Si repasamos grandes documentos audiovisuales en torno al deporte, qué duda cabe que el documental Red Army marcó un antes y un después. Los partidos entre Canadá, Estados Unidos y la URSS habían pasado a la historia. Sin embargo, dentro de las fronteras de la URSS, el hockey hielo desató tantas pasiones que tiene su propia historia sin necesidad de la participación de las otras potencias.
En los institutos de Educación Física de la URSS de los años 30 ya se había jugado al hockey sobre hielo, un deporte importado de Canadá. Cuando acabó la guerra, el interés no tardó en resurgir y esta disciplina llegó a convertirse en el segundo deporte soviético en número de espectadores. Ya 17 de febrero de 1946 se tiene noticia de que se instaló una pista en Moscú de hockey hielo y miles de personas aplaudieron a rabiar entusiasmadas con lo que estaban viendo. Pero no fue un simple trasplante de un entretenimiento foráneo, durante décadas los rusos ya habían jugado a un deporte parecido, el bandy. La mayoría de la primera generación de estrellas del hockey hielo soviético habían jugado antes a la modalidad rusa.
Sin embargo, su desarrollo no fue fácil. Mientras que el fútbol era un deporte barato, el hockey sobre hielo requería pabellones climatizados con hielo artificial. En Europa y América del Norte estos recintos solían tener capacidad para más de diez mil espectadores. Hasta 1956, no se construyó el primer pabellón de estas características. Los entrenamientos tuvieron que realizarse la mayor parte del tiempo sobre tierra, pero los entrenadores soviéticos supieron hacer de la necesidad virtud y aprovechar ese factor diferencial. Al mismo tiempo, muchas tácticas del bandy se trasladaron a este nuevo deporte. Como se dice hoy, no les faltaban recursos disruptivos.
Además, los jugadores no encontraban las protecciones reglamentarias e incluso había escasez de palos y discos. Los únicos cascos que había estaban diseñados para boxeadores y ciclistas. En estos primeros años, generalmente, tenían que procurarse sus propios uniformes como buenamente podían. No obstante, se establecieron cursos rápidos de formación para entrenadores en Leningrado y la política estatal se volcó en el desarrollo de este y otros deportes cuando el comunismo, valga la contradicción, abandonó la concepción socialista del deporte.
Inicialmente, el deporte comunista estaba diseñado para establecer la solidaridad y cooperación entre la clase obrera, no como una competición. Cuando quedó patente el potencial propagandístico del deporte bajo los medios de comunicación del siglo XX, la URSS decidió trabajar en sus atletas al máximo para que, con sus victorias sobre los occidentales, demostrasen la superioridad de la forma de vida soviética.
Así se iniciaba el documental Red Army, con un coro de críos cantándole a Stalin «los cobardes no juegan al hockey». Este estado de tensión y presión sobre el deporte continuó hasta los últimos días de la URSS. De hecho, en 1980, cuando la URSS perdió contra Estados Unidos se hizo una purga en el equipo nacional y se impusieron unas series de entrenamientos inhumanas. En el documental, decía un jugador: «meábamos sangre». Con solo 32 años, tras llevar casi un par de décadas jugando al hockey, los deportistas se sentían absolutamente calcinados, fatigados y ancianos. Pero antes de eso, hubo una edad dorada. Los tiempos en los que el hijo de Stalin se encargó del equipo de la Fuerza Aérea de hockey y, en lugar de castigar a sus jugadores, les daba todo tipo de caprichos y prebendas.
En los primeros partidos de la segunda mitad de los 40, al clamor de los aficionados, se unió la prensa. En diciembre de 1946, tras un Spartak – Dinamo de exhibición, en Sovetsky Sport -el diario deportivo moscovita más antiguo y que aún sigue imprimiéndose- el periodista que cubrió el evento destacó el ritmo del partido y la intensidad del juego. Sobre todo los cambios que se producían durante el encuentro. Como entretenimiento, ese deporte estaba por encima de lo conocido hasta el momento. La velocidad que imprimía patinar sobre hielo hacía que aquello fuese la quintaesencia de la diversión. Parecía un deporte futurista.
El primer campeonato duró dos meses y tenía siete equipos de doce miembros cada uno. Los entrenadores eran los jugadores que lideraban las plantillas. En el Dinamo de Moscú fue Arkadi Chernyshev y, en el CSKA, Anatoly Tarasov, que no solo brilló dirigiendo a su equipo, sino que escribía constantemente en los medios artículos divulgando las estrategias y complejidades de este deporte. El gobierno le había encargado el desarrollo de este deporte en todo el país bajo las premisas de que fuera «rápido, elegante, no individualista y patriótico». Eso sí, al principio, la citada carestía de medios era tal que los equipos tuvieron que ir a entrenar a la RDA, donde se improvisaban pistas de hielo en plantas de procesado de carne.
Tarasov había jugado al fútbol, modalidad en la que Rusia no iba mal encaminada a principios de siglo y era consciente de cuál es el secreto del éxito en el deporte rey: Pasársela al que está solo. Esa misma filosofía la aplicó al hockey y para ello sus entrenamientos estaban basados fundamentalmente en los pases. Combinaciones y movimientos acompasados y de engaño entre los jugadores con la finalidad de dejar a un compañero solo con el disco dominado con el palo. Todos los ejercicios de los entrenamientos, aunque fueran individuales, se realizaban con todo el equipo en movimiento, lo que se conoció como «ensamblaje». En el documental Red Army, cuando los rusos desperdigados por equipos de Estados Unidos jugando mal y deprimidos, aguantando el rechazo de compañeros y rivales, cuando por fin se encuentran todos en el mismo club, el Detroit Red Wings, este sistema de juego es el que ponen en práctica. Todos ellos lo conocían y solo podían desplegarlo juntos. Es una historia deportiva preciosa, como la de los mosqueteros.
Dentro de estas premisas, uno de los primeros jugadores que había destacado en la URSS fue Vsévolod Bobrov, que también venía de jugar al fútbol (y triunfar como internacional) y al bandy antes de especializarse en hockey hielo. Desde los 13 años había trabajado en una fábrica en Sestroretsk y combatió en la II Guerra Mundial. Era un hombre endurecido por la vida y, en tiempo de paz y deporte, se convirtió en el máximo goleador de su país, todo ello con un problema de rodilla (el que le había obligado a dejar el fútbol) del que le operaron en cuatro ocasiones sin que se lograra resolver.
En la temporada 47-48 metió 52 goles en 18 partidos. Hasta que llegó la tragedia el 13 de enero de 1950. Esa mañana, quizá porque llegó tarde, no viajó con el equipo en un avión que se estrellaría con todo el VVS Moscú abordo, el equipo de la Fuerza Aérea, ojito derecho del hijo de Vasili Stalin. No obstante, aquellos eran días de vino y rosas. Bobrov era el protegido de Stalin Jr, teniente general del Ejército Rojo y responsable de los equipos deportivos del Ejército y la Fuerza Aérea. Lo mismo que luchó para que Mshvenieradze, el astro del waterpolo, no pudiera volver a Georgia, a Bobrov lo tomó como proyecto personal.
Cada vez que el equipo de hockey hielo de la Fuerza Aérea cosechaba una victoria, Vasili Stalin organizaba fiestas que eran auténticas bacanales, con mujeres bailando por encima de los muebles y litros de vodka. La película rusa Moy luchshiy droga, general Vasiliy, syn Iosifa de Viktor Sadovsky, en 1991, cuenta y refleja toda esta historia. Al final, todo acabó, lógicamente, cuando murió Stalin padre y Stalin hijo no tardó en ser detenido y caído en desgracia. En principio, tuvo suerte de no ser fusilado con Beria, pero cumplió siete años de prisión y trabajos forzados. A su regreso, en 1960, se le concedió un piso de tres habitaciones y una pensión, pero no se le permitió regresar a sus labores. El ostracismo empeoró su alcoholismo y murió por esta causa en 1962.
Oficialmente, había sido indiscreto con unos diplomáticos y criticó al gobierno que había sustituido a su padre, que graciosamente procedía de su mismo gabinete. Aunque, al margen de la política, Vasili Stalin tenía manchas negras importantes en su historial de gestor deportivo. En el accidente aéreo, el mal tiempo desaconsejaba viajar de Kazan a los Urales, pero hay versiones que dicen que él fue el que se empeñó en que el avión despegase. Las culpas también recayeron sobre Bobrov, si no se hubieran estado horas esperándole en Moscú, el pasaje habría llegado a tiempo para atravesar los Urales cuando el cielo estaba despejado. El Douglas c-47 hizo seis intentos de aterrizar en el aeropuerto de Koltsovo, en Sverdlovsk, hasta estrellarse en el séptimo, desorientado y sin visibilidad. Murieron 19 personas, todos los jugadores y equipo técnico.
El éxito de sus equipos deportivos, al fin y al cabo, se había logrado gracias a la posibilidad de robar a los mejores jugadores con la llamada del Ejército y, una vez dentro, otorgarles todo tipo de ascensos, algo nada frecuente una vez terminada la II Guerra Mundial. Además, aunque conste que nunca tuvo una relación estrecha con su padre, le bastaba decir al teléfono «el camarada Stalin hablará contigo» para conseguir todo lo que se propusiera. No hace falta explicar por qué.
El jugador Viktor Tikhonov, opinó años después que Stalin Jr. «no tenía sentido de la proporción», confesó que hasta Bobrov «no se atrevía a llevarle la contraria» porque era «extremadamente intolerable con las objeciones». Y lo más importante: «la falta de control a la que se había acostumbrado durante tantos años le corrompió». El delirio llegó a tal punto, seguía Tikhonov, que lo mismo en un ataque de alegría te podía regalar un reloj de oro quitándoselo de su muñeca que hacerte reproches injustos de forma grosera. Por el contrario, otros jugadores como Viktor Shuvalov o el portero Nikolai Puchkov guardaban buen recuerdo del hijo de Stalin y, respectivamente, declararon en medios como Trud que eran un «gran director deportivo» o, en Sovetsky Sport. que «nadie le tenía miedo y nos respetaba inmensamente».
Tras el accidente, hubo un silencio informativo absoluto, por lo que se dispararon las leyendas y rumores. De Bobrov se dijo que, al salvarse, había urdido un plan maestro para acabar con sus rivales dentro del hockey soviético. También se dijo que se había ido de fiesta los días anteriores y por eso se había dormido aquella mañana. Sin embargo, hay testimonios más prosaicos que explican su ausencia por su pánico a volar y tratar de hacer los desplazamientos largos siempre en tren. En uno se hallaba cuando murieron sus compañeros.
Sea como fuere, con un equipo completamente nuevo, Bobrov se echó la plantilla a la espalda y, tras un año de transición en 1950, en 1951, 52 y 53 ganaron de nuevo el campeonato. No por casualidad, Bobrov está considerado el tercer mejor deportista ruso del siglo XX tras Lev Yashin y el luchador grecorromano Alexander Karelin. El hijo de Stalin, sin embargo, cuando fue juzgado cayó sobre él la acusación de «gastar demasiado dinero en deportes», delito inédito en la Unión Soviética antes y después de este proceso, que quedará para los anales como una de las bromas involuntarias de su célebre sistema.