Para mí, la fotografía es el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, de la importancia de un hecho. Henri Cartier-Bresson
1. La espera
Cuando Ray Lussier llegó al Boston Garden el 10 de mayo de 1970, aún no sabía que iba a hacer historia.
Había entrado por la puerta destinada a la prensa y cruzado los pasillos bajo el graderío en dirección al estrecho cubículo que le había asignado un delegado de los Bruins. Montó su Nikon y comprobó que podía mover la cámara entre el trípode y el agujero que tenía enfrente, en medio de las vallas protectoras. El agujero era muy pequeño, apenas suficiente como para que cupiese el objetivo sin que un puck le golpease en la cara. Lussier dejó descansar la cámara sobre el trípode, se aflojó la corbata y encendió un cigarrillo. El humo crecía en espirales entre el aire frío sobre el hielo y las cerchas que sujetaban la cubierta del viejo pabellón. A su alrededor, las gradas todavía estaban prácticamente vacías. Aún faltaban casi dos horas para el comienzo del partido.
En el vestuario, mientras terminaba de ajustarse las protecciones de la cadera, Bobby Orr aún no sabía que esa noche iba a hacer historia. Aunque, desde luego, no era una noche normal. Era la noche del cuarto partido de las finales y la primera oportunidad que tenían los Boston Bruins de ganar la Stanley Cup. La primera Stanley Cup en veintinueve años. Y delante de su propio público.
Orr había nacido en Ontario y, como buen canadiense, comenzó a jugar al hockey sobre hielo al mismo tiempo que comenzó a andar. Destacando desde una edad inusultantemente temprana, había sido uno de los prospects más anticipados por la NHL y pertenecía a la órbita de los Boston Bruins desde los trece años. Fue rookie del año hacía tres temporadas y, junto a Phil Esposito y Ken Hodge, había formado el corazón de los nuevos Bruins, los «Big Bad Bruins», que llegaron a las finales de la División Este justo el año anterior.
Bobby Orr tenía veintidós años recién cumplidos y ya era una estrella. En la pista era rápido y fiero, pero también grácil y sonriente. Siempre sonriente. Se ató los patines, se colocó la zamarra negra y dorada con el número 4 y saltó al rink entre el griterío atronador del público. En el hielo esperaban los Saint Louis Blues.
También esperaba la historia.
Cuando comenzó el tercer periodo, el partido estaba empate a dos, y el hielo, lejos de refrescar el ambiente, convertía la atmósfera del Garden en un globo húmedo. Si fuera había 34 grados —el día más caluroso de la primavera—, las más de quince mil personas que abarrotaban las gradas y los pasillos del pabellón llenaban el aire de una nube espesa, casi pegajosa. Pero Ray Lussier había tenido suerte, claro que la había tenido.
El sorteo había decidido que los Bruins atacarían hacia el lado este del rink en el primer y tercer tiempo. Y si iban a ganar la Stanley Cup con un gol en el último periodo, lo harían justo enfrente de su cámara. Sí, había tenido suerte.
Lussier tenía ya treinta y ocho años y llevaba más de quince dedicado a la fotografía periodística en el área de Nueva Inglaterra, pero siempre en noticias de poca monta: reuniones sociales y acontecimientos locales. Primero en el pequeño Haverhill Journal y, desde hacía cinco años, en el potente Boston Record-American, que sabía de buena tinta iba a ser comprado por el aún más poderoso Boston Herald. Sin la credencial del Record-American seguro que no le habrían asignado uno de los pocos lugares a pie de pista y no tendría la oportunidad de capturar el gol de la victoria. Sería un momento especial. Uno de esos momentos decisivos que le había leído a su admirado Henri Cartier-Bresson y por el que llevaba esperando quince años. Quizá más de veinticinco, desde el día de Navidad en que le regalaron su primera cámara fotográfica.
Sin embargo, cuando el tercer tiempo llegaba a su fin, la fortuna que le había sonreído parecía ahora darle la espalda. Los Blues se habían adelantado al principio del periodo y John Bucyk empataba para Boston a falta de seis minutos para el final. Lussier había tomado un par de buenas fotografías del gol, sí. Buenas. Solo buenas. Pero si se llegaba a la prórroga, los Bruins irían a por todas para ganar el partido en la muerte súbita. Y lo harían en el otro extremo de la pista, lejos de su cámara.
El momento decisivo se escapaba, pero Ray Lussier ya había esperado demasiado tiempo. No quería esperar más. No podía esperar más.
Sonó la bocina del tercer periodo. El fin del tiempo reglamentario.
2. La historia
El famoso fotoperiodista Henri Cartier-Bresson decía que cada situación tiene su momento decisivo; miras como algo se va construyendo, esperando ese pico, esa cumbre. Aplicar la idea del momento decisivo a nuestra fotografía nos convertirá en un creador de imágenes más observador y más conectado con el mundo. Cuanto más trabajemos en la teoría del momento decisivo, más capaces seremos de ver como la situación se va dirigiendo hacia esa cumbre, y como desciende una vez hemos tomado la imagen.
Lo más duro es la espera.
Jay Dickinson
El 4 de Enero de 2014, coincidiendo con el cumpleaños de Ray Lussier, su hijo Richard le dedicó el texto que Jay Dickinson, fotógrafo de National Geographic y ganador del Pulitzer escribió precisamente a propósito de Cartier-Bresson. El texto se llamaba «Esperando a la cumbre», pero Ray no pudo leerlo.
El 10 de mayo de 2010, junto a una de las puertas del nuevo TD Garden, un sonriente —siempre sonriente— Bobby Orr levantó la tela plateada que cubría una estatua de bronce. El TD Garden se había construido en sustitución del viejo Boston Garden, y la escultura conmemoraba el cuadragésimo aniversario de la Stanley Cup de 1970. La primera de las dos que ganó Orr.
Y es que la estatua también conmemoraba la figura de uno de los tres mejores jugadores que jamás han patinado sobre el hielo de un rink de hockey.
Bobby Orr fue rookie del año en 1967. Fue el primer jugador que ganó el MVP de las finales —el Conn Smythe Trophy— en dos ocasiones: 1970 y 1972. Ganó el Art Ross Trophy —líder en puntuación durante la temporada regular— en dos ocasiones. Elegido en el First All-Star Team de la NHL durante ocho temporadas consecutivas, las mismas en las que fue elegido mejor defensa de la liga. Líder de la tabla más/menos de la NHL en siete ocasiones, el mayor número de la historia. Es el único jugador que ha ganado cuatro grandes trofeos individuales en un solo año. Tiene el récord de puntos y de asistencias conseguidos por un defensa en una temporada. La revista Sports Illustrated le consideró deportista del año en 1970. En 1997, el comité de expertos de la publicación canadiense THN, referencia mundial en hockey, le votó como segundo mejor jugador de todos los tiempos, solo detrás de Wayne Gretzky y por delante de Gordie Howe y Mario Lemieux. Y pese a que las lesiones le obligaron a retirarse con apenas treinta años, fue incluido en el Hockey Hall of Fame justo el año siguiente. El mismo Larry Bird dijo una vez que, antes de los partidos, mientras sonaba el himno americano, miraba al techo del Garden para buscar inspiración en la camiseta negra y dorada con el número 4. La camiseta retirada de Bobby Orr.
Pero sobre todo, a Orr se le recuerda por un momento. Un momento decisivo. Uno que Ray Lussier congeló en papel fotográfico.
Por eso, cuando en 1990 los Bruins organizaron una cena para celebrar el vigésimo aniversario de la Stanley Cup del 70, fue el propio Orr quien invitó al fotógrafo que le inmortalizó para siempre. Y por eso, cuando inauguró la estatua veinte años después, también tuvo unas emocionadas palabras para Ray Lussier. Porque la escultura no era más que la solidificación tridimensional de la imagen que Ray había capturado: el cuerpo de Bobby Orr flotando horizontal al pavimento, con los brazos extendidos y gritando de alegría. Un Superman fiero y sonriente volando a un metro del suelo de Boston.
Pero Ray tampoco pudo escucharlas.
El fotógrafo Raymond R. Lussier había muerto repentinamente el 16 de marzo de 1991 a los cincuenta y nueve años de edad.
3. El momento decisivo
Suena la bocina del inicio de la prórroga.
Clic, clic, clic.
Al terminar el tiempo reglamentario, Ray Lussier ha atravesado corriendo la grada en busca de un nuevo puesto en el otro extremo del rink. No tenía sitio asignado allí pero, con suerte, ha encontrado un cubículo libre; otro fotógrafo de Boston se ha levantado para comprar una cerveza en el bar y ha dejado desocupada su butaca. Lussier no le culpa. Con el calor y la humedad asfixiantes, cualquier hombre que vistiese traje y corbata acabaría sediento. No, Lussier no le culpa, pero se aprovecha de la circunstancia. Su idea es devolverle el sitio en cuanto vuelva pero, mientras tanto, coloca el disparador automático de la Nikon. Y dispara.
Clic, clic, clic.
Como había imaginado, los Bruins salen en tromba. La línea mixta que incluye a Orr, Ed Westfall y Derek Sanderson patina desbocada mientras Noel Picard, Tim Ecclestone y el resto de los Blues intentan proteger la portería de Saint Louis.
Clic, clic, clic.
La grada retumba en un ambiente áspero y viscoso, con más de quince mil personas sudando y saltando y rugiendo embravecidas a cada embestida de Boston. Pero Ray Lussier no huele nada y no ve nada que no esté dentro del hielo. Y solo escucha su respiración agitada y el sonido del disparador.
Clic, clic, clic.
En apenas medio minuto, los Bruins han asediado la portería de Glenn Hall desde todos los flancos. Cuando se llevan treinta y cinco segundos del tiempo extra, la pastilla sale despedida desde el lado izquierdo del ataque de Boston y recorre el fondo del rink hasta el ala derecha, donde espera el stick de Orr.
Clic, clic, clic.
Bobby Orr recoge el puck y avanza paralelo a la valla, buscando apoyo detrás de la red de los Blues. Lo encuentra en Derek Sanderson, que devuelve la pastilla esquivando a Jean-Guy Talbot hacia el desmarque de Orr, ya situado frente a la portería.
Clic, clic, clic.
Orr empuja la pastilla. El disco de caucho vulcanizado de tres pulgadas de diámetro y seis onzas de peso toca el fondo de la red, lejos del alcance de Hall. Quince mil personas estallan en un bramido nuclear. Los Boston Bruins acaban de ganar la Stanley Cup.
Clic, clic, clic.
Una fracción de segundo después de marcar el gol, Bobby Orr vuela trastabillado por el patín de Noel Picard. Vuela paralelo al hielo. Vuela a un metro del hielo del Boston Garden. Los brazos estirados y la sonrisa abierta. Como Superman.
En una fracción de segundo.
Clic, clic, clic.
4. La fotografía
La respiración de Ray Lussier atravesaba la penumbra de las oficinas del Boston Record-American. Ya estaba bien avanzada la madrugada del 11 de mayo de 1970 y apenas cinco o seis personas remataban las últimas crónicas en la redacción, pero Lussier respiraba agitado. Respiraba aún más agitado que como lo había hecho dos horas antes en el borde del rink del Boston Garden. Bajo la luz roja del laboratorio, había extraído los cinco rollos de película y había mirado rápidamente los cuatro primeros. En el último se detuvo con cuidado. Se lo enseñó a Sam Cohen, el viejo editor de deportes, que ya era algo duro de oído y tenía tendencia a gritar. «¡Esa de ahí», voceó Cohen con su garganta rasgada, «¡Revélala en grande!».
Era la misma imagen en la que Lussier se había detenido un minuto antes.
Porque los negativos anticipan el futuro como lo hace el envoltorio de un regalo de Navidad, y Ray Lussier respiraba agitado. Respiraba como respira un niño que baja corriendo las escaleras la mañana del día de Reyes. Como respira cuando descubre una bicicleta escondida en el papel de regalo. Tenía treinta y ocho años y respiraba como el día que Santa Claus le dejó bajo el árbol su primera cámara de fotos.
Cuando la copia en papel comenzó a flotar sobre el líquido de revelado, Ray Lussier comprendió que esa noche, gracias a Bobby Orr, había tomado la mejor fotografía de la historia del hockey.
Claro, por supuesto que todo es cuestión de suerte.
Henri Cartier-Bresson
Pingback: Joel Meyerowitz, a compás - Jot Down Cultural Magazine