Larry Bird lanza el último balón del carrito lateral y en plena curva ascendente, reflejo repetido mil veces, se vuelve hacia la grada, sin mirar siquiera cómo entra la pelota en la canasta, y levanta el dedo índice proclamándose el mejor tirador de la historia, el ganador de las tres ediciones disputadas del concurso de triples de la NBA: 1986, 1987 y 1988. Es un recuerdo imborrable.
Bird con su chándal verde de los Boston Celtics, con esa apatía en los gestos que acaba en cuanto el balón llega a sus manos y solo queda concentración y mecánica, apalizando a todos los que se cruzan en su camino: ese año a Dale Ellis, el anterior al alemán Detlef Schrempf… un año antes, en la primera edición, al jugador de los Milwaukee Bucks, Craig Hodges, por un humillante 22 a 12.
El problema en 1990 es que Larry Bird ya no está para concursos. Si ha aceptado pasarse por Miami dos años después de su último triunfo no es tanto para mantener la jerarquía sino para multiplicar la publicidad del evento en una ciudad debutane. A las nuevas franquicias hay que cuidarlas y no confiar exclusivamente en el entusiasmo del recién llegado a la fiesta. Por eso, David Stern apalabra con Bird su aparición y después habla directamente con Michael Jordan para que defienda el trono de los mates que dejó vacante en 1988, aquella lucha a muerte en el Chicago Stadium con Dominique Wilkins.
Bird, a regañadientes, dice que sí. Tiene la espalda y los talones destrozados y a sus treinta años no es ya el dominador que fue a principios de los ochenta. Pero es Larry Bird y la gente de Miami se agolpa en los accesos para ver al gran ídolo blanco.
El gran ídolo negro, sin embargo, se deja querer. No le apetecen más demostraciones de acrobacias y, además, si ya ganó en su momento, ¿qué le queda ahora sino perder? Después de varios tiras y aflojas, llega a Stern con una contrapropuesta: ¿por qué en vez de en el concurso de mates le inscribe en el de triples?
Jordan no es un gran lanzador de tres puntos. Lo irá siendo a lo largo de los años llegando al punto culminante de meterles seis triples a los Portland Trail Blazers en la primera parte del segundo partido de la final de 1992, pero en 1990 es un hombre con porcentajes bajos cuyo único interés en el torneo es estrenar unas nuevas zapatillas para Nike por las que ha cobrado unos tres millones de dólares.
Sin embargo, el reclamo funciona y cuando en la megafonía suena el nombre de Michael Jordan la grada se viene abajo. Más aún cuando anuncian el de Larry Bird y a partir de ahí una cierta indiferencia hacia Sunvold, Hansen, Ehlo, Price, Miller o el dos veces finalista, Hodges. Precisamente a Hodges le toca abrir la competición junto a su ahora compañero de equipo en los Bulls.
El calentamiento de Jordan, nos cuenta Trecet desde Miami, ha sido lamentable. «No ha metido ni una», resume con su habitual franqueza, y cuando empieza la competición, música de Corrupción en Miami a todo trapo en el pabellón, imagen fugaz de flamencos volando despavoridos ante la sonrisa de Don Johnson, la mala racha de Jordan continúa hasta un punto patético: de veinticinco tiros posibles, solo anota cinco.
Pone cara de «no me importa, yo aquí he venido a jugar y divertirme», como cuando se fue al béisbol a probar en ligas secundarias, pero cualquiera que le conozca sabe que está jodido. Más jodido aún cuando ve que su compañero de equipo, el hombre de banquillo especializado en revolucionar partidos con sus lanzamientos lejanos, consigue un total de veinte puntos. Una cosa es perder y otra cosa es perder contra el filial, hasta ahí podíamos llegar.
Los siguientes en salir son Jon Sunvold y Bobby Hansen, que también acabaría ganando anillos con Michael Jordan en el futuro. Son dos chicos blancos, pulcros, aseados, de mecánicas muy distintas —Sunvold parece que empuja el balón hacia adelante en vez de hacerlo girar con la muñeca— que acaban empatados a quince puntos ante el jolgorio del público que ve en Sunvold a uno de los suyos, de los Heat, la única razón posiblemente por la que el chico está ahí.
Llega entonces el segundo gran momento de la velada: Larry Bird, de nuevo sin quitarse el chándal, con esa cara de indiferencia absoluta, se mide a Craig Ehlo, el tirador de los Cleveland Cavaliers, el que se comió en la cara el famoso lanzamiento de Michael Jordan en el último segundo del último partido de play-off la temporada anterior. Un lanzamiento que en Estados Unidos han decidido llamar «The Shot», así, en mayúsculas, recordando el otro «The Shot» que Michael Jordan encestó en 1982 para darle la victoria in extremis a la Universidad de North Carolina en el torneo de la NCAA.
Bird lleva casi un año entre algodones pero, cuando suena de nuevo la música ochentera, el ritmo sigue fluyendo: anota con facilidad hasta que de repente se va de la competición o el cuerpo simplemente no le responde. Los tiros se quedan cortos o largos o ladeados y Larry ni siquiera acaba el último carrito, completamente desmotivado y desganado, con doce puntos en su haber que le eliminan. Ehlo, con catorce, queda en la cuerda floja.
El último enfrentamiento de la velada reúne a dos estrellas emergentes: Mark Price, el letal base de los Cavs, y Reggie Miller, el hermano de la superestrella de baloncesto femenino, Cheryl, en su tercer año en la liga. Reggie ya tiene ese tiro extrañísimo, que empieza con el balón muy alto y muy atrás y acaba con los brazos extendidos hacia adelante, casi cruzándose. El de los Pacers pasa por los pelos, con dieciséis puntos. El de Cleveland se va a la calle, como su compañero. Toca el turno de las semifinales.
«Si no consigue ganar esta vez, se va a cortar las venas»
De los ocho que empezaron, quedan cuatro: Hodges, Miller, Sunvold y Hansen. Para ser honestos, glamour, el justo. De los cuatro, el único que apunta maneras de ser una estrella es Reggie, que viene de promediar dieciséis puntos por partido a la sombra del infalible Chuck Person. Sunvold está un poco de gorra, Hansen es un desconocido y Hodges queda de repente como único favorito. En palabras de Trecet, comentarista inmisericorde: «Si no consigue ganar esta vez, se va a cortar las venas».
Sin embargo, las expectativas nunca son buenas compañeras de viaje: Hodges está nervioso y fallón en su ronda semifinal. Tan crispado que el tiempo se le acaba y aún quedan dos balones por lanzar. Coge uno y lo anota; coge el segundo, el de valor doble, y justo antes de que suene la sirena, consigue lanzarlo a canasta casi de cualquier manera y hacer que entre: diecisiete puntos, los mismos que Jan Sunvold. Hansen queda eliminado con catorce y Reggie Miller ya es finalista con dieciocho.
Hay que hacer otra ronda de desempate, a solo veinticuatro segundos, y empieza Hodges. El de los Bulls se ha visto eliminado y parece estar más sereno esta vez. Elige empezar por el lateral derecho del aro y es todo un acierto: tranquilamente, prefiriendo más calidad en el tiro que cantidad incontrolada, consigue nueve puntos de unos doce lanzamientos. Sunvold lo ve y sabe que está en un buen lío. Escoge la táctica contraria: tirar muy deprisa para tener más opciones y, en efecto, casi completa un carrito más… pero con un porcentaje muy bajo que le deja sin opciones.
Hodges está en la final, como en 1986 ante Larry Bird o en 1989 contra Dale Ellis. Sus números en la liga lo dicen todo: después de dos años de adaptación en los San Diego Clippers, Craig fue el líder en porcentaje de lanzamientos de tres puntos tanto en 1986 como en 1988, el año que es traspasado fugazmente de los Milwaukee Bucks a los Phoenix Suns —«me enteré por televisión con mi hija», recuerda Hodges de aquel traspaso, «nadie me dijo nada, solo escuché que un jugador de los Bucks había sido traspasado a los Suns y resultó que era yo»—.
Tras unos pocos meses en Phoenix, Doug Collins lo elige para su proyecto alrededor de Jordan. Alguien que pueda amenazar desde lejos si la defensa rival se cierra a lo Bill Laimbeer sobre su superestrella. En su primer año, vuelve a estar por encima del 40% de acierto, una auténtica barbaridad.
Y en fin, que aquí está, en Miami, ante los ojos de Julio Iglesias y los demás propietarios de los Heat. La mejor publicidad posible para un hombre anónimo. Hodges, que viene de hacer dos rondas seguidas, incluyendo la de desempate, sin apenas descanso, no parece fatigado, sino al contrario, lleno de adrenalina.
Va de menos a más: en el primer carrito anota solo dos, en el segundo mete tres; en el frontal, su especialidad, anota cuatro incluyendo el último, el que representa a la ABA en el concurso, con sus clásicos colores Spalding azules, blancos y rojos. Falla los dos primeros del cuarto carro pero encesta los tres siguientes, siguiendo la racha con los dos primeros del último para un total de cinco lanzamientos seguidos. Después de un fallo, los dos últimos triples le dan un total de diecinueve puntos. Suficiente para ganar.
De hecho, a Reggie Miller se le ve algo superado por el reto: sus primeros cuatro tiros van al hierro y solo anota el doble, pero luego se va entonando: cuatro en el siguiente, tres en el frontal, otros tres en el cuarto y tiene en su mano el empate o la victoria cuando llega a los diecisiete puntos con dos balones por tirar. Apurado por el tiempo, falla ambos. Craig Hodges, por fin, es campeón del concurso de triples de la NBA.
De los diecinueve triples seguidos a la carta para George Bush
Con todo, el triunfo no le da a Hodges el prestigio que él cree que merece. Larry Bird le vacila constantemente, recordándole que en los partidos solo le ve cuando mira al banquillo. Sus propios compañeros le apodan «Highway 14», para referirse a lo fácil que es superar su defensa.
Hodges necesita dar un golpe sobre la mesa y ese golpe llega un año más tarde, en 1991, sin Jordans ni Birds ni leyendas de por medio. Solo él. Es el All Star que todos ustedes recuerdan: ronda semifinal, suena la bocina sin Sonny Crockett ni Ricardo Butts de por medio, y Hodges empieza a anotar un triple tras otro. Los cinco de una esquina, los cinco de la diagonal izquierda, los cinco frontales…
Una oleada de asombro recorre el Charlotte Coliseum de North Carolina mientras la racha llega a los quince y sube a dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve… y cuando parece que aquel hombre no puede fallar, el balón de colores se sale de dentro y el de los Bulls ya puede relajarse hasta acabar en veinticinco puntos, récord durante muchísimos años. En la final, acaba con Terry Porter sin exhibiciones pero con contundencia: 17-12.
De repente, Hodges es un icono de la liga. Pese a sus pocos minutos, es campeón en los Bulls de 1991 y repite en 1992, sumando el segundo anillo al tercer título como mejor triplista. Quizá algo crecido por tanta repercusión mediática, decide dar a su activismo social y político una vuelta de tuerca temeraria.
A colación de las protestas que tuvieron a Los Ángeles en estado de sitio tras la muerte por apaleamiento del ciudadano negro Rodney King a manos de la policía, Hodges echa en cara a Jordan que no diga nada, que se quede ahí callado, en lo alto de sus contratos. «Tiene a todos los niños comiendo de su mano y no quiere mojarse en nada que tenga que ver con su propia raza».
Echar la bronca en público a Jordan no es una buena estrategia para continuar en los Bulls, más aún cuando la imagen pública de Michael está bajo mínimos tras la publicación por parte de Sam Smith de esa biblia del periodismo deportivo que es The Jordan Rules. Dispuesto a jugar al doble o nada, convencido de que lo que hace es lo que hay que hacer, Hodges acude a la recepción en la Casa Blanca con motivo del título de 1992 vestido con un «dashiki», prenda característica del islamismo negro, encabezado en Estados Unidos por el nada diplomático Louis Farrakah.
Además del traje lleva una carta para el presidente: no le gusta lo que ha hecho en el Golfo Pérsico, no le gusta lo que ha pasado en Los Ángeles y no le gusta, en general, el trato de su administración y las anteriores hacia las minorías raciales. La actitud de Hodges acaba como acaban estas cosas: los Bulls no ejercen su derecho a ampliar el contrato un año más, el mejor triplista de la NBA se queda sin equipo y absolutamente nadie llama a la puerta. Ley del silencio. Lista negra.
Desesperado, Hodges le dice a su agente que acepte cualquier oferta. Como bien explica Gonzalo Vázquez en su maravilloso libro 101 historias de la NBA, las respuestas brillan por su ausencia. Solo el mánager general de los Seattle Supersonics, Billy Mc Kinney, le dice: «Mira, yo no puedo hacer nada, aquí todos tenemos familias».
Y así, la familia de Hodges y el propio Hodges pasan un año más en Chicago sin nada que hacer salvo entrenar y confiar en que suene el teléfono. Cuando está claro que no va a sonar, decide recurrir a los medios y a la piedad del propio David Stern: al menos que le dejen defender su título de mejor triplista, que le dejen superar al mítico Bird con una cuarta victoria consecutiva.
Sorprendentemente, le dejan. Con una camiseta sin nombre y solo con el logo de la NBA en el pecho. El único, junto a Rimas Kurtinaitis cuatro años antes, en participar en un All Star sin estar jugando en la liga. Es una actuación decepcionante. Un último baile algo triste: consigue pasar la primera ronda después de ganar el desempate a su viejo amigo Reggie Miller, pero en semifinales se queda en dieciséis puntos, que no está nada mal para un jugador que no juega, pero no basta para superar a Mark Price y Terry Porter.
A partir de ahí, la carrera de Hodges entra en una cuesta abajo de la que solo le salva su propio nombre, su leyenda. Se va a Italia, a jugar en el Clear Cantú de Antonio Díaz Miguel, pero todo sale mal y decide ganarse sus últimos dólares en Turquía, concretamente en el Galatasaray, donde pondrá fin a su carrera.
Esta puede parecer una historia triste y en parte lo es. Es la historia de una mafia que se defiende de los indeseados, de los que hablan mucho, tengan el estatus que tengan. Pero también es una historia de reconciliación: con una experiencia de solo dos años en Chicago State, Craig Hodges volvería a reunirse con Phil Jackson en los Lakers como ayudante del entrenador, especialista, cómo no, en el tiro. Juntos ganaron los anillos de 2009 y 2010 que consagraron a Kobe Bryant como uno de los mejores de todos los tiempos y convirtieron a Pau Gasol en el único español campeón de la NBA.
La relación acabaría en 2011, con el despido de Jackson y todo su equipo. Hodgesd sigue siendo un activista en la sombra, lo suficientemente concienciado como para que su lucha sirva para algo y lo suficientemente alejado de los focos como para que no le alcancen las balas.
«Jordang», toma ya.
Buen articulo Guillermo, como siempre. Un par de detalles: Rodney King fue apaleado salvajemente pero no murio por ello, sino mucho mas tarde (2012). Otro: Hodges siempre ha vendido la idea de que se convirtio en una especie de martir por su activismo, especialmente en su autobiografia. Sin embargo la realidad parece ser bastante mas prosaica: a final de la temporada en 1992 se lesiono y no se recupero. La experiencia en Italia y Turquia viene a confirmar que estaba acabado fisicamente. En el foro de la ACB hay un hilo en el que se dan muchos detalles al respecto: https://foros.acb.com/viewtopic.php?t=439731&hilit=meej+hodges#p20566165
Qué uno se convierta en «activista», no significa que sea ejemplo para nadie, ni una buena persona. Su activismo radical fue lo que le cerró las puertas junto a su deterioro baloncestístico. Con todo el respeto que merece alguien que llega a la NBA, fue un jugador del montón, especialista sí, pero del montón. Tuvo lo que se merecía con su actitud.