Hay un ambiente de fiesta. Los jugadores han salido ya al campo con sus atuendos blancos y sus raquetas. Al menos para uno de ellos es el partido más importante de su carrera. Estamos en julio de 1937, en la ronda final de la Copa Davis en Wimbledon, Inglaterra. En un lado, Donald Budge, norteamericano; en el otro, Gottfried von Cramm, alemán. Ambos, grandes amigos más allá de la rivalidad deportiva. Alrededor de ellos, en las tribunas, más de 15 mil personas, la Reina consorte María, incluida.
La grada puede verse llena de sombreros, trajes y vestidos elegantes. En aquel entonces, el resto del planeta debía imaginarse todo mientras la radio transmitía el partido. Hoy, en cambio, se encuentran las filmaciones fácilmente en YouTube. A pesar de que el tenis era aún un deporte eminentemente aristocrático, Budge y von Crammestaban entre los deportistas más famosos del mundo, por lo que la expectativa era alta. Pero algo pasó cuando estaba por comenzar aquella ceremonia de excelsos raquetazos.
Repentinamente, von Cramm es alertado, está recibiendo una llamada telefónica directo desde Berlín. Cuando levanta el auricular para contestar, Gottfried reconoce inmediatamente esa voz e imagina el mechón de un peinado pintoresco agitándose y un bigote ridículo llenándose de sudor mientras le grita a Alemania entera «¡Deutschland Über Alles!» con exagerados ademanes. A él, sin preámbulos, le desliza que, si no gana esa tarde, «no podrá protegerlo más». La historia del tenis recuerda aun este partido como uno de los más fabulosos de la época. Pero von Cramm no fue el ganador. O no quiso serlo.
«¡Deutschland Über Alles!» se escuchó en el Arthur Ashe Stadium del Billie Jean King National Tennis Center de Nueva York la noche del 4 de setiembre pasado, aunque algunos en principio no lo oyeron, no lo entendieron o pretendieron no prestarle atención. Allí se enfrentaban el italiano Jannick Sinner y el alemán Alexander Zverev en el que fue el partido más largo del US Open 2023 y uno de los más disputados de los últimos años en dicho torneo.
En medio del clima tenso propio de un momento cuya épica se prolongó por más de 4 horas y 41 minutos, Zverev escuchó lo dicho desde una tribuna y dejó de jugar. «No, no, no, no. Eso no. El fan acaba de decir las palabras más famosas de Hitler que hay en el mundo. Esto es inaceptable, es increíble», le dijo al juez británico James Keothavong ante el asombro de los presentes.
Escuchar en la pista «¡Deutschland Über Alles!» («Alemania por encima de todo») le recordó al tenista, campeón olímpico en Tokio 2021 y número 10 del ranking ATP, las imágenes del terror que se vivió durante el III Reich, con Adolf Hitler a la cabeza: un país racista y belicista, que no respetaba los derechos humanos de quienes no fueran considerados parte de una «raza superior», al extremo de someterlos a un genocidio que horrorizó al mundo.
Un país de ciudadanos con miedo. Alertado de que aquella era una frase nazi, el umpire preguntó en voz alta por el responsable. La rápida reacción de la autoridad hizo que los miembros de seguridad identificaran y retiraran al espectador de las gradas en pocos instantes. Cuando el público entendió qué era lo que había sucedido, aplaudió a Zverev. Solo así pudo continuar el juego, que lo tuvo a él como ganador dentro y fuera del campo.
«Estoy en contra de la persecución contra los judíos que se hace en mi país», declaró ante la prensa von Cramm, después de no ganar en Wimbledon y mientras iba de gira por otros países para jugar al tenis. Eso, a pesar de que era obligado a llevar zapatillas blancas con la esvástica o a realizar el saludo nazi previo a los partidos.
Años antes, el educado y caballeroso deportista había protestado formalmente contra la exclusión de su compañero de equipo, Daniel Prenn, uno de los mejores jugadores alemanes, separado del tenis por las autoridades de su país exclusivamente por su origen judío y pronto autoexiliado en Inglaterra para huir de los abusos o la muerte. «Preferimos perder con arios, que ganar con Prenn», decían con orgullo los nazis, en el colmo de una necedad incomprensible. La tenista Nelly Neppach, también judía, no corrió con su misma suerte: alejada por imposición de toda actividad deportiva, se vio empujada al suicidio en mayo de 1933. Era la primera mujer alemana reconocida internacionalmente por el tenis, pero eso tampoco les importó.
Los altos mandos nazis tomaron nota de la actitud rebelde de von Cramm. En setiembre de aquel 1937, cuando llegó a Nueva York para disputar el U.S. Singles Championship, la foto del noble tenista alemán fue portada de la revista Time. El joven que había sido campeón en su país, que lo había metido a en la final interzona de la Copa Davis cuatro veces (1932-35-36-37), ganado dos veces el Roland Garrós y llegado a otras 5 finales de torneos Grand Slam jugaba para la Alemania nazi, pero no parecía uno de ellos.
Altísimo, rubio y de ojos verdes, representaba en apariencia al ideal atlético de hombre ario superior, heterosexual y exitoso. En privado, en cambio, era un hombre amable, alegre, bohemio, de modales suaves, que despreciaba aquella ideología y estaba enamorado de un actor judío.
«Creo que estaba muy metido en el partido. No presto atención a eso, me gusta que los aficionados se involucren. Pero soy alemán y no estoy orgulloso de esa historia, no es correcto hacerlo y el fan estaba sentado en las primeras filas, así que mucha gente lo escuchó. Si yo no hubiera reaccionado, habría sido un error de mi parte», dijo Zverev al terminar el encuentro por el US Open 2023, en declaraciones citadas por Los Angeles Times. «Me encanta cuando los aficionados son activos y hacen ruido, pero esto fue demasiado», agregó.
Si bien es cierto que la frase «Deutschland Über Alles» tiene su origen a mediados del siglo XIX -cuando se le puso letra a una melodía de Joseph Haydn, compuesta en 1797- y que fue parte del antiguo himno alemán, durante los años del nazismo fue utilizada por Hitler para difundir su mensaje expansionista, de superioridad aria o directamente antisemita.
Por eso ya no se cantan ni la frase ni la estrofa a la que pertenece en la actual versión del himno alemán. Es decir, difícilmente un ciudadano de ese país podría pronunciarla o cantarla sin saber que es una referencia directa a los nazis. De hecho, son los colectivos neonazis o ultraderechistas los únicos que se identifican con esas palabras actualmente.
Precisamente por eso, en tiempos de delirios similares por toda Europa, el gesto de la raqueta número 1 de Alemania, ante miles de aficionados y ante los ojos del mundo que lo seguía por televisión o internet, mereció el aplauso unánime en el Billie Jean King National Tennis Center y fue destacado por medios de todo el planeta.
No es difícil imaginar las cosas que pasaban por la cabeza de von Cramm mientras la pelota iba y venía en infinitos rebotes a través de la red, ante el silencio concentrado del público en Wimbledon. Su vida privada, la del hombre que amaba, la de su compañera, las opciones de seguir jugando al tenis, la posibilidad de que su amor sobreviva, el futuro de una Alemania castigada por la división y la violencia.
Mientras él se convertía en uno de los mejores de su disciplina en 1933, 1934 o 1935, paralelamente, el hombre que le hablaría por teléfono la tarde de Wimbledon era nombrado canciller imperial, se autoproclamaba Führer y se hacía amo y señor de Alemania, utilizando su talento oratorio y su liderazgo para convertir a unos alemanes en enemigos a muerte de otros alemanes. Entre ellos, los judíos y los homosexuales.
Amparado en el artículo 175 del Código Penal, envió a más de 100 mil alemanes gays y lesbianas a distintas cárceles y campos de concentración -con triángulos rosados cosidos en sus trajes a rayas, para mayor humillación- durante los 12 años que duró su régimen. Al volver de su gira deportiva tras Wimbledon, el barón Gottfried Alexander Maximilian Walter Kurt von Cramm se convirtió en uno de ellos. Antes, pudo poner a salvo a Manasse Herbst, el actor judío al que amaba, enviándolo a Palestina.
La censura de Zverev a la frase nazi nos recordó otros momentos en que personajes del deporte se han enfrentado al fascismo. Por ejemplo, el técnico holandés Guus Hiddink, quien, cuando era técnico del Valencia, en febrero de 1992, se negó a que su equipo saliera al campo a enfrentar al Albacete si no se retiraba la bandera nazi que habían llevado los aficionados de dicho equipo. «En estos gestos no puedo callarme», dijo entonces.
Cómo olvidar también la patada voladora que le lanzó Eric Cantoná a un hincha, en sus tiempos como jugador del Manchester United, allá por enero de 1995. Aunque hubo muchas versiones sobre las razones de aquella violenta acción del futbolista, la prensa indagó en la vida del hincha y se supo que era de extrema derecha y se autocalificaba como racista. «Vete a Francia de vuelta, hijo de puta francés», es lo que le habría dicho Matthew Simmons a Cantoná aquella vez. «Patear a un fascista no se saborea todos los días; De lo único que me arrepiento es de no haberle pegado mucho más fuerte», confesó Cantoná más tarde.
Mucho más atrás queda una actitud en las antípodas de aquella patada, pero con un objetivo similar, tomada por el futbolista Bruno Neri durante el auge fascista en la Italia de Mussolini. Neri jugó más de 170 partidos por la Fiorentina. Fue precisamente para la inauguración del estadio del equipo viola que un gesto suyo pasó a la historia. El recinto hoy llamado Artemio Franchi recibió inicialmente el nombre de Giovanni Berta, un fascista que había sido asesinado.
El día de la inauguración, en 1931, quedó una foto para la historia: 21 de los 22 jugadores en el campo saludaron al público y a las autoridades del palco elevando el brazo derecho a la manera fascista. Uno solo se quedó con ambos brazos abajo, en señal de protesta: Bruno Neri. A pesar de que entonces tenía solo 21 años, fue consecuente hasta el final: murió peleando con los partisanos contra los nazis en 1944, en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial.
«El número 1 no oficial y el número 2 no oficial del tenis son técnicamente casi gemelos. Ambos golpean con longitud y precisión aparentemente sin esfuerzo, de derecha y de revés; ambos tienen un costo mortal, un servicio punzante. Ambos son estilistas cuyo repertorio recoge todos los golpes que conoce el tenis. Jugadores de toda la cancha, pueden cortar, lanzar o volear con la misma fluidez. Pero no hay dos personajes que puedan ser tan opuestos como Donald Budge, de 22 años, y Gottfried von Cramm, de 28», decía la edición de Time de setiembre de 1937 que tenía en portada al alemán, sorprendente retador para el crédito local, el admirado amigo que lo había vencido en Wimbledon dos meses atrás.
La descripción que ofreció la revista rozaba la admiración hacia un personaje peculiar: «Aunque los árbitros pueden insistir en pronunciar su nombre completo con la mayor resonancia posible, sus compañeros lo llaman Gottfried o Cramm. Le gusta el baile, el hockey sobre césped, la natación, el senderismo, el cine, Wagner y, después de los torneos, las discotecas y el champán. También le gusta correr con su limusina Opel desde Berlín hasta Oelber».
«Campeón del mundo de tenis», respondió con inusitada seguridad el pequeño que había comenzado a jugarlo a los 9 años en la finca familiar de Oelber, cerca del pequeño pueblo de Nettlingen en Hannover, donde había nacido en 1909 en un hogar aristocrático. Criado en un castillo con todos los lujos posibles, el pequeño Gottfried pudo entrenar desde niño en su propia cancha de tenis, mandada a construir por su padre, el Barón Burchard Von Cramm.
Allí llegó a atraer la atención de Otto Froitzheim, el mejor tenista de la historia de Alemania por aquel entonces. A los 19, reinstalado en Berlín, le dio gusto a su familia en algo y a sí mismo en otra cosa: se matriculó en Derecho en la universidad, pues los von Cramm lo querían convertido en diplomático y, a la vez, tomó lecciones de tenis con el reconocido instructory ex tenista Robert Heinrich Kleinschroth en el exclusivo Club Rot-Weiss.
Sin embargo, a los 21 abandonó definitivamente los estudios por su amor al tenis y se casó con su amiga de la infancia, vecina de castillo, la inquieta y carismáticabaronesa Lisa von Dobeneck. No pasó mucho tiempo para que la pareja se hiciera habitué en el punto neurálgico de la movida queer del Berlín de los años 20 e inicios del 30, El Dorado, donde buscaban aventuras distintas entre la libérrima algarabía de travestis, transexuales, gays o lesbianas que podían ser ellos mismos allí dentro sin temor al qué dirán o a las leyes de la época.
De hecho, el cartel de la puerta de entrada del mítico local en la calle Motzstraßedecía «Aquí se puede». Adentro, era posible encontrarse, incluso, con Marlene Dietrich. Otro rostro frecuente en El Dorado parecía una presencia completamente fuera de contexto: el fornido y hosco Ernst Röhm, líder de las SA, las fuerzas de choque nazis, muy cercano a Hitler. Temido por muchos, Röhm, sin embargo, no llegaba allí para hacer redadas, sino a divertirse.
En aquella Alemania se perseguía implacablemente a judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, socialistas, polacos, eslavos, asiáticos, discapacitados o testigos de Jehová. Lo que jamás imaginó Ernst Röhm es que él también sería perseguido, encerrado, presionado para suicidarse y, finalmente, asesinado, usando como justificación ante los medios y la sociedad alemana la posibilidad de un golpe de Estado que daría junto a las SA y, sobre todo, su homosexualidad.
Su fin se precipitó en la tristemente célebre «Noche de los cuchillos largos». El trágico destino del buscabuches nazi que no quiso encerrarse en un closet y vivía nocturnamente su sexualidad –con la seguridad que su posición política le permitió por un tiempo- marcaría también el porvenir de la comunidad LGTBIQ, von Cramm incluido.
Sin embargo, a pesar de las amenazas y la constante intimidación por parte del régimen, von Cramm se negó sistemáticamente a ser utilizado en la propaganda nazi como símbolo de la superioridad de la raza aria. De hecho, se negó enfáticamente a afiliarse al partido nazi a pesar de la insistencia de Hermann Göring, conocido aficionado al tenis. Incluso rechazó la posibilidad de que el gobierno le ayudara con las deudas que había contraído con algunos bancos… muchos de ellos, en manos de judíos.
Los nazis estaban desconcertados. Lo que era un evidente gesto de dignidad fue tomado como otro desplante. Él solo quería jugar al tenis y vivir en paz. Además, negarse a jugar en el equipo alemán de tenis hubiera significado un peligro: su esposa, la baronesa Lisa von Dobeneck, tenía sangre judía por sus antepasados. No quería ni concebir la posibilidad de que su compañera terminara como tantos amigos del tenis, El Dorado o la vida: en un campo de concentración.
Pero, tras perder en Wimbledon y mostrarse como opositor a las políticas antisemitas de Hitler, él mismo tuvo que padecer prisión. El hombre unánimemente reconocido por su impecable espíritu deportivo por todos sus oponentes fue convertido, de un momento a otro, en un criminal.
Entre la presión ejercida por su amigo Donald Budge y las gestiones que Göring se vio obligado a hacer, dado el prestigio internacional del reo, von Cramm salió libre después de unos meses, pero su condición de «ex convicto» le impidió participar en importantes torneos como el US Open o Wimbledon (recuerden que entonces era un deporte casi exclusivo para aristócratas muy preocupados por su prestigio).
El régimen nazi y, posteriormente, Alemania Federal, se negaron a quitarle los antecedentes penales, a pesar de que su único «crimen» fuera ser gay. De hecho, el homofóbico articulo 175 estuvo vigente hasta 1994 y, por décadas, los ciudadanos LGTBQ no fueron considerados víctimas del Holocausto.
A pesar de todo, von Cramm pudo ser nuevamente campeón de Alemania, en 1948 y 49, tras recuperarse del congelamiento en las piernas sufrido en el frente ruso –adonde lo envió un Hitler siempre vengativo tras dejarlo salir de la cárcel- y obtener la Cruz de Hierro por sus valerosas acciones. Su ex compañero de dobles, también disidente del régimen, Henner Henkel, murió cerca de su posición, en la Batalla de Stalingrado. Hoy, el campeonato juvenil alemán lleva su nombre.
De entre las muchas leyendas alrededor de von Cramm, se cuenta una historia supuestamente ocurrida durante la guerra, cuando el barón tenista ayudó a un piloto estadounidense herido, tras ser derribado cerca de su castillo. «¿Por qué me ayuda, si usted es alemán?», preguntó el americano. «Porque una vez jugué al tenis con Don Budge», respondió el alemán. Y el piloto reaccionó: «¡Oh, entonces usted debe de ser Gottfried von Cramm!».
Es curioso como algunas ideas se reúnen en un momento determinado para (aparentar) darle orden o sentido a la vida. Alexander Zverev es un tenista alemán, hijo de una pareja de rusos emigrados a Hamburgo a inicios de los 90, tras la caída del Muro de Berlín. Paradójicamente, Hamburgo, 40 años antes, llegó a ser sede del Partido Nazi.
El lugar donde Zverev rechazó las palabras de Hitler fue el Arthur Ashe Stadium, cuyo nombre recuerda al primer jugador afroamericano en ser parte del equipo de Copa Davis de los Estados Unidos, único en haber ganado los campeonatos de Wimbledon, el U.S. Open y el Abierto de Australia en singles y un decidido opositor al Apartheid y a cualquier otra política de segregación racial.
El Arthur Ashe Stadium está ubicado dentro del Billie Jean King National Tennis Center, nombrado así en honor a Billie Jean King, una de las mejores tenistas de la historia, pionera en la igualdad de género, fundadora de la Women’s Tennis Association (WTA)y la primera atleta profesional femenina en declararse públicamente lesbiana. El umpire era el británico James Keothavong, cuyos antepasados provienen de Indochina. Ni él, ni Zverev, ni Ashe, ni King hubieran tenido posibilidad de sobrevivir en la Alemania nazi.
Manasse Herbst, el actor amado por von Cramm, actuó en el teatro, en operetas y suma un par de créditos en el cine mudo. Allí vivió una paradoja insospechada: una de sus actuaciones fue en el film Papa Haydn (1920), donde interpretó al hijo de Joseph Haydn, compositor de la música a la que le fue agregado el «Deutschland Über Alles» en el siglo XIX, muchísimo antes de que cualquiera pudiera imaginar que esas palabras serían utilizadas por una ideología retorcida para exterminar a personas como Manasse o von Cramm.
Otto Froitzheim, alguna vez considerado el mejor tenista alemán de la historia, fue la más importante voz que alentó los inicios de von Cramm en el deporte blanco. Aunque se negó a afiliarse al Partido Nazi, disfrutó de cargos políticos durante dicho régimen y llegó a estar comprometido con Leni Riefenstahl, la cineasta oficial de Hitler y Goebbels.
El lugar donde Gottfried von Cramm se convirtió realmente en tenista fue el Rot-Weiss Tennis Club, del que también era asiduo Hermann Göring. Hoy, dicho club reconstruido por él tras la Segunda Guerra Mundial, está ubicado en una calle que lleva su nombre en la Berlín en que vivió joven, desenfrenado y sin problemas, antes de la llegada de los nazis y de esa voz prepotente, afectada e histérica que gritaba «¡Deutschland Über Alles!» («Alemania por encima de todo») solo para dividir a un pueblo.
A pesar de que filmes como Cabaret, La caída de los dioses o Lili Marlen intentan describir estos tiempos desde una visión paralela a la guerra, la profunda y verdadera vileza de un régimen como el III Reich nunca (felizmente) lucirá en pantalla como se padeció en la realidad.
En lugar de recordar lo dicho en el US Open 2023 por un aficionado estólido, es preferible citar las palabras que von Cramm le dijo alguna vez a su amigo Don Budge que, vistas hoy, son un resumen de su propia existencia: «Jugué el mejor tenis de mi vida, y si puedes vencerme, es un placer perder.»
Recomendaciones: El libro Un terrible esplendor (Marshall Jon Fisher, 2009) y el documental El Dorado: todo lo que odian los nazis (Benjamin Cantu, 2023), que es posible ver en Netflix, cuentan la historia de Gottftied von Cramm, su vida privada y sus hazañas en el tenis.