Vayamos a la otra punta de la Tierra. Es 20 de mayo de 1916. El noruego Thoralf Sørlle se ocupa de sus quehaceres diarios como director de la estación ballenera de Stromness, en la recóndita isla de Georgia del Sur, a unos 1500 kilómetros de las estribaciones de la Antártida. Sentado en su despacho, nunca podría imaginar que está a punto de ser testigo de un acontecimiento histórico. Porque sus ojos van a contemplar algo que el mundo entero ha considerado imposible.
Stromness es una pequeña agrupación de casas que sirve como base para los barcos balleneros que surcan las frías aguas del Atlántico Sur a la caza de cetáceos. Hay algunas cabañas y almacenes de madera, varios depósitos de gran tamaño, y un embarcadero, todo ello enmarcado por una sierra rocosa que, como la propia isla, aparece siempre nevada.
Georgia del Sur es el territorio más meridional del Imperio Británico, situada en un rincón remoto del océano. Forma un triángulo con el estrecho de Magallanes, el punto más al sur de América, y la Península Antártica, el punto más al norte del continente helado de la Antártida. La isla es el hogar de vistosas manadas de focas; también de nutridas bandadas de pingüinos y otras aves marinas.
No hay mucho más de interés en ella, excepto las estaciones balleneras y los campamentos de cazadores de focas; cazadores que proceden, sobre todo, de la muy lejana Noruega. El resto, rocas y nieve.
El verano del hemisferio sur ya ha terminado. Se avecina el invierno. El clima de Georgia del Sur es polar, pero no tan duro como podría suponerse; el verano es frío, con moderación, y de vez en cuando pueden llegar a disfrutarse temperaturas agradables. Los inviernos son, como es lógico, gélidos, pero nunca tan crudos como en la vecina Antártida. La temperatura en la isla rara vez baja de los 10º C bajo cero, incluso en plena época invernal.
Cierto es que cuando se navega algo más hacia el sur las aguas se tornan furiosas, los vientos y las tormentas amenazan la integridad de los buques, y las temperaturas descienden mucho de repente, pero el microclima de la isla es estable, lo cual la hace fácil de habitar. La actividad ballenera la mantiene en el mapa, bien conectada al mundo. Incluso es lugar de paso para las expediciones geográficas que, a principios del siglo XX, atracan en su embarcadero como última escala en sus viajes hacia el gran continente helado.
El director de la estación ballenera, Thoralf Sørlle, ha tenido ocasión de conocer a gente interesante durante su larga estancia allí. Un buen ejemplo: dos años atrás había amarrado en la estación el buque Endurance, en el que viajaba la expedición del famoso capitán irlandés Ernest Shackleton, empeñado en ser el primer hombre que atravesare la Antártida de punta a punta.
El explorador, muy célebre y respetado, había estado en Stromness durante un mes, ultimando los preparativos. Shackleton y Sørlle hicieron buenas migas durante ese tiempo y se despidieron de forma muy amistosa cuando el irlandés zarpó para iniciar el episodio definitivo de su aventura. Dos años después, el noruego puede presumir de haber sido uno de los últimos hombres que ha visto con vida a Shackleton y su tripulación. Desde aquel lejano día, no se ha vuelto a recibir noticia alguna del Endurance ni de los veintiocho hombres que en él viajaban.
Los expedicionarios de Shakleton, tras desembarcar en la Antártida, hubiesen debido atravesar el continente helado hasta reaparecer en el otro extremo y encontrarse con el buque Aurora, encargado de recogerlos y devolverlos a casa. Sin embargo, habían empezado a transcurrir los meses y el Aurora esperó en vano. No había rastro de Shackleton y sus hombres.
Tampoco se tenía noticia del Endurance que, tras dejar a los expedicionarios en la Antártida, debería haber regresado a Georgia del Sur. En el resto del mundo, el público que había seguido la expedición leyendo la prensa asumió la idea de que el Endurance se había hundido antes de llegar a la costa helada, y que el irlandés Shakleton había seguido la suerte del famosísimo Robert Scott, quien tiempo antes había muerto en la Antártida. Así pues, el mundo entero entendió en pocos meses que Ernest Shackleton se había unido a la creciente nómina de víctimas del infierno de hielo.
Cuando han pasado casi dos años, la desaparición y probable muerte de Shackleton y sus hombres ya ni siquiera son noticia. Europa está sumida en una sangrienta guerra generalizada —después será conocida como I Guerra Mundial— que ayuda a hacer olvidar todo lo que no tenga que ver con el conflicto. Mientras tanto, en el otro extremo del mundo, en la ajetreada paz de la estación ballenera de Stromness, Thoralf Sørlle continúa preocupado por sus propios asuntos.
El 20 de mayo de 1916, alguien llama a la puerta de su cabaña. Sørlle se levanta de su mesa, abre y se encuentra con dos individuos, desconocidos para él, que en silencio esperan de pie ante la entrada. No tienen muy buen aspecto y sus ropas están bastante gastadas, así que Sørlle deduce que deben de ser dos marineros recién apeados de algún barco que está de paso tras hacer un largo viaje. Georgia del Sur no es un lugar donde se deje caer cualquiera; un desconocido que se presente en Stromness es un hombre de mar o, de manera excepcional, un explorador o un aventurado científico.
“¿Sí?”, dice el noruego, quien se pregunta a qué se debe la insólita actitud de los recién llegados, que lo observan con una intensa y desconcertante expresión de gravedad. Tras un breve e incómodo silencio, uno de los dos hombres replica en inglés: «¿Es que no me reconoces?». El director de la estación ballenera se siente confuso. Stromness no es un lugar concurrido y, si alguna vez en el pasado se ha encontrado con aquellos dos sujetos, debería poder recordar quiénes son. “Tu voz me resulta familiar”, admite Sørlle, aunque sin tener todavía muy claro con quién está tratando.
Intenta descifrar el acento, pero el inglés no es su idioma natal y lo interpreta, de manera equivocada, como acento estadounidense. Piensa en el Daisy, un barco ballenero procedente de Norteamérica que había pasado por la isla tres años atrás, y que ahora, supone, ha retornado para empezar su siguiente cacería. «Ah, sí, eres el capitán del Daisy». El recién llegado, por toda contestación, continúa en silencio durante unos instantes más, mirándolo todavía con fijeza.
Niega con la cabeza. No, parece que no es el capitán del Daisy. De hecho, ni siquiera parece recién salido de un barco, al menos no de un barco donde haya unas condiciones de vida más o menos decentes. El capitán de un ballenero debería tener mejor aspecto que este desconocido. Dado que el noruego no lo reconoce, el visitante desvela su identidad:
—Soy Shackleton.
Thoralf Sørlle se queda boquiabierto, presa de incredulidad y asombro. Ahora sí, reconoce bajo la barba que cubre aquel rostro castigado, al hombre a quien el mundo entero cree muerto desde hace casi dos años. El noruego sabe que está viendo algo imposible, que Shakleton no puede estar allí, que eso no puede estar sucediendo. Nadie puede regresar con vida después de haber estado perdido durante tanto tiempo en la Antártida. Y menos aún si su barco, como se presume, ha naufragado. Pero allí lo tiene, de pie ante su puerta. Sí, es él.
Es una aparición, como alguien que acabase de retornar del Más Allá, pero es él. Sørlle le pone una mano sobre el hombro, mientras —según contarán más tarde los protagonistas de la escena— empiezan a caerle las lágrimas. Lo invita de inmediato a entrar en la cabaña. Si el 20 de mayo de 1916 hay un hombre con cosas que contar, ése es Ernest Shackleton, el explorador que de manera inexplicable ha regresado de entre los muertos. Y lo ha hecho, como el mundo está a punto de saber, protagonizando una hazaña única en la Historia.
“Proceda”
Ernest Shackleton era ya un famoso y experimentado explorador cuando se perdió en la Antártida. Había participado en las dos grandes misiones de exploración que los británicos habían enviado al continente helado. En 1902 acompañó a Robert Scott en su primer intento de alcanzar el polo sur. No lo consiguieron, aunque se acercaron más de lo que había logrado nadie hasta entonces, batiendo la marca que el noruego Carsten Borchgrevink había establecido en 1900.
La experiencia fue muy dura; además del frío y el agotamiento, aquellos hombres sufrieron toda clase de males propios de la travesía antártica. Por ejemplo, la sobreexposición a los rayos ultravioletas del sol les produjo úlceras en la córnea (la infame “ceguera de las nieves”) y la falta de vitaminas provocó que enfermaran de escorbuto, obligándolos a dar media vuelta sin haber terminado su camino.
Durante aquel viaje, había sido precisamente Shackleton el que había estado en peor condición física, y Scott le había ordenado separarse de la expedición para emprender un temprano regreso a Europa. Al irlandés no le gustó nada tener que volver antes que los demás y protestó contra la orden de Scott, aunque al final tuvo que acatarla. Eso tuvo un resultado inesperado: al ser el primer miembro de la expedición que regresó a Inglaterra, la prensa y el público centraron su atención en Shackleton, y esta vez fue a Scott quien se sintió molesto por el repentino protagonismo de su subordinado.
La popularidad y prestigio adquiridos por Shackleton le sirvieron para organizar una nueva expedición al polo sur, esta vez comandada por él mismo. Las condiciones de aquella nueva travesía antártica también fueron muy duras. La imperiosa necesidad de racionar al máximo los alimentos se cebó en los expedicionarios y Shackleton, muy a su pesar, tuvo que dar media vuelta cuando solamente se encontraba a 180 kilómetros del polo sur.
No había logrado el objetivo, pero al menos había batido la marca anterior, y eso le valió todavía más fama y atención periodística. En 1909 era ya un héroe en el Imperio Británico y uno de los exploradores más famosos del planeta, en una época donde los logros geográficos despertaban la admiración general y estimulaban la imaginación del público como pocas otras hazañas podían conseguirlo.
Durante los años siguientes realizó giras de conferencias por el Reino Unido, tratando de recaudar fondos para una nueva misión a la Antártida, aunque sabía que el objetivo de alcanzar el polo sur sería con mucha probabilidad alcanzado por otros antes de que él consiguiera poner su nuevo proyecto en marcha. Cada expedición había servido como experimento de ensayo-error, enseñando a los futuros exploradores nuevas lecciones sobre la mejor forma de sobrevivir al continente helado.
Así, el objetivo de llegar al polo sur estaba cada vez más cerca. En efecto, fue alcanzado mientras Shackleton todavía estaba ocupado buscando patrocinadores. Su antiguo jefe (y ahora rival) Robert Scott inició una nueva carrera por llegar al polo, intentando evitar que se le adelantase un nuevo aspirante, el noruego Roald Amundsen. Scott y Amundsen se embarcaron en sus respectivos viajes casi al mismo tiempo; siguiendo las expediciones desde Inglaterra, Shackleton preveía que por lo menos uno de ellos lograría alcanzar el polo sur, si es que no lo conseguían los dos.
Así fue: ambos llegaron al polo. Amundsen llegó primero y se llevó toda la gloria; tras plantar la bandera noruega en el punto más meridional del planeta, regresó sano y salvo y a principios de 1912, convertido en un héroe internacional. De Scott, en cambio, no llegaban noticias. Transcurridos varios meses, una misión de búsqueda encontró el cuerpo congelado de Scott y algunos de sus compañeros.
El hallazgo desveló un terrorífico relato. Tras haber alcanzado el polo sur —y sentirse muy decepcionado por encontrar allí las huellas de Amundsen—, Scott había sufrido un calvario durante el viaje de regreso; sus hombres fueron cayendo por el frío, el hambre y el agotamiento, muriendo uno tras otro en el esfuerzo inútil de volver alcanzar la costa para salvarse. El propio Scott había visto llegar el final de sus días acurrucado en su tienda de campaña.
Junto a su cadáver se encontró su diario, en el que había descrito con mucha crudeza la terrible agonía de sus hombres, así como la suya propia. También se hallaron algunas cartas dirigidas a su esposa, entre ellas una escalofriante misiva redactada como despedida cuando sabía que estaba ya a punto de morir.
Así pues, otros exploradores alcanzaron el polo antes que Shackleton, ya hubiese sido para regresar como celebridades o para morir sin conseguir escapar del hielo. Ante esto, el irlandés se había marcado un reto nuevo y distinto, atravesar la Antártida de punta a punta. Obtuvo la financiación para el viaje no sin dificultades, ya que la suma de dinero requerida era enorme: 50.000 libras de la época, equivalentes a cuatro millones y medio de euros actuales.
Solamente cuando la fecha prevista para su partida estaba ya próxima y corría el riesgo de tener que cancelar la operación, pudo completar el presupuesto al recibir donativos de última hora procedentes de diversas sociedades científicas, empresas, y particulares que no querían verlo fracasar. Según cuenta la tradición, juntó a una tripulación de veintiocho hombres gracias a un llamativo anuncio en un periódico. Aunque no quedan trazas físicas de dicho anuncio, y bien podría ser un mero producto de la leyenda, el texto sirve como perfecto resumen de lo que aguardaba a los expedicionarios:
“Se buscan hombres para viaje peligroso: se ofrece salario escaso, frío amargo, largos meses de completa oscuridad, amenazas constantes, regreso dudoso. Honor y reconocimiento en caso de éxito. Ernest Shackleton”
Fuese un anuncio verdadero, o fuese apócrifo como parece más probable, lo que el irlandés prometió de viva voz a sus nuevos compañeros de expedición antes de abandonar Inglaterra no debió de ser muy diferente. Porque eso era justo eso lo que los aguardaba: frío, oscuridad, y peligro constante. Con dos penosas incursiones polares a sus espaldas, Shackleton conocía muy bien los padecimientos que les iba a deparar aquel viaje. La Antártida era un lugar muy, muy duro. Y él quería tener en su equipo a hombres dispuestos a experimentar un calvario y, en el peor de los casos, afrontar la muerte.
El buque con el que planeaba llegar a la costa antártica, llamado Endurance, era un bergantín de nueva construcción, botado en 1912. Había sido fabricado por Christian Jacobsen, prestigioso armador noruego cuyos barcos de casco de madera, diseñados para navegar entre el hielo, tenían una excelente reputación. Y era una reputación bien ganada. Para construir sus buques, Jacobsen no contrataba a cualquier operario como mano de obra.
Cada uno de sus empleados debía cumplir el requisito de haber sido marino en alta mar, con experiencia probada en buques balleneros o de cazadores de focas. Sus trabajadores tenían que conocer de primera mano los pormenores de la navegación en las difíciles aguas que rodeaban los círculos polares. El Endurance había sido construido por las manos de hombres que habían experimentado la dureza del Atlántico Sur en su propia piel.
Diseñado para hacer honor a su nombre («resistencia»), cada pieza y cada tablón habían sido concebidos y perfeccionados para que la durabilidad del barco fuese la máxima concebible según los medios disponibles en su época. El casco estaba bien preparado para desenvolverse y resistir en aguas plagadas de icebergs o placas de hielo flotantes. En 1914, cuando Shackleton le daba los últimos retoques a la organización de la expedición, el Endurance era lo último en tecnología naval para la exploración de los polos.
A principios de agosto de 1914 estaba ya todo preparado para que el Endurance abandonase el puerto de Plymouth con rumbo a Buenos Aires, donde haría escala antes de encaminarse hacia la mencionada isla Georgia del Sur, último contacto previsto con la civilización antes de que el buque se adentrarse en las aguas que rodean la Antártida. Sin embargo, cuando el Endurance estaba a punto de zarpar, la situación internacional dio un giro muy serio.
El 7 de agosto, apenas días antes de la fecha programada, tropas británicas participaron en la invasión del protectorado alemán de Togo. Al día siguiente, el Reino Unido estaba en guerra. Ernest Shackleton reaccionó enviando un telegrama al gobierno británico: estaba dispuesto a poner el Endurance y su tripulación a disposición de la nación para contribuir en el esfuerzo bélico, y preguntaba si debía continuar sus planes para convertirse en el primer explorador en atravesar la Antártida. Recibió una rápida y escueta respuesta del gobierno mediante otro telegrama en el que podía leerse una única palabra: «Proceda».
Le llegó también un telegrama del entonces jefe del almirantazgo británico, un tal Winston Churchill, que agradecía el ofrecimiento de los expedicionarios para unirse a la guerra, pero los instaba a iniciar su viaje de exploración. Así pues, con Europa ya lanzada de cabeza hacia el caos, el Endurance levó anclas el 8 de agosto de 1914. Tres meses y medio después, tras haber hecho escala en Argentina, los hombres del Endurance ultimaban preparativos en la estación ballenera Stromness, donde iniciábamos nuestro relato.
Durante el mes que pasaron allí, los veintiocho hombres de Shakleton compartieron ratos libres con los balleneros noruegos y, durante mucho tiempo, esa iba a ser la última noticia que el mundo tendría de ellos. El 5 de diciembre de 1914, la Expedición Imperial Trans-Antártica, que así había sido bautizada la empresa, se encaminó hacia el continente helado.
Sería el último viaje del Endurance. Unos meses más tarde, el barco de exploración polar más moderno del mundo terminaría descansando bajo las gélidas aguas del extremo sur del planeta Tierra. Y, sin embargo, dos años después, su capitán aparecería de la nada y llamaría a la puerta del despacho del director de una estación ballenera. ¿Cómo lo había conseguido?
Prisioneros en el mar de hielo
El Endurance levó anclas y dejó atrás Georgia del Sur con veintiocho ocupantes humanos y setenta perros. Llegar a la costa de la Antártida requería una navegación cuidadosa porque el barco debía atravesar el Mar de Wedell, plagado de placas de hielo. Shackleton conocía bien esa travesía y no esperaba encontrar problemas hasta estar ya muy cerca de la costa, pero empezó a experimentar dificultades antes de lo previsto.
Le sorprendió encontrar grandes cantidades de hielo flotante en la parte norte del mar de Wedell, en una región donde, al menos sobre el papel, la navegación hubiese debido ser más sencilla. Esto le causó una gran preocupación, porque significaba que más al sur se iba a encontrar un mar antártico más gélido de lo habitual. Observó súbitos cambios de temperatura que enfriaban el mar en cuestión de horas, y eso no era buena noticia.
Sin embargo, fiel a su propósito de mostrarse fuerte ante la tripulación para mantener la moral alta, Shackleton no quiso compartir su inquietud. No había motivo alguno para pensar que no conseguirían alcanzar la costa; lo tendrían más difícil de lo que habían creído al principio, eso era todo.
Tras dos semanas de avance lento y trabajoso hacia el sur sorteando un laberinto de placas, el Endurance quedó atrapado durante otra fulminante oleada de frío que, en cuestión de horas, solidificó la superficie del mar en torno al buque. Que el Endurance quedase estancado en la banquisa, la capa de hielo que aparece cuando la superficie marina se congela por completo, constituía una circunstancia desafortunada, sí, pero no totalmente inesperada.
En el plan de viaje se había contemplado como una posibilidad real, y los expedicionarios tenían un protocolo para ello. Bajaron del barco y pelearon para abrir una grieta en el hielo con ayuda del empuje del motor. Por fin, consiguieron romper la banquisa y seguir adelante. Un obstáculo superado, pero a Shackleton le inquietaba era que este tipo de incidente, si bien contemplado en los planes, estaba sucediendo cuando el barco estaba aún muy lejos de la costa antártica.
Sin embargo, como para aliviar sus cavilaciones, el clima dio un giro benigno repentino. El buque encontró un bienvenido tramo de aguas fluidas que le permitió avanzar muchos kilómetros durante varios días seguidos.
El alivio no iba a durar demasiado. Tras aquel periodo de navegación sin contratiempos, los icebergs volvieron a multiplicarse en torno al Endurance. La velocidad a la que viajaban empezó a descender, en ocasiones reducida hasta una lentitud exasperante. Shackleton contemplaba el interminable océano de placas blancas que se extendía en las cuatro direcciones. Veía cómo la banquisa se espesaba con rapidez y cada vez resultaba más difícil encontrar vías francas de agua líquida.
Empezó a preguntarse si de verdad conseguirían llegar al litoral antártico, o si se quedarían atascados de nuevo en el hielo. En sus viajes anteriores no había visto tantos problemas para alcanzar el continente; era como si el océano les estuviese tendiendo una trampa. Y, en efecto, era una trampa.
El 18 de enero de 1915, cinco meses después de su salida de Inglaterra, el Endurance quedó por segunda vez atrapado en la capa de hielo («Como una almendra en mitad de un pastel de toffee», diría Shackleton), y esta vez resultaron inútiles todos los intentos de abrir una vía; ni siquiera poniendo el motor del barco a toda potencia consiguieron romper la banquisa.
El invierno se había adelantado y barco iba a quedarse atrapado allí durante meses. En ese mismo instante, Shackleton supo que su expedición había fracasado. Nunca alcanzarían la costa antártica. Ahora tendrían que esperar hasta que llegase la primavera y el mar se descongelase, liberando al buque y permitiendo, si es que el casco conseguía quedar intacto, el retorno a Georgia del Sur.
Era impensable retomar el objetivo de atravesar la Antártida andando, pues durante los meses que pasarían atrapados en el barco iban a consumir los alimentos, recursos y energías teóricamente reservados para la expedición final. De este modo, el capitán quedó con una única prioridad: garantizar la supervivencia de sus veintisiete subordinados durante el terrible invierno antártico.
Lo natural, podría pensarse, hubiera sido permanecer a bordo del embarrancado Endurance. El interior del buque era el lugar más confortable, el mejor preparado para sobrellevar los duros meses que se avecinaban. Pero, como sabrá cualquiera que alguna vez haya olvidado una lata de cerveza en el congelador, el agua se dilata cuando se congela.
Eso significaba que la capa de hielo empezaría a ejercer una intensa presión sobre el casco del buque. Peor aún: como aquel hielo no descansaba sobre tierra firme, sino sobre el agua, tenía tendencia a moverse y empeorar los graduales empujones sobre la estructura del buque. Si llegaba a producirse una presión excesiva, podían suceder dos cosas. Podía suceder que, debido a su cuidadoso diseño, el Endurance «resbalara» hacia arriba al verse aprisionado desde sus costados y quedase varado sobre la banquisa.
Era la opción más deseable y afortunada, porque el barco seguiría intacto. Pero existía otra posibilidad: que la presión terminase partiendo el casco, con lo que la estructura del barco podría terminar cediendo. Si tal cosa sucedía y sorprendía a los hombres en el interior, el invierno polar terminaría en tragedia. Shackleton, muy consciente de ese peligro, ordenó a sus hombres que descargasen los suministros y pertrechos, que hiciesen bajar a los setenta perros que los acompañaban, y que montasen un campamento cerca del buque.
También desembarcaron los botes salvavidas, por si se daba la mala fortuna de que el Endurance quedare destrozado. Dormirían en sus tiendas de campaña, usando el barco como almacén, pues era demasiado arriesgado permanecer en su interior todo el tiempo. Iban a pasar varios meses viviendo directamente sobre la cáscara de hielo en que se había convertido la superficie marina. Era lo más incómodo y desagradable, pero también lo más sensato.
Transcurrieron las semanas. Los hombres pasaban el tiempo en sus tiendas desplegadas a la vista del silencioso e inmóvil Endurance, convertido en monumento al lado más cruel de la exploración antártica. Sabían que estaban aislados y que no recibirían socorro. Incluso en el improbable caso de que alguien hubiese sabido cuál era la localización exacta de aquellos veintiocho hombres, resultaba impensable que pudiesen llegar hasta ellos en pleno invierno.
Pero es que nadie sabía donde estaban, ni qué les había ocurrido. Aunque intentaron contactar con Sudamérica usando el telégrafo del buque, no lo consiguieron. Fue la última esperanza de recibir algún tipo de ayuda, o de comunicar al menos que seguían con vida. Estaban solos y así iban a continuar durante mucho tiempo.
Necesitaban ser optimistas. Tenían víveres que, con raciones distribuidas de manera razonable, podrían aguantar hasta la primavera. Además, no tardaron en encontrar cosas que hacer. Los partidos de rugby, de fútbol y de hockey, o las carreras de perros, ayudaban a la tripulación a mantener el ánimo elevado.
Una tarea nada fácil sabiendo que la luz diurna no tardaría en esfumarse y que la tiniebla lo dominaría todo durante las veinticuatro horas mientras durase el invierno. Estaban en un lugar que era casi como otro mundo.
Una buena parte de su bienestar dependería de cómo afrontasen la descorazonadora rutina de sobrellevar el invierno en aquel paraje perdido de la mano de Dios, que para colmo ni siquiera era un verdadero paraje, sino un interminable pedazo de hielo que, a veces, se quebraba o cambiaba de rumbo, haciendo que su campamento y el propio Endurance se desplazasen por el mapa a merced de los caprichos del mar congelado. Incluso tuvieron que trasladar el campamento de ubicación cuando bajó él apareció una siniestra grieta que amenazaba con tragárselo todo. Se mudaron a unos dos kilómetros del varado Endurance, donde encontraron una placa de hielo más gruesa y confiable sobre la que asentarse.
Las trompetas de Jericó
Es difícil imaginar lo que puede suponer pasar tanto tiempo acampado sobre la incierta banquisa polar, en una noche perpetua, sin conocer una fecha precisa de escape, y sin saber si el buque que debía devolverlos a casa aguantaría intacto hasta que el mar se descongelase. Los hombres contaban los días, las semanas, y veían menguar los víveres. Jornada tras jornada contemplaban la cada vez más inquietante silueta del barco solitario. El Endurance había embarrancado a mediados de enero.
Transcurrió todo febrero. Pasaron marzo, abril, mayo y junio, los peores meses del invierno en aquel extremo del hemisferio sur. También esto pasó, y por fin aparecieron los primeros signos tímidos de una primavera polar que, aun llamándose primavera, es mucho más fría que los inviernos a los que muchos de nosotros estamos acostumbrados. Siguieron esperando que el mar se descongelase, pero la buena noticia se retrasaba.
A finales de octubre, nueve meses después de que haber sido capturado por el hielo, el Endurance continuaba estancado. Los expedicionarios no tenían noticia de lo que sucedía en el mundo, y sabían que el mundo tampoco tenía noticia de lo que les estaba sucediendo a ellos. Sabían que, muy probablemente, los habían dado por muertos.
La tragedia de la última expedición de Scott todavía estaba muy reciente en la memoria, así que para la gente que leía los periódicos, e incluso para las familias de los tripulantes del Endurance, era lógico pensar que hubiesen experimentado un destino similar. Quizá en aquel mismo momento les estuviesen dedicando lacrimógenos homenajes póstumos. Pero ellos estaban vivos. Todavía.
El 27 de octubre de 1915, el futuro parecía más prometedor. Había vuelto la luz diurna. La banquisa, antes de descongelarse, se desperezaba de su letargo invernal con movimientos internos. El destino guardaba una amarga sorpresa. Un fortísimo crujido sorprendió a los veintiocho únicos habitantes del continente de hielo, que languidecían en su solitario campamento a la espera de que el océano se dignase ser líquido de nuevo.
Un crujido que no procedía del hielo y que era como el sonido de las trompetas que anuncian el fin del mundo. Estaba sucediendo lo peor, lo que más habían temido durante todo el invierno: el crujido era un lamento del casco del Endurance. El barco, ladeado, estaba empezando a ceder a la presión. Por orden de Shackleton, descargaron todo cuanto de útil todavía pudiese quedar en la bodega. Vieron que había vías de agua en el interior. Estaban a punto de perder su buque, su medio de escape, pero nada podían hacer para evitarlo.
Durante los días siguientes, los agujeros del casco empeoraron. Se oían crujidos, chasquidos y quejidos «como los de un ser vivo», que anunciaban la agonía del buque. Los mástiles comenzaron a ladearse, hasta que terminaron cayendo ante la consternación de los pobres expedicionarios. Era el signo inequívoco de que el Endurance no iba a poder resistir más. Había faltado muy poco para lograrlo, habían sobrevivido al invierno, pero, amarga ironía, fue el comienzo del deshielo lo que iba a causarles la ruina.
Era cuestión de horas que la banquisa aplastase el barco de exploración polar más sofisticado que hubiese sido construido por el hombre. El 21 de noviembre, entre nuevos crujidos y estertores de agonía, el barco elevó el morro hacia el cielo. Se había partido en dos. No tardó en hundirse. Después, la banquisa volvió a cerrarse sobre él, tapando el hueco que el desaparecido casco había dejado. El Endurance desapareció por completo bajo el hielo. Para los veintiocho miembros de la Expedición Imperial Trans-Antártica, la existencia acababa de dar un giro muy siniestro. El propio Shackleton, en su diario, dejó constancia de su tenebroso estado de ánimo:
«A las cinco de la tarde, el barco se ha hundido. No puedo escribir sobre ello.»
Durante el mes siguiente, continuaron acampados. Ya sin su difunto buque, y con la comida empezando a escasear, no tenía sentido seguir esperando allí. Solamente disponían de sus tres botes salvavidas para intentar llegar a tierra firme, así que tenían que partir y aprovechar los alimentos que quedaban para efectuar una travesía a pie sobre el hielo hasta alcanzar agua navegable en la que poder utilizar los botes.
Tendrían que caminar realizando el penoso esfuerzo de arrastrar unos botes salvavidas que pesaban, cada uno de ellos, más de una tonelada. Si conseguían llegar al límite del hielo continuo, embarcarían para intentar sortear un laberinto de icebergs, tarea nada fácil con aquellas frágiles embarcaciones. Con suerte, llegarían a alguna isla de verdad, y no un pedazo de mar solidificado que pudiera terminar desapareciendo bajo sus pies durante el deshielo.
Aun suponiendo que consiguieran poner pie en alguna de las islas deshabitadas que rodeaban el Mar de Wadell, no podrían hacer gran cosa en ellas, dado que eran muy inhóspitas y apenas ofrecían recursos aprovechables. Desde allí tendrían que emprender la insensata aventura de intentar atravesar las furiosas aguas del Atlántico Sur, asesinas de tantos barcos y verdugos de tantos marineros, para alcanzar Georgia del Sur, el lugar habitado más cercano. Navegar las peores aguas del mundo en botes salvavidas. Una auténtica locura.
Y esa travesía suicida, que tenía todas las papeletas para enviarlos al fondo del océano, sería solamente la etapa final de la odisea que les quedaba por delante. Aún tenían que alcanzar el final del hielo, a pie, cargando con los botes, con menguantes suministros, acompañados de varias decenas de perros a los que ahora no sabían cómo podrían alimentar. Pero era la única opción que les quedaba. El 20 de diciembre de 1915 dejaron atrás la tumba del Endurance y se pusieron en camino.
Ernest Shackleton estaba empeñado en salvar la vida de todos y cada uno de sus hombres, que caminaban a la desesperada, con fuerzas menguantes, recursos ridículamente escasos, y tétricas perspectivas en mitad de uno de los paisajes más mortíferos del planeta. Para ello tendría que tomar decisiones desagradables y, además, poner en peligro su propia vida. Se enfrentaba a una odisea que parecía irreal y que, de conseguirse, sería una de las hazañas navales más prodigiosas en la historia de la Humanidad.
Casi un imposible. Pero, cuando sólo queda lo imposible, no hay más remedio que intentar convertirlo en posible. Durante los siguientes meses, Shackleton consiguió algo que nadie había conseguido antes y que nadie ha vuelto a conseguir después.