¿Por qué subir el Everest?
Porque está ahí.
George Mallory, 1923
Murió en la ladera de una montaña que nunca llegaría a coronar, luchando inútilmente por conquistar lo imposible. La suya fue una singladura de dimensiones épicas, una epopeya de corte clásico, una profecía autocumplida de sacrificio y fe. Una historia única: la del hombre que decidió ser el primero en hollar la montaña más alta del mundo llevando consigo apenas un equipo escaso y una provisión inagotable de fe en Dios, que lo había sanado. No sabía pilotar, pero en dos meses cubrió ocho mil kilómetros, muchos de ellos sin mapa. No sabía escalar, pero consiguió llegar a una altura de casi siete mil metros, a los pies de la montaña que acabaría por conquistarlo. Siempre infrapreparado para afrontar el reto que se impuso, gracias a su extraordinaria capacidad de sacrificio consiguió escribir con letras doradas la increíble historia de su fatal periplo. El joven que quiso «inflamar al mundo con su gesta» mantuvo durante meses en jaque a su Gobierno y en vilo a muchos compatriotas, pendientes de una odisea que fue relatada a vuelapluma en los diarios ingleses de entreguerras. La vida del inglés Maurice Wilson (1898-1934) se escribe a pinceladas de coraje y determinación, sobre un lienzo de fe y abnegación y con un insoslayable marco de obsesión y locura.
De la Gran Guerra despertó como un héroe por accidente, diluyendo en alcohol los honores que su patria le concedió agradecida. Hijo de una familia acomodada de Bradford, el adolescente que se alistó el día después de cumplir la mayoría de edad volvió de la contienda convertido en un joven insatisfecho, perdido, que buscaba en las esquinas de su corta existencia un propósito vital que lo trascendiera. Su empeño marcial, condecorado y reconocido, no solo le inutilizó el brazo izquierdo sino que también le abrió un profundo vacío en el alma que su monótona rutina de posguerra no pudo sanar. Circunnavegó el globo durante una década, buscando un sentido trascendente que parecía esquivarlo. No lo encontró en Nueva York, tampoco en San Francisco. Ni siquiera en Nueva Zelanda, donde estableció un negocio de ropa femenina que le aportó dinero y estatus. Al final, frisando ya la treintena, Wilson decidió vender todas sus propiedades oceánicas y embarcarse con destino a Londres, todavía en pos de un motivo último por el que apostar la vida.
Las largas semanas en barco obrarían el cambio que llevaba tiempo esperando. Las enseñanzas de unos yoguis que lo abordaron en Bombay le hicieron conectar con su dimensión espiritual, totalmente desconocida hasta entonces. Una toma de conciencia personal que fue la semilla sobre la que Wilson acabaría edificando su propósito vital.
Una vez en Londres Wilson cayó gravemente enfermo. Influido por las enseñanzas espirituales aprendidas contactó con un misterioso curandero —su nombre no aparece en ninguno de sus diarios— que enseñaba de manera altruista un método de sanación basado exclusivamente en el ayuno prolongado y la oración. Y que funcionaba. El propio Wilson, treinta y cinco días de retiro y ayuno más tarde, ya se había recuperado de su «misteriosa» enfermedad. Era un hombre nuevo decidido a consagrar su vida a la difusión de ese revolucionario método. Su gratitud para con «el Dios que había acudido en su auxilio cuando apenas le quedaba un hilo de vida» era infinita y le correspondía ahora a él difundir su mensaje.
Para completar su recuperación se retiró unos meses a la Selva Negra alemana, donde por casualidad encontró un recorte de periódico que recogía la trágica historia de la expedición al Everest de 1924, en la que dos célebres alpinistas ingleses, Irvine y Mallory, habían desaparecido a escasos cientos de metros de la cumbre. Wilson entendió al instante que no existía mejor manera de demostrar la infalibilidad de la fe y de su método místico de sanación que acometer en solitario la conquista de la montaña más alta del mundo. De igual manera que Colón emprendió un largo viaje hacia el oeste para demostrar que la Tierra era redonda, Wilson conquistaría una de sus últimas fronteras, una montaña en la que anteriormente habían fracasado expediciones de centenares de personas y bestias de carga. Llevando apenas un equipo ligero, una ración suficiente de comida y una inagotable provisión de sacrificio y fe en Dios, todo era posible. Y él iba a demostrarlo.
Poco se sabía por entonces del pico más alto de la Tierra. Durante el siglo XIX los británicos habían calculado trigonométricamente la altura de los picos más altos del Himalaya, entre los que destacaba una descomunal montaña de nombre ignoto —lo bautizaron como Pico XV— que se adivinaba en ocasiones entre la bruma de la frontera entre Nepal y Tíbet. Dado que los Gobiernos nepalí y tibetano prohibían expresamente la entrada de hombres blancos en su territorio, los británicos entrenaron durante décadas a indios en el manejo de instrumentos de medición para que se adentraran en esos territorios vedados y confirmaran los cálculos. Pero ninguno pudo acercarse a más de cincuenta kilómetros de ese pico remoto del que solo a principios del siglo XX se conoció el nombre autóctono: Chomolugma, o «Diosa Madre del Universo», en lengua tibetana.
Después de la Primera Guerra Mundial se sucedieron los primeros intentos autorizados por el dalái lama, máxima autoridad del Gobierno tibetano. En 1921, 1922 y 1924 se prepararon las primeras expediciones británicas, el único país autorizado para acercarse al Everest. Partiendo de la mítica Darjeeling, una ciudad cerca del reino indio de Sikkim a los pies del Himalaya, entraron en Tíbet rodeando las cumbres más altas y accediendo al Everest por su cara norte, la misma ruta que seguiría Wilson una década más tarde. Conquistar el Everest era para Gran Bretaña una forma de pulir su orgullo nacional, herido tras la guerra; por ello todas esas expediciones contaron con fuertes patrocinios y apoyo explícito de la Corona. Con escaso éxito, ya que acabaron invariablemente en fracaso, acarreando la muerte a algunos de los mejores escaladores de estos primeros años de la historia del ochomilismo.
Por si el plan no era lo suficientemente irrealizable Wilson solicitó en 1932 a la RAF que lo dejaran tirarse en paracaídas desde uno de sus aviones de reconocimiento fotográfico que iban a sobrevolar por primera vez la cima al año siguiente. Una idea absurda e irrealizable, rechazada de plano, que sin embargo le sirvió para idear su plan definitivo de aproximación a la montaña: volar en avión hasta el Everest con la intención de aterrizar en la falda de la montaña y proseguir a pie hasta la cima.
Era una idea absurda que tenía todos los elementos para acabar en tragedia. Wilson no estaba en la forma física necesaria para subir montañas, no disponía de conocimiento alguno de montañismo y escalada y no sabía pilotar un avión. Además, es totalmente imposible sobrevivir a una aproximación a la montaña tan alta por vía aérea, ya que la falta de aclimatación suficiente conduce sin remisión a una muerte segura. Pero eso no iba a ser impedimento para él, convencido de que sería capaz de triunfar donde los demás, mejores alpinistas que él, habían fracasado. Así, reunió toda la literatura relativa al Everest que pudo encontrar, memorizando las crónicas de las expediciones anteriores para intentar entender la magnitud del desafío que se había impuesto. Además, se embarcó en una preparación física exhaustiva, realizando largas marchas por todo el país y aprendiendo los rudimentos del montañismo en las montañas de Gales —una preparación que sin embargo no incluyó escalada con nieve y hielo—. Por último, antes incluso de tomar sus primeras clases de vuelo, adquirió un modesto avión de segunda mano, un biplano Gipsy-Moth al que bautizó proféticamente como «Ever-Wrest».
Durante sus clases de vuelo se reveló como un piloto torpe y agresivo, estrellando su avión en varias ocasiones para regocijo de unos medios de prensa que relataban con malicia «los desvaríos de este excéntrico empresario». Tanta fue la expectación levantada por su viaje que el Ministerio del Aire le prohibió emprenderlo con la excusa de que jamás dispondría de los permisos necesarios para sobrevolar Persia y Nepal.
A su desastroso despegue del 21 de mayo de 1933 acudieron cientos de personas, que pudieron ver como Wilson intentaba penosamente levantar el vuelo con viento de cola, salvando por centímetros una muerte segura contra el muro del aeródromo, antes de desaparecer entre las nubes. Un mal comienzo al que siguió un prolongado silencio de radio, roto cuando tres días más tarde Wilson enviaba desde un aeródromo romano un sucinto telegrama: «Ya he aprendido a mantener un rumbo fijo sin mirar la brújula. Es gracioso cómo estas cosas se aprenden solas».
Durante la siguiente semana hizo varias escalas en el norte de África. Arrestado en Bizerte, consiguió combustible en Túnez para continuar su odisea sobre Libia y Egipto hasta Bagdad, ciudad en la que confirmó que tenía vetado el acceso a Persia. Sin mapas y sin opciones, se inventó una ruta hasta Baréin, un protectorado británico en el Golfo Pérsico desde el que aspiraba a seguir su ruta por el Índico.
El cónsul, alertado por el Gobierno, le confiscó el avión en cuanto aterrizó en Baréin. Wilson volvía a estar detenido, y solo sería liberado si se comprometía a volver sobre sus pasos y entregar el avión en Bushir (Irán), dando por terminada su aventura. Wilson accedió rápidamente: su plan, sin embargo, era llegar a Gwadar, la primera ciudad del actual Pakistán, situada unos pocos kilómetros después de la frontera persa. Para ello debía atravesar más de mil doscientos kilómetros, exactamente el alcance máximo de su biplano, por encima del Pérsico y el golfo de Omán sin cometer el más mínimo error de navegación. Y todo ello sin mapas, basándose exclusivamente en unos apuntes que pudo tomar en su diario a partir de un mapa que encontró colgado en el consulado. Era un plan descabellado, una locura, una gesta arriesgada para un buen aviador de la época pero que para un piloto novato —apenas contaba con dos meses de experiencia de vuelo— era un suicidio seguro.
Y sin embargo lo consiguió: nueve horas y treinta minutos después de despegar de Baréin, un acalambrado y exhausto Wilson aterrizaba con las primeras sombras del anochecer en el polvoriento aeropuerto de Gwadar. En cuanto tomó tierra el motor empezó a toser y se paró: ni siquiera le quedaba combustible suficiente para aparcar el avión en la terminal.
La noticia de su llegada corrió como la pólvora por India, donde fue entrevistado por los principales diarios del país en cada aeródromo en el que repostaba. El recelo y el escarnio público previos a su despegue dieron paso a una sincera admiración por su hazaña y una enorme curiosidad por conocer al personaje que la había protagonizado. Allí donde paraba le rodeaban periodistas y admiradores, ávidos por profundizar en el mensaje y la preparación de este desconocido empresario textil reconvertido en valiente aventurero. En sus entrevistas Wilson se esforzó por combatir su imagen de excéntrico, detallando la intensa rutina de entrenamiento que había seguido, sus rigurosas dietas «a base de dátiles, agua y muchos rezos» y su convencimiento de que, gracias a su método de ayuno y oración, no había objetivo imposible.
En Purnea, último aeródromo antes de su pretendido vuelo hasta el Everest, no pudo escapar de las garras de las autoridades británicas, que lo aguardaban. Allí el avión le fue confiscado durante un mes, al término del cual Ever-Wrest necesitaba unas reparaciones que Wilson no podía ya costear. Con gran pesar tuvo que venderlo a un admirador y renunciar a su imposible plan original.
Wilson reaccionó al boicot de las autoridades británicas escabulléndose hasta Darjeeling, punto de partida de todas las expediciones al Everest, decidido más que nunca a conseguir su objetivo, esta vez por vía terrestre. En esa ciudad a los pies del Himalaya se enteró de que la numerosa expedición británica del año anterior comandada por Hugh Ruttledge, —la cuarta autorizada por el dalái lama—había fracasado en su intento de coronar la montaña. Era su momento.
Cuando llegó a Darjeeling, a finales del verano de 1933, la temporada de ascensiones había llegado a su fin. Los meses de otoño e invierno los empleó en preparar su intento del año siguiente, completando su aclimatación, preparando «su cuerpo y su alma» para el desafío mediante largos ayunos y tratando de obtener sin éxito los permisos necesarios para realizar su aproximación a pie por territorio tibetano. Estrechamente vigilado por agentes del Gobierno, Wilson exploró a fondo el reino de Sikkim, entrenando y fortaleciendo su cuerpo bajo la atenta mirada de las altas cumbres que rodean sus verdes valles tropicales. Estrenado 1934 ultimó los preparativos de su incursión en el Tíbet con la compra de cuantos mapas pudo encontrar de la zona, la contratación de tres leales sherpas —Tewang, Tsering y Rezing— y la adquisición de un poni tibetano que llevase los pertrechos a través de los peligrosos pasos de montaña que los aguardaban. Lo último en organizar fue el disfraz, un hábito de monje tibetano que debía permitir a Wilson introducirse en un territorio que todavía estaba vedado a los extranjeros.
Al anochecer del 21 de marzo una corpulenta figura envuelta en una raída túnica de monje emprendía la marcha, acompañada de tres sherpas y un poni. Durante más de tres semanas los cuatro compañeros encadenaron extenuantes marchas nocturnas a la sombra de las cumbres más altas del Himalaya, evitando los núcleos urbanos y durmiendo al aire libre; consumiendo kilómetros con un ritmo que redujo en diez días el tiempo que le había supuesto a la expedición anterior alcanzar su objetivo: el monasterio de Rongbuk, sito a 4980 metros, una comunidad de cuatrocientos monjes que guardaba el final del glaciar homónimo que nace a los pies del anhelado Everest.
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Unos días entre ceremonias y ayunos con los monjes ultimaron su aclimatación y el 16 de abril de 1934 emprendió solo la marcha hacia la montaña con la intención de coronarla el 23, día de su trigésimo octavo cumpleaños. Su plan era avanzar por el glaciar hasta el collado que guarda la ruta hacia la cima por la cara norte, siguiendo una ruta similar a la de Ruttledge y Mallory. La trayectoria de Wilson era imparable, pero la magnitud de la empresa era excesiva: su buena preparación física no podía compensar su total falta de conocimientos de escalada. Durante días avanzó sin crampones por el mar de hielo del glaciar, sufriendo muchas caídas y malgastando su energía intentando superar obstáculos que un alpinista experimentado habría evitado. Al final, diez días más tarde y sin haber hollado todavía el Campo III se vio obligado a volver al monasterio agonizante de cansancio, casi ciego, con parálisis facial y con el brazo izquierdo inútil.
Dos semanas de cuidados de los lamas y de sus fieles sherpas le devolvieron a una condición aceptable. En cuanto se hubo recuperado se aventuró otra vez a través de las crevasses y las morrenas del glaciar del Rongbuk. Acompañado esta vez por dos de sus sherpas, pudo atravesarlo sin excesivo desgaste y alcanzar rápidamente el Campo III, ubicado los pies de collado.
El 21 de mayo, un año después de despegar rumbo a lo desconocido, Maurice Wilson emprendía en solitario el penúltimo asalto al Everest desde el Campo III. Volvió a fracasar: unos días más tarde, magullado, exhausto y derrotado por una fuerte ventisca, el malherido inglés consiguió arrastrarse de vuelta hasta donde todavía lo esperaban Tewang y Rizing. Estos, conscientes del estado de enajenación mental en el que continuaba encarando un ascenso imposible, se negaron en rotundo, a pesar de sus súplicas, a acompañarlo hasta el Campo IV.
Wilson no podía volver atrás. El valor que le había conferido a su propia vida dependía de la fidelidad a su compromiso y del ejemplo que su gesta fuera capaz de proyectar. No podía, en ningún caso, abandonar la llamada que lo había llevado por encima de mares y desiertos y a través de montañas y glaciares hasta los pies del objetivo final. Morir, llegado ese punto, era preferible a vivir con el fracaso. Tenía que continuar, su fe debía llevarlo en volandas hasta su objetivo final.
El 29 de mayo de 1934 Maurice Wilson desapareció por última vez rumbo a la cumbre.
Un año más tarde otra expedición encontró su cadáver unos cientos de metros por encima del Campo III. Estaba sentado, descalzo y con su mochila al lado. Había muerto desabrochándose las botas, esperando paciente su mortal destino en la helada ladera del Collado Norte que nunca llegó a superar.
Wilson perdió la vida luchando por demostrarle al mundo que la fe y el sacrificio lo podían todo. El inglés, con una mochila más cargada de voluntad que del equipo necesario, sucumbió ante lo inevitable con entereza, afrontando con dignidad el aciago final que le deparó su aventura. Para algunos era un visionario, para otros un héroe, para la mayoría un simple loco. Pero lo cierto es que no solo de fe y sinrazón se nutrió su epopeya trágica: Wilson no dudó en llevar a cabo un entrenamiento eficaz destinado a prepararlo para la hercúlea tarea a la que se enfrentaba: aprendió a pilotar —con excelentes resultados—, fortaleció su musculatura para compensar su inútil mano izquierda y se aclimató intensamente en las montañas de Sikkim, aprendiendo el suficiente tibetano para pasar desapercibido en territorio hostil. Además de su hazaña aérea, Wilson completó quinientos kilómetros a pie por el altiplano tibetano —a más de cinco mil metros de altura— en menos de un mes, algo extraordinario.
Wilson se había trabajado su suerte, pero su espíritu de superación personal y su fe no fueron suficientes para triunfar frente a una montaña que acabó conquistándolo.
Entre sus pertenencias encontraron un pequeño diario verde en el que venía anotado su periplo hasta Rongbuk. Su última entrada, fechada el 31 de mayo de 1934, resume el espíritu que le animó a emprender su aventura y que subyace también en las historias de grandes alpinistas como Mallory, Hillary, o Messler.
Porque el espíritu que subyace en la odisea de Maurice Wilson es en realidad el de todos ellos: el de superarse a sí mismos intentando alcanzar una gloria vedada. Intentando sublimar lo imposible.
La última línea de su diario, apenas una temblorosa línea garabateada a lápiz sobre el papel pautado, rezaba: «Off today, gorgeous day» («En ruta hoy, día magnífico»).
Un comentario: Colón no pretendía demostrar que la tierra era redonda, su intención era buscar una ruta más corta haia las indias. Por lo del muy interesante artículo, gracias.