Ajedrez

Un juego que invita a pensar en el amor y en la vida: el ajedrez en «Las mil y una noches»

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«Nosotros, piezas mudas del juego que Él despliega / Sobre el tablero abierto de noches y de días, / Aquí y allá las mueve, las une, las despega, / Y una a una en la Caja, al final, las relega» (Omar Jayyām)

Un primer antecedente del ajedrez se da con el chaturanga, juego que ingresó en el siglo VI a Persia desde un reino indio. Cuando los musulmanes, una centuria más tarde, dominaron el territorio que antes había estado bajo el control del pueblo sasánida, harán florecer otro imperio, con cabecera en la emblemática Bagdad.

Desde esa cuna de la cultura oriental se forjará el shatranj, heredero del chatrang persa y de aquel chaturanga indio, precursores todos del ajedrez, que habrá de propagarse en todas las direcciones posibles, de la mano de las conquistas árabes y los intercambios comerciales.

Habrá una confluencia civilizatoria que en occidente provocará admiración, no solo por el atractivo pasatiempo ahora descubierto sino, además, por tantos hallazgos de fronteras lejanas que abarcaban terrenos diversos, que iban de la astronomía a las matemáticas, que remitían a expresiones del arte y hasta a la propia introducción del papel, ese que permitirá la difusión de los conocimientos en todos los campos de interés.

En ese contexto el ajedrez, con su reconocida magia, esa que invita por igual a la intelección y a la creatividad, habrá de convertirse en el juego favorito aquí y allá, introducido a Europa no solo por los que seguían al profeta Mahoma sino, también, por intercesión de los bizantinos y persas.

El juego será prototípico y modélico de una Edad Media que lo percibió como reflejo de su propia sociedad (con las adaptaciones correspondientes), habiendo de atravesar las fronteras del tiempo y del espacio, eternizándose y universalizándose con el curso de la cronología.

En este contexto, la literatura oriental habrá de recoger puntualmente la historia de cómo el ajedrez ingresó a sus comarcas estableciendo, de ese modo, el hito fundacional a partir del cual, sin margen de dudas, se dará el ulterior vector de difusión, desde que durante el reinado del persa Cosroes I (501-579) lo reciban los persas de manos de un reinado indio.

Más tarde, los propios califas habrán de prohijarlo, como si fuera una actividad constitutiva de su cultura, a punto tal de que lo cultivarán los soberanos, quienes contratarán en las cortes a los mejores exponentes y promoverán su práctica.

Para más, deberá vencerse de vez en vez algunas visiones muy ortodoxas que indicaban que no podía ser asociado al dinero (al régimen de apuestas) y que no podía incluir en su diseño estatuillas con imágenes de personas o animales para no contrariar al libro sagrado del Corán.

Por esto último, se adaptará su fisonomía, derivando en que las piezas, a partir de ahora, debían ser abstractas. Para más, el ajedrez deberá derrotar algunas voces críticas que lisa y llanamente alentaban su prohibición.

Pieza de ajedrez de marfil de origen islámico (nótese su diseño abstracto), que data de alrededor del año 1000 (muslimheritage.com)

En cualquier caso, el ajedrez pasó a ser parte esencial en las cortes orientales, con numerosos textos que darán testimonio de su relevancia. En una lista necesariamente corta, no puede dejar de mencionarse el Murūj adh-dhahab wa-maʿādin al-jauhar (Los prados de oro y las minas de gemas), del historiador y geógrafo al-Masudi (896-956) y el Shāhnāmé (La épica de los reyes), del poeta persa Ferdousí (935-1020), en los que tiene relumbrante presencia aclarándose, en ambos casos, que el juego provenía de la India.

Además, el sabio árabe al-Bīrūnī (973-1048), en Ta’rikh al-Hind (Crónicas de la India), habrá de consignar la existencia en India de un ajedrez a cuatro manos, auxiliado con dos dados, con las piezas conocidas (carro, caballo, elefante, rey y los peones), siempre sobre un tablero de sesenta y cuatro escaques no coloreados.

Mas, al hacerse estas referencias literarias, debemos recordar al gran Omar Jayyām (1048-1131) quien, en una de sus célebres cuartetas acuñó, al reparar en el diseño escaqueado, la expresión «Sobre el tablero abierto de noches y de días», en una mirada metafísicamente fatalista que tan bien supo recrear el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) cuando, en sus sonetos Ajedrez, aludiendo al poeta persa, supo decir: «También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días».

Shāhnāmé de Firdausí, Museo Metropolitano de Nueva York (metmuseum.org)

Pero, si hay un texto central de esos tiempos que ha trascendido desde esas latitudes volviéndose universal e imperecedero, ese sin duda es Las mil y una noches (o también Las mil noches y una noche o, entre otras denominaciones posibles Noches árabes), serie de relatos recopilados de la tradición oral, sin autor específico, que corresponde en buena medida a traducciones o readaptaciones de otro escrito anterior en idioma persa (Hazār afsāneh o Mil historias).

Estas narraciones serán conocidas en Europa recién en el siglo XVII, en tiempos del reinado en Francia de Luis XIV, momento desde el cual pasaron a ser muy familiares en ese continente figuras como Simbad el marino, Aladino (y su lámpara) y Alí Babá (y los cuarenta ladrones), entre otros cuentos que transmitieron nuevos climas, imbuidos en una magia oriental que habrá de cautivar a los lectores de occidente y del mundo todo.

Ilustración de Cassim, el hermano de Alí Babá, el primero en entrar en la cueva del tesoro. Foto: Maxfield Parrish- Imagen: Wikicommons (nationalgeographic.com)

Existen numerosas versiones de esta monumental obra de la narrativa árabe. Por cierto, en algunas el ajedrez aparece con mayor detenimiento, en otras su inclusión es solo tangencial.

A los fines de este trabajo, nos hemos basado en una versión que incluye numerosas citas al juego, la cual reporta al trabajo del orientalista francés Joseph Charles Mardrus (1868-1949), quien se apoyó en la célebre edición de Bulaq (publicada originalmente en dos volúmenes en Cairo, Egipto, en 1835). El texto de aquel fue el que, a su vez, tuvo a la vista Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) para dar su reconocida mirada en nuestro idioma español.

Como es bien sabido, Las mil y una noches se basa en la experiencia del rey Shahriar quien, contrariado por la infidelidad de su propia esposa y la de su hermano, concluye que todas las mujeres no eran de fiar. Por lo que, en tono de venganza, y para evitar la posibilidad de que pudiera volver a ser engañado, toma la decisión extrema de casarse cada noche con una virgen, para ordenar decapitarla al día siguiente.

El visir encargado de conseguir las esposas, cuando ya no puede encontrar ninguna, debe ofrecer a su hija, la bella Sherezade quien, del todo ingeniosamente, descubre el ardid para asegurar su supervivencia, procediéndole a contar a su señor cada noche una cautivante historia, dejando la narración en el momento culminante al llegar el alba. De ese modo, lograba generar el debido suspenso ante la intriga planteada, por lo que el monarca le habrá de requerir, una y otra vez (al menos mil veces), que regresara con la continuidad de la trama en la próxima jornada.

Así, ella logrará entretenerlo, salvar su vida, curar la ira de su oyente y, al cabo de todo, darle tres hijos. Y, lo que es más importante, dejando el testimonio de la astucia humana infinita, particularmente la que se despierta frente a situaciones límite.

De todo ello nos habla una obra literaria que decanta en una de las expresiones de la cultura oriental más intensa, bella y mágica.

Ilustración de “Las mil y una noches” de Virginia Frances Sterret (1900-1931) (cuadernoderetazos.files.wordpress.com)

Siendo el ajedrez tan relevante en el mundo musulmán de entonces, no habrá de extrañar que el juego sea mencionado en el curso de la obra una y otra vez (más no en mil y una oportunidades), siendo la primera ocasión en que ello sucede, en el transcurso de la decimotercera noche cuando Sherezade estaba discurriendo sobre la Historia del segundo saluk.

Se trata de un príncipe que había leído el Corán, las siete narraciones, los libros capitales y los de los maestros de la ciencia, quien conocía el movimiento de los astros y las palabras de los poetas. Habiendo sido comisionado a la India, le sobrevienen en cierto momento diversas contingencias, desde que es atacado por una horda. En esas condiciones, queda perdido en un territorio desconocido.

De pronto, la vida parece volver a sonreírle al hallar a una joven hermosa. Más, esta era prisionera de un efrit quien, al descubrir la relación que se generó entre la bella y el príncipe en desgracia, mata a aquella y lo convierte a este en mono. Pero, no en uno cualquiera, lo transformó en un simio viejo de una «fealdad excesiva».

Pues bien, tenemos a un mono demasiado entrado en años y en ausencia de belleza, pero sumamente versado e inteligente. Siendo así, no habrá de sorprender al lector (más sí a sus circunstantes) cuando se señale que supo escribir con letra clara y ajustadas palabras sobre un pergamino. Tampoco será de extrañar que, al ponerlo en situación de una partida de ajedrez, logre vencer a sus rivales. El texto respectivo reza así:

«En aquel momento trajeron un ajedrez y el rey me preguntó por señas si sabía jugar, a lo que respondí afirmativamente con un movimiento de cabeza. Me acerqué, coloqué las piezas, y jugué con el monarca. Le di mate por dos veces. El soberano no sabía qué pensar, perplejo como estaba, e iba diciendo: -¡Si este fuese un hijo de Adán, habría superado a todos los hombres de su siglo!».

Aquí, además de un primer hallazgo con eje en el ajedrez en un texto tan icónico advertimos, en el marco de una fantástica historia, dos cuestiones destacadas: por un lado, que el juego formaba parte de una práctica social cotidiana, al menos en el ámbito cortesano; por el otro, su gravitación intelectual.

Que un mono jugara al ajedrez, ya era de por sí sorpresivo, pero, al haber salido victorioso, eso lo hacía merecedor de los máximos calificativos en términos reputacionales.

Esta consideración no es de extrañar. Los musulmanes conformaron un califato de extensos dominios territoriales y de una enjundiosa cultura, en cuyo marco el ajedrez ocupaba un plano central. En la corte con sede en Bagdad se incluían los aliyah (expresión árabe que significa «el más elevado»), nombre con el que se mentaba a los mejores exponentes de un pasatiempo que no podía ser considerado uno más, quienes eran contratados por sus méritos en la disciplina. Entre ellos se puede mencionar aal-Adli, as-Suli y al-Lajlaj quienes, desde el siglo IX, pueden ser considerados los máximos ajedrecistas de su tiempo.

Volviendo al relato que originó esta digresión: ¿Podríamos creer que, quizás, el simio-ajedrecista de Las mil y una noches hubiera podido aspirar a integrar esa prestigiosa cohorte de los aliyat?

En la noche cuarenta y ocho continúa una historia, comenzada dos jornadas atrás, que tiene como protagonista a Scharkán, el hijo del rey Omar Al-Nemán, quien se pierde en terrenos extraños para ser acogido por una joven hermosa griega que lo conduce a un monasterio. Ella cree estar en presencia de un extranjero más para, luego, llegar a la conclusión que era parte central de un pueblo enemigo.

Una vez descubierto de quién se trataba, se inicia un cortejo recíproco muy peligroso ya que ella se había juramentado, antes de conocerlo, matar al vástago del monarca adversario; más al mismo tiempo se verifica un proceso de recíproca seducción. En ese contexto, ella le pregunta si conocía el juego de ajedrez, a lo que el príncipe responde afirmativamente, pero, tan enamorado como ya estaba, contesta:

«No es que me desprecie, ni que me falten sus atenciones, ni que olvide el ajedrez para distraerme; pero ¿acaso mi alma tiene sed de distracciones ni de juego?»

Las piezas abstractas del shatranj. Set iraní del siglo XII en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York ( metmuseum.org)

En este pasaje advertimos una situación que en la Edad Media fue idiosincrásica en torno al juego, tanto en las cortes orientales como europeas: la posibilidad de que la situación pase del plano de compartir un mero entretenimiento para decantar en un factor aglutinante para el encuentro entre personas.

Es que las partidas eran muy prolongadas (en esa época el juego era mucho menos dinámico que el que devendría en tiempos modernos), generándose la posibilidad de establecer un clima de intimidad que, muchas veces, facilitaba el amor.

En ese contexto, este príncipe debió haber entendido que la propuesta a jugar al ajedrez en realidad podía esconder una intención diferente más profunda. Y conveniente para satisfacer sus deseos. La cosa es que se dispusieron a jugar, pero, el distraído Scharkán, en vez de reparar en lo que sucedía en el tablero:

«…jugaba de cualquier modo, poniendo el caballo en lugar del elefante y el elefante en lugar del caballo».

Nótese que la mención al elefante corresponde a una alusión a la pieza del alfil palabra que, precisamente, viene del idioma árabe: «al-fil», es decir «el elefante». En todo caso, el joven enamorado no podía jugar contra alguien cuya mirada profunda le llegaba a «penetrar su hígado». Así, disputaron cinco partidas, con triunfos en todos los casos para la dama. El caballero, muy galantemente, solo atinó a reconocer:

«¡Oh mi soberana, no está mal ser vencido por una adversaria como tú!»

Aquí observamos otra característica del ajedrez en esos tiempos en que era más una actividad de solaz que de competencia. La mujer jugaba de igual a igual, y muchas veces como en el caso de marras, poder derrotar a sus adversarios del otro sexo, una situación que habrá de cambiar radicalmente en la Edad Moderna, momento a partir del cual ellas quedarán marginadas virtualmente de su práctica (en particular a nivel competitivo), por lo que las distancias de nivel entre los géneros irán generando una brecha, a favor de los varones, en el contexto de un fenómeno que, algo suavizado respecto de tiempos previos, al día de hoy subsiste.

Volviendo a Las mil y una noches, texto que invita a su recorrida y que opera de marco de otras reflexiones, y siempre de la posibilidad de apelar al disfrute, el ajedrez habrá de reaparecer en la noche número trescientos setenta y seis, en donde el protagonista es el califa Harún al-Rashid (c.763-c.809).

Se trata de un notorio cultor del shatranj, a punto tal de que se ha dicho que le había obsequiado un set al emperador Carlomagno (c.742-814). Sin embargo, hoy se sostiene que ello es una leyenda, ya que el set de juego al que alude la historia es bastante posterior (siglo XI), y tampoco es de diseño abstracto, correspondiendo en rigor a una manufactura debida a artesanos de Salerno, Italia.

El (mal) denominado “Ajedrez de Carlomagno” que se sostuvo pudo haber regalado al-Rashid al emperador galo (wikimedia.org)

Con todo, hay una historia que en este caso está debidamente documentada, y que lo ubica a Harún en estrecha relación al ajedrez. En efecto, se conoce una carta que le dirigiera al califa Nicéforo I (758-829), el sucesor de Irene de Bizancio o de Atenas (752-803), en donde el emperador bizantino mentaba que su antecesora, a los fines de congraciarse con su interlocutor, se consideraba a sí misma en tanto humilde peón, mientras que le reservaba a Harún una calidad asociada a la pieza de la torre (la de mayor movilidad por entonces). Este testimonio, adicionalmente, se considera que es el primer texto escrito originado en Europa en donde se menciona específicamente al ajedrez.

La cuestión es que, en el relato en el que se menciona a Harún al-Raschid, se habla de la disputa entre dos personas por un saco prodigioso que, a juicio de ambos, contenía muchas maravillas. Uno de ellos aseguraba que, entre otras cosas, tenía en su interior desde una gata preñada a un palacio con dos salones de recepción; el otro afirmaba que, además de doce jóvenes intactas, la propia ciudad de Bagdad estaba adentro del saco. En el marco de esa querella, uno de ellos agrega que, dentro de la exuberancia de cada saco, también había… ¡cuatro jugadores de ajedrez!

Harún al-Rashid, Bibliothèque Nationale de France, Paris (wikimedia.org)

Dado que los litigantes dirimían dialécticamente, poniendo como ejemplos objetos muy preciados, la referencia al juego habla claramente de la alta valoración que tenía en la cultura musulmana en aquellos tiempos. Y nos recuerda a otro relato, de la cultura china ancestral: nos referimos a El hombre de P’ach’iung, en donde se incluye la descripción de unas personas ancianas jugando concentradamente al ajedrez que son descubiertos cuando caen, a consecuencia de una helada, los frutos de un mandarino, en cuyo interior ambos se hallaban.

En otra de las noches de vigilia y narraciones, ahora estando en la que lleva por número la quinientas ochenta y tres, se lo ve a un tal Hassán quien en un patio observa «a dos jóvenes resplandecientes de belleza que jugaban al ajedrez», muy atentas al juego, sentadas en un banco de mármol, sin advertir en principio la presencia del extraño.

Cabe formular entonces otra constatación, que en este caso puede ser considerada algo temprana (ya que el argumento se explorará, una y otra vez en el futuro): estamos en presencia de un pasatiempo muy absorbente que se llevaba todas las energías, por lo que los contrincantes poco registran de todo aquello que rodea al tablero. El exterior no existe para los concentrados ajedrecistas.

En ese marco, en cierto momento una de las hermanas que lo practicaban, al levantar la vista, aprecia la belleza de Hassán, a quien procuró adoptarlo como hermano, habida cuenta de que se hallaba perdido tras haber sido secuestrado por un mago (y alquimista) persa del que el joven había logrado desembarazarse. Ella, en definitiva, se habrá de enamorar del bello espectador de la partida. Una vez más el ajedrez posibilitando el amor…

Mujeres árabes jugando al ajedrez. Libro del axedrez dados et tablas de Alfonso X, c. 1283 (wikimedia.org)

Aún más impactante es la mención que se hace al ajedrez en la noche número seiscientas cincuenta y cinco en la cual, nuevamente, dentro de la sensualidad que caracteriza a buena parte del relato, se habla de otro joven hermoso, en este caso llamado Anís, «el más rico, el más generoso, el más delicado, el más excelente y el más delicioso de su tiempo».

Este, tras un perturbador sueño, al procurar calmarse, se adentra en un jardín donde divisa varias jóvenes disfrutando de su libertad, una de las cuales, tras increparlo por haber incursionado en tierras extrañas, lo invita a compartir el clásico pasatiempo, cosa que hace en estos términos:

«¡Ya Anís! ¡Tengo ganas de distraerme un poco! ¡Sabes jugar al ajedrez?» Dijo él: ‘¡Sí, por cierto!’ Y ella hizo señas a una de las jóvenes, quien al punto les llevó un tablero de ébano y marfil con cantoneras de oro, y los peones del ajedrez eran rojos y blancos y estaban tallados en rubíes los peones rojos y tallados en cristal de roca los peones blancos. Y le preguntó ella: ‘¿Quieres los rojos o los blancos?’ Él contestó: ‘¡Por Alah, ¡oh mi señora! que he de coger los blancos, porque los rojos tienen el color de las gacelas, y por esa semejanza y por muchas otras más, ¡se amoldan a ti perfectamente!’ Ella dijo: ‘¡Puede ser!’ Y se puso a arreglar los peones».

Más allá de la galantería del muchacho vemos un detalle que es crucial de la época. Lejos de la confrontación entre blancas y negras, que es una dualidad que se le debe al cristianismo en la Europa de la Edad Media, en oriente era más habitual, aunque no constituía de todos modos un canon (también se admitía otros contrastes, como el del rojo y el negro), las piezas solían ser precisamente rojas y blancas, colores que aludían, respectivamente, a la sangre (epítome tanto de la vida como de la lucha) y a la pureza (de hecho es con vestimentas blancas que se realiza la peregrinación a La Meca).

Otra constatación del pasaje alude al alto valor extrínseco de las piezas. En este caso estamos en presencia de rubíes y cristal de roca cuando, en el relato primigenio que coloca al ajedrez en la corte de Cosroes I en el siglo VI, sabemos que el rey indio que quiso congraciarse con el persa le llevó piezas talladas en rubíes y en preciosas esmeraldas (por lo que aquí la confrontación se dio entre rojas y verdes: Cuando era rojas contra verdes: Las piezas de ajedrez y su evolución en el tiempo).

Lo cierto es que, volviendo a la trama que lo tiene de protagonista a Anís, se lo ve a este comenzar el juego, con la consabida distracción del varón frente a la belleza de la mujer y, por ende, la imposibilidad de afrontar con galanura la partida, situación que es descripta así:

«Anís, que prestaba más atención a los encantos de su contrincante que a los peones del ajedrez, se sentía arrebatado hasta el éxtasis por la belleza de las manos de ella, que parecíanle semejantes a la pasta de almendra, y por la elegancia y la finura de sus dedos, comparables al alcanfor blanco. Y acabó por exclamar: ‘¿Cómo voy a poder ¡oh mi señora! jugar sin peligro contra unos dedos así?’ Pero le contestó ella embebida en su juego: ‘¡Jaque al rey! ¡Jaque al rey, ya Anís! ¡Has perdido!’»

De este modo, el ajedrez vuelve a evidenciar dos cosas: primero, que es el pasatiempo ideal atado a la sensual atmósfera oriental para la vinculación entre personas que buscan enamorarse y, segundo, que exige una concentración que no lo hace apto para quienes apuesten más por el corazón que por los dictados de la mente.

Pero la cosa siguió. Para lograr una mayor atención, la joven le propuso que cada encuentro sea sometido al régimen de apuestas. Y en eso vemos una contradicción a las leyes del estricto Corán, esas que impedían la asociación del juego con el impío dinero, lo que derivó, como insinuamos antes, que en diversas culturas y tiempos existieran prohibicionismos sobre el ajedrez.

En esto, hay otra constatación histórica. Durante mucho tiempo, y desde los propios orígenes del chaturanga, y aun cuando el juego ya había hecho baza en la Europa cristiana, quedó vinculado a la posibilidad de ganar dinero.

Asimismo, existía la posibilidad de obtener otras recompensas, como se refleja en la célebre leyenda de Dilaram («sacrifica a tus torres, pero no a tu amada»), favorita que había sido apostada en una partida que su señor parecía estar perdiendo, por lo que ella le indica la forma de no perder el juego (y su compañía).

Mas, volviendo a nuestra historia, no había caso. Deslumbrado por la belleza de su contrincante, Anís perdió cinco partidas seguidas a cien dinares cada una; y también una sexta, que se la hizo a la elevada cifra de mil.

También cederá todo lo que le pertenecía. Es que, es bien sabido, el amor está contraindicado si de apuestas se trata, ya que invita a las distracciones. El cerebral ajedrez exige toda la atención del mundo y, una vez más, en Las mil y una noches queda claro que, mientras ellos suelen caer en las redes del amor (olvidando lo que sucede dentro del tablero), ellas logran concentrase en el juego del todo perfectamente. El final de este episodio es en este sentido por cierto muy sintomático:

«Entonces le dijo ella: ‘¡Juguemos todo tu oro contra todo el mío!’ Aceptó él, y perdió. Entonces se jugó sus tiendas, sus casas, sus jardines y sus esclavos, y los perdió unos tras de otros. Y ya no le quedó nada entre las manos. Entonces Zein Al-Mawassif se encaró con él y le dijo: ‘Eres un insensato, Anís. Y no quiero que tengas que arrepentirte de haber entrado en mi jardín y de haber entablado amistad conmigo. ¡Te devuelvo, pues, cuanto perdiste! ¡Levántate, Anís, y vete en paz por donde viniste!’ Pero Anís contestó: ‘¡No, por Alah, ¡oh soberana mía! que no me apena lo más mínimo lo que perdí! Y si mi vida me pides, te perteneceré al instante. ¡Pero, por favor, no me obligues a abandonarte!’».

Por suerte para el joven, ella, ya poseedora de todos sus bienes, y también de su corazón, se compadeció e intentó reintegrarle lo obtenido de forma tan sencilla. Aunque, quizás, habría que decir que la mujer, frente a tanta entrega del bello cortejante, también cayó por fin en las redes del amor. En ese contexto, no sin picardía, la cortejada le hizo al cortejante una propuesta que, si bien se refería en principio al terreno de lo lúdico, parecía esconder objetivos de otro orden, cuando le dijo:

«Si verdaderamente, Anís, quieres agradecerme este don, no tienes más que seguirme a mi lecho. ¡Y allí me probarás positivamente si eres un buen jugador de ajedrez…»

La cosa iba concretándose. La fusión entre ajedrez y posibilidad de cumplir con los irrefrenables deseos se iba en definitiva dando. Y así, en el relato de la noche que llevaba por número el de seiscientos cincuenta y ocho, se descubrirá el desenlace.

«’¡Por Alah, ¡oh mi señora! que en el lecho vas a ver cómo el rey blanco supera a todos los jinetes!’ Y diciendo estas palabras, la cogió en brazos, y cargado con aquella luna, corrió a la alcoba, cuya puerta hubo de abrirle la servidora Hubub. Y allí jugó con la joven una partida de ajedrez siguiendo todas las reglas de un arte consumado, e hizo que la sucediese una segunda partida y una tercera partida, y así sucesivamente hasta la partida decimoquinta, haciendo portarse tan valientemente al rey en todos los asaltos, que la joven, maravillada y sin alientos, hubo de darse por vencida, y exclamó: ‘Triunfaste, ¡oh padre de las lanzas y de los jinetes!’ Luego añadió: ‘¡Por Alah sobre ti, ¡oh mi señor! di al rey que descanse!’ Y se levantó riendo y puso fin por aquella noche a las partidas de ajedrez. Entonces, nadando con alma y cuerpo en el océano de las delicias, reposaron un momento en brazos uno de otro. Y Zein Al-Mawassif dijo a Anís: ‘Llegó la hora del descanso bien ganado, ¡oh invencible Anís! ¡Pero, para juzgar mejor todavía de tu valer, deseo saber por ti si en el arte de los versos eres tan excelente como en el juego de ajedrez! ¿Podrías, pues, ordenar rítmicamente los diversos episodios de nuestro encuentro y de nuestro juego, de manera que se nos quedaran bien en la memoria?’»

Era hora. Anís, gracias a su recuperado espíritu competitivo, al vencer en las partidas de ajedrez de manera tan notable, logró también ganar el definitivo respeto de su musa y, también, su corazón. Además, como se evidencia en el pasaje, el encuentro personal se calibra perfectamente con el encuentro ajedrecístico. Juego, ya no solo como excusa para el amor, sino que el juego pasa a ser espejo de la vida.

El ajedrez regresará en el mítico texto en otro relato, en este caso cuando transcurra la noche setecientas ochenta y seis, en la que se presenta, nuevamente, al ajedrez emparentado íntimamente con el amor.

Ahora se la aprecia a la joven Halima jugando con su amante, llamado Kamar, un match a siete partidas, denominados en la traducción consultada «asaltos», palabra que parece remitir a una lucha boxística, a una batalla cuerpo a cuerpo, a un encuentro que bien puede darse tanto en el plano físico del perfume de los cuerpos como por influjo de las delicias reflexivas que otorga el pasatiempo preferido de la corte oriental.

En la misma sintonía, en la noche ochocientos trece, al hablarse del príncipe Hossein y de su esposa («la bella gennia»), se dice del todo explícita y específicamente:

«…jugar al incomparable juego de los amantes, que es el juego de ajedrez del lecho, teniendo en cuenta todas las combinaciones sabias de que es susceptible juego tan delicado».

Las últimas menciones al ajedrez en Las mil y una noches se hacen en el curso de la jornada novecientos noventa y cuatro, comenzándose con esta referencia:

«Has de saber, pues, ¡oh Emir de los Creyentes! que un día en que había jugado al ajedrez con tu padre el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, perdí la partida. Y tu padre me impuso la sentencia de dar la vuelta al palacio y a los jardines, toda desnuda, a media noche. Y a pesar de mis ruegos y súplicas, puso una insistencia singular en hacerme pagar aquella apuesta, sin querer aceptar otra sentencia. Y me vi obligada a ponerme desnuda y a hacer la cosa a que me condenaba. Y cuando acabé, estaba loca de rabia y medio muerta de cansancio y frío».

Grabado medieval con dos jugadores musulmanes jugando al shatranj (periodistas-es.com)

Estamos en presencia de una apuesta muy oprobiosa que debió la derrotada cumplir. Empero, el ajedrez siempre da espacio para la revancha. Zobeida, quien relataba la trama al califa Al-Ma´mún (786-833), un fuerte aficionado al juego, el mismo que en su mandato estableció la ya referida condición de aliyat y que era hijo de Harún al-Rashid, es anoticiado de la pena que debió cumplir su padre al día siguiente al ser derrotado por la dama:

«Pero al día siguiente, a mi vez, le gané en el ajedrez. Y a la sazón me tocó a mí imponer condiciones. Y después de reflexionar un instante y buscar en mi espíritu lo que pudiese ser para él más desagradable, le condené, con conocimiento de causa, a que pasara la noche en brazos de la esclava más fea y más sucia entre las esclavas de la cocina. Y como la que reunía aquellas condiciones era la esclava llamada Marahil, se la indiqué como resultado de la partida y expiación de su derrota. Y para cerciorarme de que las cosas ocurrirían sin trampas por su parte, yo misma le conduje al cuarto fétido de la esclava Marahil, y le obligué a echarse a su lado y hacer con ella durante toda la noche lo que tanto le gustaba hacer con las hermosas concubinas que le regalaba yo tan a menudo. Y por la mañana se hallaba en un estado lamentable y con un olor espantoso».

¿Pudo haber sido tan así la secuencia de los hechos, o debe ser adjudicada la narración meramente al plano de las fantasías, habida cuenta del poder absoluto que Harún ejercía, por lo que podría descreerse que se sometiera a cualquier clase de vejamen? Quizás, el respeto a las reglas del juego, y al régimen de apuestas que se había acordado entre las partes, lo hizo al soberano cumplir sin cortapisas con ese castigo que le correspondía al haber salido perdidoso de la contienda. En todo caso, el ajedrez podía igualar a poderosos y profanos. En todo caso el ajedrez daba espacio a la posibilidad de expiación.

Es que estamos en presencia de un juego que invita a someterse a sus reglas. Un juego que invita a la creación. Un juego que invita al amor. Un juego que invita a pensar en la vida. Un juego que permite abstraerse de una realidad que termina por considerarse banal frente a su magia intrínseca, esa que tan bien está reflejada en Las mil y una noches, relato que trae a occidente, y al mundo todo, la magia oriental.

Un juego que adoptó el mundo musulmán cuando invadió Persia allá lejos. Un juego que se transformará en el preferido en la corte árabe. Un juego que este pueblo se encargará de difundir por doquier en el marco de sus conquistas.

Un juego que es prototípico de la cultura oriental, como tan bien queda reflejado en esta recorrida que propusimos hacer en este trabajo que tuvo como eje ese fascinante y mágico libro que es, y que por siempre será, Las mil y una noches.

 

 

6 Comments

  1. Pingback: Un juego que invita a pensar en el amor y en la vida: el ajedrez en «Las mil y una noches»

  2. Cada nota de Sergio Negri encierra un arduo trabajo de investigación. En este caso sobre la célebre narración de Las mil y una noche y la evolución del primitivo ajedrez de la India, Persia y el mundo árabe. Imperdible.

  3. José Copié

    Excelente nota histórico literaria de Sergio Negri, mediante la cual se destaca, una vez más, las múltiples facetas culturales del milenario juego del ajedrez.

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