Me gustan las historias que no se pueden contrastar, esos relatos exagerados a conciencia que nuestros mayores cuentan en los bares sin dar demasiados detalles mientras se limpian las gafas o vierten sacarina en el café, pequeños cuentos que viajan de boca en boca hasta convertirse en leyendas gigantes.
El fútbol actual, por desgracia, se ha convertido en un gran reality show del que no se desperdicia un solo detalle y ofrece escasa cancha a la imaginación, un espectáculo de masas frío y transparente, rodeado de cámaras, micrófonos y un sinfín de medios que nos desvelan hasta al más pequeño de sus secretos negando el derecho más elemental de cualquier aficionado: el derecho a especular, a fantasear.
La historia de Juan Torena pertenece a ese tiempo en que para llamar la atención no necesitabas gritar más que los demás y bastaba con compartir lo que recolectabas, sin necesidad de demostrar la veracidad de tu relato ni esperar mayor reconocimiento que la atención de quien se sentaba a tu lado para, simplemente, escuchar mejor.
La vida de este Juan Torena al que en Barcelona se recuerda todavía con el diminutivo de Garchi es, además, la de un tipo con suerte que nada tiene que ver con los melodramas de martirio y superación con que solemos consolar nuestra propia amargura, una bofetada en la cara de todos aquellos que pasan por la vida abonados al trabajo y el sufrimiento como única razón de su existencia.
Su historia arranca en Filipinas, allá por 1898, el año en que la guerra con los Estados Unidos arrebató a España los penúltimos vestigios de lo que había sido un vasto imperio. En aquellos días de penumbra nacional nace nuestro protagonista, hijo de un empresario vasco que respondía al nombre de Juan Garchitorena, un cacique al uso instalado en la región de Bícol que acumuló fortuna gracias a la explotación de varias minas de oro, carbón y enormes latifundios dedicados al cultivo de arroz, maíz y cocos.
El nefasto resultado de la contienda y el temor a un futuro sin privilegios aconsejaban abandonar la isla y siguiendo los pasos de los Alcántara, unos primos carnales que se habían avanzado en la diáspora. La familia Garchitorena elige Barcelona como destino más apropiado para dirigir sus explotaciones desde la distancia, diversificar el negocio y disfrutar, por qué no, de las rentas acumuladas.
Los años pasan, los nuevos negocios prosperan y el hijo de don Juan decide probar suerte en el fútbol, un deporte cada vez más popular en la floreciente ciudad y en el que Paulino Alcántara, su primo, destaca como figura indiscutible del Fútbol Club Barcelona. Al hijo de don Juan se le da bien lo de patear balones, el chaval tiene maña, y en 1916 pasa a formar parte de la primera plantilla, si bien su adaptación no resulta todo lo sencilla que cabría suponer.
En un deporte practicado y consumido preferentemente por las clases trabajadoras, Garchi es visto como el niño rico cuyo padre acaba de abrir una galería de arte en la parte noble de la ciudad, un pijo con ropa de diseño, cara bonita y buena educación: lo peor de lo peor.
De él se cuenta, supongo que con cierta malicia, que renegaba del juego cuando el campo amanecía embarrado por miedo a ensuciarse la ropa y por Barcelona corre todavía la leyenda de un gol cantado que Garchi dejó escapar por su negativa a rematar de cabeza. Unos aseguran que simplemente temía el impacto contra las peligrosas costuras de los viejos balones, cueros trenzados y salvajes capaces de abrir una brecha profunda en las cabezas más duras.
Otros achacan tan cuestionable reticencia a cierta obsesión por mantener su cabello limpio y en perfecto estado de revista, auténtico pionero del futbolista-vedet obsesionado con el gel de efecto mojado que abunda hoy . Cuatro años de barro, polémicas federativas y críticas malintencionadas resultan suficientes para un muchacho sin necesidades aparentes que decide abandonar la práctica del fútbol para dedicarse a otros menesteres todavía por decidir; no tiene prisa.
En 1921 regresa a Filipinas con intención de gestionar in situ los intereses familiares en la antigua colonia. A cuerpo de rey, como corresponde a un chico de su condición y principios, se instala en Manila, donde pasa año y medio disfrutando de la vida sin remordimientos ni consideraciones, jugándose el dinero de su padre en el Casino Español y sacando brillo a su recién estrenada condición de playboy.
Cansado de follar —esto no más que es un suponer— decide regresar a Barcelona siguiendo una ruta muy particular que incluye una escala de varias semanas en San Francisco. El hijo de Juan Garchitorena, el bala perdida, está a punto de conocer un nuevo mundo que le reportará fama, dinero y romances de revista, todo lo que el fútbol de entonces no podía ofrecer y que, a día de hoy, se ha convertido en la verdadera motivación para casi todos los chavales que sueñan con ser futbolistas.
En California conoce al muralista Moya del Pino y al escultor Moré de la Torre, embajadores artísticos del rey Alfonso XIII en los Estados Unidos. Los virtuosos necesitan un intérprete, Garchi aparece en sus vidas como llovido del cielo y con la bendición del mismísimo duque de Alba inician el asalto a las grandes fortunas de Hollywood, ávidas por entonces de gasto y arte español.
En poco tiempo se afianzan como asiduos a las fiestas organizadas por las estrellas de cine del momento en las que el atractivo físico de Garchitorena lo convierte en objeto de deseo para quienes frecuentan ese tipo de saraos con diversos apetitos por satisfacer.
El matrimonio de moda en la ciudad, compuesto por Douglas Fairbanks y Mary Pickford, la estrella del cine mudo a la que todo el mundo conoce como la novia de América, se convierte en su principal valedor, y desde el primer día le insinúan la posibilidad de explotar su exótica belleza frente a las cámaras mientras lo presentan con las mejores referencias a ilustres invitados como Charles Chaplin, Scott Fitzgerald, Dashiell Hammet o Amelia Eckhart.
Garchi afronta con escaso convencimiento su primera prueba, pero el resultado no puede ser mejor. Consigue el papel y pronto decide instalarse definitivamente en Los Ángeles. Los estudios de Hollywood acostumbran a aprovechar los decorados de las grandes superproducciones para filmar copias destinadas al mercado latinoamericano interpretadas por actores y actrices de rasgos hispanos que, al parecer, resultan más creíbles y cercanos al consumidor medio de esos países.
Juan Garchitorena es rebautizado como Juan Torena, pues su apellido resulta impronunciable, y la nueva versión se antoja más adecuada, pegadiza, sexi. A lo largo de su carrera acumulará más de cuarenta películas entre las que Sucedió en la Habana y El hombre malo parecen ser las más celebradas por crítica y público, algo que a Garchi no parece importarle en exceso: nunca fue una persona excesivamente preocupada por la opinión de terceros.
La revista Variety lo corona como el nuevo latin lover de Hollywood y sus continuos escarceos amorosos llenan páginas de la crónica en rosa: Helen Costello, Mirna Loy, Loretta Young, Barbara Stanwick, Maureen O’Hara… Algunos de los supuestos romances llegan a confirmarse, otros simplemente se le presuponen, pero unos y otros no hacen más que agigantar su leyenda.
La vida parece sonreírle, pero Torena no está del todo satisfecho. En medio de un rodaje revela a su gran amigo Tyrone Power su firme intención de abandonar la industria y le confiesa su amor por una candidata a actriz de nombre Natalie Moorhead. Recién divorciada e hija de un poderoso industrial de Pittsburg, la joven no tarda mucho tiempo en caer rendida en los brazos del galán y abandonar cualquier aspiración en el mundo del cine.
La pareja se da el sí quiero a los pocos meses de conocerse, se compran una casa en la exclusiva zona de El Montecito y comienzan una luna de miel que se prolongará hasta el fin de sus días. Sin hijos, ataduras, ni ningún tipo de estrecheces económicas, se dedican a viajar por medio mundo y disfrutar los excesos propios de Los Ángeles.
En cierta ocasión, de visita en Barcelona, un periodista de la ciudad interroga a Torena por su pasado culé, a lo que responde Garchi que el deporte, y en especial el fútbol, no le interesan en absoluto. La vida es demasiado corta para vivirla pendiente del pasado, especialmente cuando uno tiene dinero suficiente como para no tener que preocuparse por el futuro.
Y por eso la historia de Juan Garchitorena termina como cualquier cuento de hadas, con nuestro héroe y su esposa bebiendo dry-martini mientras el mundo, a su alrededor, se derrumba: esta es la clase de historias que más me gustan, las que son de verdad pero parecen mentira.
Soy Elena de Garchitorena de Madrazo. He leido detenidamente la historia contada de mi tio abuelo que fue en el cine Juan Torena. Mi abuelo paterno Don Jose de Garchitorena de Carvajal era su hermano. Tengo que corregirte el nombre de mi bisabuelo, no se llamaba Juan sino Jose. Lo demas escrito esta correcto aunque no se puede juzgar la conducta vital de una persona, de cualquiera sin conocer en profundidad sus circunstancias.