La empresa que se encarga de organizar los festejos del Real Madrid ya no debe saber qué inventarse para que el espectáculo sea original. La culpa es de un equipo que ha convertido casi en rutinario lo extraordinario: seis Copas de Europa en diez años, la última hace tan solo dos, obligan a devanarse los sesos.
Un cubo en mitad del césped del Santiago Bernabéu en la que se proyectaron imágenes de las quince ganadas, cientos de focos de luz, cañones de humo, de confeti, fuegos artificiales y la megafonía a tope repitiendo en bucle la canción Seven Nation Army son una puesta en escena tan apabullante que termina lastrando, cortando, las emociones de los protagonistas; unos jugadores y cuerpo técnico que entraron en el estadio botando enloquecidos encima del autobús y que sin embargo, minutos después, parecían superados en lo alto del cubo.
Pequeños problemas ya no del primer mundo, sino de una élite que está destrozando estadísticas y ánimos de sus adversarios, rivales y odiadores profesionales a partes iguales.
Que Dani Carvajal, el más bajo de los titulares del Real Madrid (1,72), abra el marcador en la final de un cabezazo ante un equipo alemán es otra de esas historias que pasarán de padres a hijos para desesperación de ese otro mundo que no es del Madrid y que asiste atormentado a la catarata de títulos de un equipo legendario.
El Borussia le pasó por encima en la primera parte de la final, pero entre el poste, Courtois (en su único partido como titular en la Champions después de nueve meses lesionado) y el poco acierto de Adeyemi, se firmó el guion de la decimoquinta que parecía escrito de antemano y al que Vinicius puso la guinda. No hubo sorpresa y se cumplieron los pronósticos porque hasta cuando el Madrid juega mal ya se espera que suceda lo que ha dejado de ser calificado como inexplicable porque lo hemos vivido y contado unas cuantas veces. Y aún así no deja de ser excepcional.
En una temporada que parecía ser de transición, con las bajas de Courtois, los dos centrales titulares –Alaba y Militao– y la marcha de Benzema, Carlo Ancelotti ha vuelto a ser capaz de exprimir y sacar el mejor rendimiento posible ya no de los titulares, sino también de los suplentes.
Ahí estaba ayer Joselu, el héroe de la semifinal ante el Bayern, posando con la orejona cuando la última final en París la vivió en la grada acompañado de su suegro, el padre de Carvajal para más señas.
El guiño del técnico después de hacerse la foto con el puro y de bailar con Camavinga fue para Arda Güler en la fiesta en la Cibeles, prueba evidente de que ya está pensando en la próxima campaña, esa en la que Mbappé será uno más dentro de un equipo de estrellas que no se cansa de ganar ni parece tener jamás la pancha llena. Vorazmente competitivos.
En mi caso en realidad fueron 23 porque soy del 75, pero había una sequía tan larga en un equipo que mis mayores (y los números, y ver jugar a la Quinta del Buitre en sus mejores años) me decían que era una leyenda que no se veía posible ganar ni una más, viendo con impotencia aquella temporada del PSV, o como aquel Milán de Sachi y Capello -en el que jugaba un tal Carlo Ancelotti- nos comía el terreno a pasos agigantados. No he celebrado ningún gol como aquel de Mijatovic a la Juve de Zidane y del Piero (bueno, el de Torres a Alemania en 2008 y el «Iniestazo» de 2010). Si algún viajero del futuro nos hubiera contado a los niños-adolescentes-jóvenes madridistas de los 80-90 lo que está pasando en el primer cuarto del siglo XXI, nos habría dado un ataque de risa.