mano podían llevarla cubierta con una especie de guante largo a modo de escudo, como podemos ver en Los duelistas. Si era a pistolas (que se consideraba más igualitario, pues la esgrima permitía mostrar más destreza a uno de los contendientes) entonces los padrinos de cada uno, a modo de abogados, acordaban las condiciones. Podía efectuarse a un solo disparo o a dos, en caso de fallar el primero.
Se debía discutir la distancia, y cuando la rivalidad era muy grande existía una modalidad en la que cada uno sujetaba un extremo de un mismo pañuelo. En otros casos se colocaba una cuerda los dos adversarios, que van caminando hacia ella y cuando lo consideran oportuno realizan el disparo.
Por un lado, había que procurar hacerlo antes que el rival, pero cuanto más lejos se esté más difícil resultaba acertar y solo se cuenta con una bala. Una vez gastada se debía seguir caminando, exponiéndose cada vez más ante alguien que puede ya aproximarse sin peligro hasta ponerse justo enfrente si así lo desea. Pero lo más frecuente era colocarse generalmente a unos doce pasos (dieciocho metros), y disparar simultáneamente a la señal de los padrinos o bien por turnos, decididos lanzando una moneda al aire.
…y salir airoso
La clave para salir bien parado era tener un buen padrino, como en tantas otras facetas de la vida. A veces los de ambas partes acordaban poner muy poca pólvora para que nadie resultara herido o incluso los propios contendientes disparaban al aire. Si el rival según la fórmula empleada «encontraba satisfacción», entonces se daba por terminado y la disputa resuelta.
Este ritual ofrecía por tanto cierto grado de seguridad, aunque debía buscar también cierta dosis de peligro para no acabar siendo una farsa. Además tampoco faltaban los rencores genuinos y el deseo auténtico de cargarse al de enfrente, especialmente en el terreno de las rivalidades políticas. Ese fue el caso del liberal Mendizabal en nuestro país, aunque logró salir indemne.
Menos suerte tuvo uno de los llamados Padres Fundadores de Estados Unidos, Alexander Hamilton, concretamente cuando era secretario del Tesoro, muriendo a manos del vicepresidente. Ambos casos tuvieron lugar en el siglo XIX, cuando ya comenzaba a decaer esta práctica. La aristocracia quedó definitivamente relegada por la industrialización y la burguesía pasó a ser demasiado poderosa como para limitarse a imitar las normas y costumbres aristocráticas. Sus valores se hicieron dominantes y por ello las afrentas pasaron progresivamente a recibir una satisfacción económica en lugar de resolverse con violencia.
De manera que el duelo resultó cada vez más residual aunque, eso sí, continuó teniendo una gran presencia en el arte y la literatura por el dramatismo que ofrece. Ya en el siglo XX el cine tampoco desaprovecharía la ocasión de representarlo en las más variadas formas. Bien fuera en el género western o adoptando formas más espectaculares y modernas, como el memorable duelo de coches lanzándose hacia un precipicio de Rebelde sin causa.
A este respecto, viendo hoy en día la desesperante lentitud de la justicia, el eterno ir y venir de jueces e imputados a la entrada de los juzgados con el que se abre cada informativo sin que nunca parezca llegar la sentencia, quizá lo que España necesite sea recuperar esta tradición, quizá no en todos los ámbitos ni con estoques o viejas pistolas de una carga, sino adaptada a los nuevos tiempos: podríamos sustituir por ejemplo la Audiencia Nacional por la Cúpula del Trueno. Quizá exija una reforma constitucional, pero imagínenselo y díganme entonces si no merecería la pena. Ahí queda la propuesta…