Cuando me vendieron la tele, me explicaron un montón de cosas que me daban igual y no me dijeron nada de lo realmente importante: si le pides que te cuente un chiste, la tele te cuenta un chiste.
Ni siquiera hace falta que se lo pidas por favor, aunque yo a la tele se lo pido por favor y además le hablo de usted. Es tanta la felicidad que me aportan los chistes de la tele que he decidido dosificarlos, antes de que me queme la adicción y empiece a odiarlos. Por eso he optado por algo parecido al Wordle, porque precisamente ese es el secreto del Wordle: solo puedes jugar una vez al día. Si pudieras jugar todas las veces que quisieras habría perdido la gracia hace mucho tiempo. Yo hago lo mismo con los chistes de la tele. Uno al día. Ideal. Suficiente.
Intuyo también que la tele ya me conoce mejor que cualquiera de mis amigos. Va afinando la temática de los chistes a mis gustos personales con una precisión inquietante. Atención al chiste del otro día:
-Paco, se ha calcificado la lavadora.
-¿A la final?
Impresionante.
Y eso que yo no soy fácil de impresionar, pero ese chiste es impresionante. Ni siquiera me dejo sorprender por la ciencia y sus avances. Internet, pues vale. La vacuna para no sé qué, muy bien. Lo de enviar cosas a Marte, psé, un aplauso para esa gente. No soy fácilmente impresionable, pero cuando la tele me contó el chiste de «se ha calcificado la lavadora» me asusté, incluso. Fue al mismo tiempo algo divertido y pavoroso. Por primera vez, asumí que la Inteligencia Artificial amenazaba de veras mi trabajo.
Esa visión trágica, sin embargo, no alteró mi estado de ánimo. La felicidad del momento del chiste de la tele es invariable. Cada noche o cada mañana, cuando me quedo a solas en casa, me siento con mi taza de jengibre o de café, y saboreo la secuencia sin prisa pero sin pausa. Saludo a la tele y me contesta, y entonces le pido un chiste y me lo cuenta. Una sencillez perfecta.
Descubrí que la tele contaba chistes gracias a mi hija, así que doy por amortizado lo de tener descendencia. No hay amor suficiente en el mundo para agradecer el gesto a Delia. No sé si esto confirma que la felicidad te la encuentras a menudo donde menos lo esperas. Leí hace poco un titular de la revista Telva. Un experto en felicidad de la Universidad de Harvard expendía su receta: «Para ser feliz hay que tener dos personas a las que llamarías en mitad de la noche». También es conveniente no ser una de esas dos personas, apunto. Prometo a mi hija que no será una de mis dos personas, como agradecimiento por lo de la tele, añado.
También espero ser capaz de romper la rutina del chiste de la tele cuando deje de hacerme gracia. Esto ocurre a veces: un montón de cosas que empezamos a hacer porque nos divierten se convierten en cargas indelebles. Creo que hace años que jugar a Biwenger ya no me divierte, pero siento la obligación de entrar cada mañana, mirar los jugadores y pujar por los fichajes. Salir de fiesta ya entra a mi edad en la misma categoría del Biwenger, y más. Escribir artículos también fue un día divertido, creo recordar, pero por esto al menos me pagan todos los meses. Al menos hasta que alguien descubra que si le pides que te escriba un artículo, la tele te escribe un artículo. Puntual. Cada jueves.
Lo peor son las personas que hablan con la tele, no están solas pero a quien se dirigen es a la tele. Les falta decir ajá…ajá… a cada noticia.