A finales del 2018 la alemana Carina Witthoeft anunciaba su retirada del tenis profesional. Tenía 24 años, estaba entre las 50 mejores del mundo y declaró que tenía pánico a perder. Confesión honesta, directa y también alarmante. Si no juego no puedo perder y si no pierdo estoy bien, debió pensar. Una ecuación implacable.
Abandonó las pistas sin dejar rastro, y eso que hacía solo unos meses había cumplido un sueño enfrentándose a Serena Williams en el US Open y poco antes había levantado su primer título WTA en Luxemburgo. Nadie podía presagiarlo, aparentemente las cosas marchaban bien, pero Carina no aguantó más. Algo le estaba ahogando por dentro.
Es evidente que cuando se toma una decisión de ese calibre es porque ha existido un proceso interior largo, lento y sobre todo dañino. Intuyo que debe ser similar al que experimentas cuando dejas una relación de pareja. No es una rabieta, está profundamente meditado. Carina era una veinteañera que estaba progresando en los torneos y escalando posiciones en el ranking, pero eso no bastó para vencer al tormento. Creyó que sin el tenis sería más feliz y posiblemente tenía razón. No ha vuelto a jugar.
Cuesta imaginar el estrangulamiento mental que debe sufrir una joven presuntamente afortunada para pensar que no había otra salida. Con la de años de sacrificio invertidos. Podríamos estar hablando de un suceso aislado si no fuera porque los episodios se repiten de manera cíclica y cada vez con más frecuencia en el circuito femenino. Es inquietante. Parece que todo lo que el tenis tiene de fascinante lo tiene de cruel.
Tal vez sea la presión del entorno, la exposición permanente a las opiniones ajenas, las ambiciones desmedidas o simplemente el miedo a la decepción. Quién sabe. El caso es que existe algo que asfixia a las tenistas del circuito hasta el punto de crear rechazo por el deporte que les ha dado todo. Y no se trata de una cuestión de nivel o ausencia de títulos. La ansiedad es transversal.
Naomi Osaka, tetracampeona de Grand Slam, anunció su retirada en pleno Roland Garros. Era la número 2 del mundo y aquella tarde del 30 de mayo de 2021 se derrumbó inesperadamente. Había ganado con facilidad su partido de primera ronda pero no acudió a la sala de prensa y el torneo le sancionó por el plantón. Pocas horas después Osaka comunicaba su renuncia a la competición. Necesitaba tiempo.
A sus 26 años la tenista asiática ha pasado quince meses sin coger una raqueta y acusa severos problemas mentales derivados del tenis. Incluso manifestó que ganar no suponía ninguna alegría, sino un alivio. Es perturbador: encontrar consuelo en los triunfos en lugar de felicidad. Que con cuatro grandes en su palmarés y toda una carrera por delante decidiese parar durante 466 días. Imagino que debe ser una especie de depresión, una angustia que te va consumiendo la cabeza igual que una termita la madera.
En marzo de 2022, siendo la número 1 del mundo y vigente campeona del Open de Australia, Ashleigh Barty anuncia por sorpresa que también abandona. Su dominio en el circuito en las últimas temporadas se evidencia con numerosos títulos, entre ellos Roland Garros, Wimbledon y las WTA Finals (La Copa de Maestras).
Desde que comenzó la era Open solo Steffi Graf, Serena Williams y Martina Navratilova habían sumado más semanas consecutivas en lo alto del ranking femenino. Barty podía haber marcado una época, pero su cabeza tenía otros planes. «Mi perspectiva del tenis ha cambiado y no quiero que mi felicidad dependa de mis resultados. No tengo fuerza emocional para seguir con esto. Estoy agotada», comentó la jugadora australiana, vacía con 25 años en lo más alto del tenis mundial.
Amanda Anisimova tenía 21 –y era la 46 del ranking WTA– cuando anunció que lo dejaba de forma indefinida. Alegó que necesitaba cuidar de su bienestar mental. Tras un final de temporada irregular en 2022 y un comienzo poco esperanzador en 2023, hizo una publicación en sus redes sociales al día siguiente de caer eliminada en Madrid: «Lo estoy pasando verdaderamente mal con mi salud mental y mi saturación desde el verano. Acudir a los torneos de tenis se ha convertido en algo insoportable, he trabajado muy duro para intentarlo pero necesito tomar un descanso».
El pasado 20 de abril fue Muguruza quien anunció lo que muchos ya sospechábamos. Tras un 2022 con demasiados vaivenes en la pista, diversos picos emocionales y solo 12 victorias en la cancha, se dio una última oportunidad en 2023. Pero nada. Cuatro duras derrotas en los cuatro primeros torneos del año fulminaron por completo sus ganas de seguir jugando al tenis.
Han sido quince meses largos, de incertidumbre, pero también de sosiego para Garbiñe. Alejada de las pistas y de los focos, ha vuelto a sonreír y lo ha hecho precisamente sin coger la raqueta. El tenis era el problema.
La propia Muguruza confesaba recientemente en una entrevista que, para quienes tienen la pretensión de estar arriba, el tenis es un deporte que no te permite estar mentalmente sano. «Supone un agotamiento físico y psicológico diarios», reconocía mientras explicaba que empuñó por primera vez una raqueta a los 3 años de edad.
Hay un detalle en el que, desde fuera, no se repara cuando se observa a una tenista conquistar sus primeros éxitos en el circuito: la cantidad de años que lleva exigiéndose como una profesional sin serlo. Porque, seguramente, esa es la única vía para llegar a lo más alto. Así, una tenista de 25 años posiblemente lleva diez o doce viviendo por y para el tenis, renunciando a ser una adolescente normal para fiarlo todo a su habilidad con la raqueta.
En la película El método Williams se narra con fidelidad el sacrificio de Serena y Venus para convertirse en leyendas del deporte. Desde que son unas crías el tenis se convierte en el eje central sobre el que gira el resto de su vida. Incluso su cerebro se desarrolla de manera diferente.
Así lo explica Russell D. Hamer, neurocientífico de la Universidad Atlántica de Florida: «Las mujeres que juegan al tenis desde niñas presentan un desarrollo precoz de ciertas funciones del cerebro. Es una cuestión de física. Cuando una niña coge una raqueta y repite un movimiento una y otra vez, ella no lo sabe, pero su cerebro está aprendiendo física. La física de la pelota. La física de la raqueta. Incluso la física de su propio cuerpo. Y esto es algo que se interioriza de manera automática, inconsciente, igual que cuando aprendemos a caminar. Aunque no lo sepan, están experimentando con la física de su propio cuerpo».
Ocurre igual que con el aprendizaje de idiomas. Una niña aprenderá antes que un adulto un idioma desde cero porque sus redes neuronales están todavía desarrollándose y ofrecen una mayor predisposición a retener información nueva. Pero volvamos al cerebro. Cuando una tenista mira la pelota, en un porción de tiempo muy inferior a un segundo, el lóbulo occipital -la parte visual del cerebro- forma un mapa de la pelota en un espacio tridimensional.
La pelota está viniendo a más de 160 km/h y eso supone añadir un nuevo componente a la ecuación: el tiempo. «Y para complicarlo todo más, la mano no es su mano real, es la parte del cordaje de la raqueta que está a unos 45 centímetros de su mano real, es decir, un espacio que su cerebro ha incorporado como parte de su cuerpo.
Por eso las tenistas tienen una función superior en al menos cuatro áreas cerebrales: la visual, la de toma de decisiones, la de planificación y la de la ejecución motora. Quienes consiguen coordinarlas a la perfección y en las cuatro dimensiones llegan a ser grandes campeonas», explica Russell D. Hamer.
Reunir esas cualidades y ser capaz de aprovecharlas en la pista es como tener un don. La pregunta es durante cuánto tiempo puede mantener ese don el cerebro de una tenista antes de comenzar a devorarse a sí mismo.
Excelente artículo Dani. La ansiedad en el deporte es algo que recientemente se ha empezado a trabajar igual que la fuerza, la velocidad, la nutrición …
Queda patente con todos estos ejemplos!