Vamos a contar una historia, y es una historia que, creo yo, merece la pena. Al menos eso creyeron también muchísimos periodistas y espectadores en su momento, aunque en España quizá no sea una historia tan conocida. Es la historia de un jugador de baloncesto que solo pisó la cancha durante cuatro minutos en toda su efímera carrera. Sí, solo durante cuatro minutos. Y aun así hizo historia. A su manera, al menos. Efectivamente, como resulta fácil suponer se trata de una historia peculiar.
Pero antes vamos a hacernos una pregunta.
¿Qué es el deporte? Y aunque esta es una buena pregunta, probablemente resulta más o menos fácil de responder si uno mira el diccionario o bucea en la etimología; no es más que una palabra, así que seguramente tenga un significado más o menos oficial. Pero existe otra pregunta cuya respuesta resulta bastante más compleja: ¿qué significa para cada uno de nosotros el deporte?
Como fenómeno cultural, más allá de la práctica deportiva individual que haga cada cual Como fenómeno cultural, más allá de la práctica deportiva individual que haga cada cual y de los pronósticos deportivos, el deporte es una proyección de hondos anhelos e incluso de bajos instintos de muchos de nosotros. Basta con contemplar un partido de fútbol; o mejor dicho, a quienes siguen con pasión ese partido de fútbol. Hay un componente irracional, freudiano, primitivo en las emociones que ese partido despierta en la gente. Y no siempre es un componente positivo. A menudo degenera en la expresión de frustraciones ocultas.
Ni siquiera tiene por qué ser un partido del Mundial o de la Champions League. Cualquiera puede echar un vistazo a las competiciones de alevines o infantiles, en donde juegan posibles futuras promesas del fútbol (o de otros deportes), y verá a algún que otro padre haciendo gala de un enfermizo sentido de la autorrealización, canalizando a través de los logros de su hijo/a aquellos logros que no pudo obtener por sí mismo; en ocasiones con gestos y palabras que avergüenzan no ya a los demás padres y espectadores, sino al propio hijo que está jugando. Esto sucede, como también suceden las trifulcas en partidos regionales de poca importancia. El deporte es competición y la competición saca lo peor de según quiénes.
A menudo es el opio del pueblo, un arma política y propagandística, un negocio sucio, una terapia perversa. Puede servir para que se odien personas que no se conocen de nada ni tienen motivos para enemistarse, o para que crean que hay algo de ellos en la victoria de un puñado de millonarios que corren detrás de una pelota y con quienes jamás van a intercambiar una palabra si no es para pedir un autógrafo. Y aun así, estos espectadores dicen «hemos ganado», «somos campeones». El deporte puede convertirse, y pasa a menudo, en un entretenimiento banal que sirve para que los ciudadanos desvíen parte de su atención y sus energías hacia unos eventos en los que —si lo piensan bien— ellos mismos no se juegan absolutamente nada, ni para bien ni para mal, por más que los periodistas deportivos lo revistan en muchas ocasiones de una solemnidad que rara vez tiene o debería tener. Todos sabemos esto, no es ningún secreto. El deporte, como casi todas las actividades humanas y especialmente aquellas en que hay por medio derrotas y victorias, autoestimas, interés periodístico o sencillamente dinero, puede convertirse en algo exasperante.
Pero el deporte como fenómeno cultural tiene otra faceta que lo redime, al menos ocasionalmente, de todas sus faltas. Porque es un caldo de cultivo para las grandes historias. Es el escenario de una nueva forma de entender la tradición humana, el marco de una épica moderna que por fortuna ha sustituido a las viejas leyendas guerreras. Por desagradable o agotadora que pueda antojársenos a veces la cacareante rutina de la competición multitudinaria y del hiperbólico eco que por motivos de puro negocio se hace la prensa del deporte profesional, al menos sabemos que el deporte no es la guerra. Incluso aunque a veces parezca tener una vocación bélica de baja intensidad, por fortuna no sucede tan a menudo que el deporte degenere en violencia. Podrá ser un entretenimiento superficial y vacuo las más veces, pero ya puestos a idolatrar a un don nadie, mejor que sea un futbolista y no el general de un ejército. Ya no necesitamos que un héroe, para ser considerado como tal, vaya por ahí cortando cabezas espada en mano; ahora puede tratarse de alguien que lanza balones a una canasta. Actividad tonta donde las haya cuando uno repara bien en ello, esta cosa de intentar que una pelota caiga a través de un aro; pero aun así, en ella hay algo muy parecido al gen de la gran literatura o de las grandes tradiciones orales. Las historias, como dicen los físicos acerca del concepto de tiempo, nacen del movimiento de las cosas. Si tienes una pelota y tienes un aro… entre o no entre la pelota en el aro, hay una cosa completamente cierta: ahí tienes también una historia que contar. Si eres hábil, como lo son algunos escritores o cineastas, no necesitas más. Una pelota y un aro.
Así que al final, incluso los individuos más escépticos y despegados de la vorágine deportiva terminan tarde o temprano sintiendo curiosidad por saber quién ha acertado más veces poniendo el balón dentro de la cesta o quién lo ha hecho con más personalidad o mejor estilo. Si es que en el fondo las historias pueden más que nosotros y nos hacen acercarnos a actividades que, por principio, podemos mirar con desdén o al menos de reojo. Y la competición también tiene ese efecto, desde luego. Somos una raza de cazadores; en el fondo de nosotros, quien trae más presas a la cueva sigue despertando nuestra admiración. Adoramos al campeón, aunque en la mayor parte de los casos sabemos que ni él lo merece, ni la actividad competitiva que practica tiene mucho sentido, ni lo que podamos decir sobre él deja de ser palabrería hueca.
Hollywood, la «fábrica de sueños», conoce perfectamente esta atracción del público hacia las historias de victorias y derrotas honrosas, ya sean grandes o pequeñas. Y eso pese a que algo tan inmediato, tan «de directo» como la competición deportiva se lleva bastante mal con la ficción enlatada del cine. Exceptuando los combates del boxeo y poco más, casi nunca una secuencia cinematográfica que muestre una competición deportiva ficticia consigue no parecer ridícula o demasiado fantasiosa en pantalla. Aun así, todos recordamos esas películas norteamericanas en que un adolescente juega en el equipo de baloncesto del instituto y donde la última escena de la película es precisamente la final de un campeonato escolar, esa escena rodada a base convencionalismos manidos pero efectivos y acompañada por la embarazosa obviedad del narrador que, desde la cabina de prensa que al parecer hay en la cancha de cada instituto de América (siempre según Hollywood), nos cuenta todo cuanto sucede en el partido a modo de falsa voz en off. Ciertamente, es difícil llevar un partido de baloncesto al celuloide y que no parezca un teatrillo absurdo. Pero a Hollywood no le preocupa que el deporte sea, en la mayor parte de los casos, sencillamente «infilmable». Porque sabe que lo que realmente buscamos no es el partido, sino la historia que hay detrás: vemos a un individuo que tiene un objetivo claro —ganar un título deportivo— y lo acompañamos en su viaje, en su odisea personal. Sudamos con él, sufrimos con él y nos alegramos con él. Queremos verlo ganar o, como mínimo, conservar su dignidad en la derrota. Es nuestro héroe. Poco importa que la secuencia de ese partido o combate final resulte vergonzosamente maniquea. Que levante la mano quien no recuerde cómo alguna de estas películas le marcó profundamente durante su adolescencia. Eso es el cine.
Una de esas películas, que quizá usted amigo lector no haya visto, tenía como protagonista a uno de esos chavales de instituto, llamado Jason McElwain. El argumento es tan tópicamente hollywoodiense que cuesta encontrar alguna pizca de originalidad en él, pero aun así merece la pena desgranarlo. Básicamente porque no es exactamente una película: su historia sucedió de verdad. Aunque si uno la leyese en forma de guión, parecería tan «calculada» que nos resultaría imposible de creer. Vayamos a ello, y viajemos a los Estados Unidos de América.
Rochester es, según dicen sus habitantes, «la ciudad de las flores». Por más que aquí en España todos sepamos que esa etiqueta le corresponde por derecho —o por pasodoble— a Valencia, hay que reconocer la habilidad de los rochesterianos para haber dejado atrás el menos elegante adjetivo de la «ciudad de la harina» con que su localidad fue conocida en tiempos, gracias a que han jugado hábilmente con las palabras (de «flour», harina, a «flower», flor… toda una jugada maestra, evidente pero maestra, de marketing). Rochester tiene el raro honor de ser la tercera ciudad en importancia del estado de Nueva York, en donde como sabemos reina la metrópolis más famosa —y una de las más grandes— del planeta Tierra, la capital de todas las cosas. Pero poco tiene que ver la diáfana y ribereña Rochester con ese monstruo al que alguien bautizó como Gran Manzana. Ni siquiera es remotamente comparable a la segunda ciudad del territorio, Buffalo. Rochester es, en cierto sentido, más «genuinamente americana» que Nueva York: tiene un centro relativamente reducido, rodeado de una amplia zona metropolitana repleta de esos barrios de viviendas unifamiliares que todos hemos visto en las películas. Es una ciudad horizontal, descongestionada, oxigenada por una profusa multitud de verdísimos árboles y por el tranquilo discurrir del río Genesee. Nada de los monolíticos y aterradores gigantes de Manhattan ni de esa crepitante inhumanidad de las ciudades que no tienen fin. Rochester es, pues, modesta en las formas pero no en el fondo: detrás de tanto árbol se esconde una ciudad de alto nivel educativo y una sofisticación alejada de las modas que puedan llevarse en la atestada Manhattan. Más bostoniana que neoyorquina, por decirlo de alguna manera. A Nueva York le pegan más las historias de mafiosos y músicos de jazz y Rochester, en cambio, es el escenario ideal para una perfecta historia de deporte juvenil, de esas de palomitas y Coca-Cola.
En el instituto Greece Athena —un nombre muy olímpico, como no podía ser menos— hay, cómo no, un equipo de baloncesto. No participa en ninguna gran liga juvenil, ni fue en su cancha donde debutó Michael Jordan o Pete Maravich. En realidad el equipo de Greece Athena no tiene absolutamente nada de especial… condición indispensable para situar un buen guión sobre deporte adolescente en ese mismo instituto. Nuestro héroe ha de ser un don nadie, al menos al principio. Si vemos esta clase de películas es precisamente para huir de los triunfadores veinteañeros cuyas banalidades asolan diariamente los telediarios y la prensa. Un héroe como Dios manda debe comenzar su odisea siendo perfectamente anónimo.
Y Jason McElwan no solamente era anónimo, sino que había nacido con un serio problema. Desde una edad muy temprana fue diagnosticado de autismo; tenía severas dificultades para relacionarse con otros niños pequeños y tanto sus familiares como los médicos albergaban serias dudas sobre las posibilidades de su futuro desarrollo, que se antojaba muy limitado. Ése era el gran partido que Jason tenía que jugar en su vida. Pero no se preocupe, amigo lector: ese fue un partido en el que Jason salió ganando. Su condición, para alivio de todos, fue mejorando y al llegar a la pubertad sus habilidades sociales se habían desarrollado lo suficiente como para poder ser escolarizado con relativa normalidad. Pese a los temores iniciales respecto a una posible existencia condenada a un total aislamiento, el progreso de Jason sorprendió a todos y no solo se mostró capaz de establecer contacto directo con sus semejantes, sino también de mostrar abiertamente emociones, entre ellas la alegría o el entusiasmo, con una exuberancia considerable. Al menos dada su condición. Todo un logro, probablemente el mayor logro al que haremos referencia en este artículo. Pero ese logro no es algo que dé como para un guión de cine, al menos no fácilmente. La historia de superación personal frente a un autismo que pretendía encarcelarlo dentro de sí mismo es algo que resulta infinitamente admirable pero que solo un genio de la dirección cinematográfica podría llevar a pantalla y conseguir que resultase entretenido. Desde luego, no fue eso lo que captó la atención del público en torno a nuestro héroe. Porque no siempre lo importante es lo que llama la atención. A veces, lo importante se limita a ser lo que sirve de fundamento emocional para la historia que capta la imaginación del espectador.
El caso es que, a sus dieciocho años, Jason seguía pugnando por obtener el título de secundaria y graduarse en el instituto. Por mucho que hubiese avanzado en su evolución, tenía algunos problemas académicos. No mayores que los problemas que han —o hemos— tenido otros, ciertamente. Nada especialmente trágico. Cuando finalmente llegó lo que parecía su último año allí y el autista Jason estaba a punto de terminar esa etapa de sus estudios, la cosa no hubiese inspirado ningún titular, porque en el mundo hay muchas historias parecidas.
La gran pasión de Jason mientras estuvo en el instituto era el baloncesto. Aunque no pertenecía al equipo; no como jugador al menos. Pese a la equivocada concepción que muchos hacen del autista como de una especie de superhombre, olvídese usted de Rain man. Es de la realidad de lo que estamos hablando aquí; pese a su enorme entusiasmo, Jason no era ni mucho menos la estrella. Es más, ni siquiera pisaba la pista. Lo cual no le impedía sentirse tan implicado con el equipo que el entrenador, enternecido, le permitió ejercer como utillero durante los años que cursó estudios allí. Jason lucía orgullosamente el sonoro título de «manager», aunque se limitaba a preparar las cosas en el vestuario o preocuparse de que los jugadores —los de verdad— tuviesen bebida al alcance. Una forma como cualquier otra de permitir que el pobre Jason participase de las glorias, por llamarlas de algún modo, del modesto equipo local al que tan unido se sentía. Así, Jason podía estar en el vestuario no exactamente como uno más, pero tampoco como uno menos. Vivía los triunfos y las derrotas de sus «compañeros de equipo» con una intensidad que pronto se hizo célebre en la institución, mientras les echaba una mano con las botellas de agua y las toallas.
Naturalmente, todos sabían que el gran sueño del pobre chaval era llegar a pisar la cancha algún día vistiendo la camiseta blanca de Greece Athena, pero eso era algo difícil de cumplir, especialmente cuando no demuestras suficientes dotes para ello. No es que a Jason se le diese mal el baloncesto; era solo que tampoco se le daba lo suficientemente bien. Siempre puede haber otros mejores que tú, y en su caso había unos cuantos mejores jugadores en el instituto. Una cosa era aceptar que, dado su contagioso entusiasmo, Jason ejerciese ciertas funciones de ayudante en el equipo. Otra muy distinta era encasquetarlo por piedad en la alineación de los partidos, cosa que naturalmente el entrenador no estaba dispuesto a hacer.
Pero llegado el último partido del último año que Jason iba a pasar en el instituto, ese mismo entrenador decidió tener un detalle con él. No, no era una final como en las películas. Era un partido más, sin nada en juego. Pura rutina. Y sin embargo, iba a convertirse en la historia deportiva del año en toda la nación. ¿Por qué? Es difícil de explicar sin verlo, pero lo intentaremos.
Greece Athena jugaba en casa contra el equipo del instituto Specenport. Sí, era un partido tan intrascendente como suena cuando lo decimos: Greece Athena contra Specenport. No es como decir Lakers contra Detroit. Pero no dejaba de ser una ocasión especial: como era el último partido que los Athena jugarían en casa, el entrenador le había prometido a Jason que si en los minutos finales iban ganando con una cómoda ventaja, le permitiría debutar como jugador del equipo para que al menos pudiese tener ese recuerdo y de paso llevarse una ovación de la gente, porque todos allí conocían su pasión por el basket. Dicho y hecho; a falta de tan solo cuatro minutos para el final del partido el equipo local ya vencía por una cómoda diferencia. La cosa estaba a punto de acabar, pero en las gradas —que estaban llenas— se cocía algo. La expectación había creado un ambiente que podía cortarse con un cuchillo y que no tenía nada que ver con el resultado.
El partido en sí era lo de menos. La gente estaba esperando un momento ansiosamente: el instante en que Jason McElwan, que se había pasado todo el partido en el banquillo aguardando pacientemente la oportunidad de jugar unos minutos con su amada escuadra del instituto, saltaría al campo por primera vez, completamente uniformado, para jugar algunos minutos. Era un premio por sus años de dedicación y apoyo al equipo. Así, a falta de esos cuatro minutos y con una abultada diferencia en el marcador, el entrenador hizo lo que todo el mundo ansiaba: llamó a Jason para salir a la cancha. Los espectadores, las animadoras, y sus propios compañeros desgranaron una sonora ovación y gritos de ánimo. Finalmente, Jason podría decir que había formado parte de la escuadra de basket de Greece Athena. Serían solo cuatro minutos, pero aquellos cuatro minutos tenían un enorme significado para él. Eufóricos, todos los presentes lo recibieron con gritos y aplausos cuando pisó la pista. Verlo por fin vestido de corto era algo emocionante, porque siempre resulta emocionante ver a alguien haciendo que su sueño se convierta en realidad.
Y Jason recibió la pelota por primera vez en sus años allí. Ante la ruidosa expectación de los asistentes, lanzó por primera vez a canasta. Nada. Muy mal. El balón no llegó ni a tocar el aro. Pero en el banquillo, sus compañeros de equipo —que ahora sí, de verdad, eran compañeros de equipo— no podían estarse quietos. Vivieron ese tiro fallido como si de él dependiese todo un campeonato, aunque no dejaron de animar. Jason, de hecho, no se desmoraliza y poco después lo vuelve a intentar… aunque la pelota se acerca algo más al aro —pega en el hierro— tampoco entra. Pero la cancha está empezando a hervir. Ese día solo importa una cosa y no es el resultado, ni una medalla, ni una copa. Lo único que importa que Jason consiga encestar al menos una vez. Los jugadores rivales asistían atónitos a un surrealista final de partido donde los locales ya ganaban por mucho, pero parecían tan efervescentes como si estuviesen a punto de ganar un título de la NBA. El reloj corre. Jason ya ha fallado dos veces. De repente, al público ya no parece bastarle con tenerlo sobre la cancha. Desde luego, si no consigue encestar, ya sea causa de los nervios de la situación o sencillamente de una natural falta de acierto, todos lo entenderán y nadie le culpará por ello. Aun así, todo el mundo se come las uñas. Quieren que enceste. Necesitan que enceste.
Y llega el tercer intento. A la tercera, dicen, va la vencida. Es un tiro triple. Jason lanza… y encesta. El público estalla. Los asistentes se desgañitan gritando. Los compañeros del banquillo saltan y alzan los puños. La cancha es una coral de aplausos, aullidos y exclamaciones. Pero eso no es nada. Ni siquiera están preparados para lo que van a ver. Jason lo vuelve a intentar, otra vez desde más allá de la línea de tres puntos… y lo vuelve a conseguir. Otro triple. Las gradas estallan otra vez. Los jugadores del banquillo se disparan como resortes. Y de repente, otro intento de triple… y otro acierto. Y otro. Para cuando encesta su sexto y último triple en solamente cuatro minutos de partido —sus únicos cuatro minutos en el equipo, en los que anota la friolera de veinte puntos—, para cuando el último balón entra en la red casi mientras suena la bocina del final, el lugar ya se ha transformado en un verdadero manicomio. Los jugadores del banquillo saltan como locos, las animadoras gritan y corren hacia el centro de la cancha mientras también es invadida por el público. Reina un total descontrol. La euforia es indescriptible, como si hubiese un título mundial en juego y el modesto instituto Greece Athena se lo hubiese llevado a sus vitrinas. Jason McElwan es el héroe de la jornada. Lo levantan a hombros. Todo el mundo lo mira como si acabase de vencer a los Boston Celtics en el último minuto, o como si hubiese ganado la Olimpiada. Pero todo cuando ha hecho es anotar unos tiros en un partido «sin importancia», porque es un partido del que la prensa —todavía— no ha hablado.
Y la historia trasciende. La televisión local se hace eco de ello. Después, la televisión nacional. En solo unos días, todo Estados Unidos conocerá el rostro de aquel chaval que ha metido veinte puntos en los últimos cuatro minutos de un partido en donde nadie se jugaba nada… excepto él, que podía así tener un recuerdo imborrable que lo acompañará durante toda su vida. Repentinamente, cuando su historia asalta la TV nacional, los grandes logros de las grandes estrellas parecen vanos e insustanciales. La infantil candidez de Jason gana los corazones del público norteamericano. La cadena deportiva más importante del país, ESPN, decide que aquella es la historia del año… en el mismo año en que Kobe Bryant ha anotado 81 puntos en un partido. ¿Qué son 81 puntos de una superestrella frente a los seis triples del chico autista que estuvo durante años plegando las camisetas de los demás? Hasta el presidente Bush hace una parada «extra-protocolaria» en Rochester para conocer en persona a Jason y hacerse una foto de rigor con él. Jason McElwan es un héroe y, ¿qué ha hecho realmente? Nada. Meter una pelota en un aro. Pero es que ese era precisamente su sueño; poco importa que estemos hablendo de un juego del que no depende la vida de nadie. Y era el sueño que su entrenador, sus compañeros y su efímero público querían verlo cumplir. Era el sueño que todos queremos ver cumplir a alguien. Aquellos tiros triples en una vulgar liga juvenil hicieron que Jason viviera un momento de gloria que ni siquiera llegarán a conocer una gran mayoría de los deportistas no ya aficionados, sino incluso profesionales. Desde luego, pocos héroes deportivos han conseguido crear un ambiente así en una cancha de juego.
Dejaremos para otras plumas las moralinas fáciles de esta historia. Creo que cualquier individuo adulto entiende lo que esta historia significa.
Pero si he escrito todo esto no es en realidad para hablar de Jason McElwan, por muy conmovedora que pueda resultar su biografía, que lo es. Lo realmente conmovedor en todo este asunto no es él. Lo realmente conmovedor son las imágenes grabadas de sus compañeros de equipo. Los jugadores que estaban volviéndose locos en el banquillo, haciendo gala de una alegría pura, inmediata, auténtica, explosiva. Sin que hubiese por medio trofeos, ni dinero, ni escudos de clubes dirigidos por millonarios; sin banderas de selecciones, sin rivalidades estúpidas ni portadas de periódicos hablando del próximo «partido del siglo». Saltaban de alegría porque un compañero, un amigo, estaba viviendo el momento más feliz de su vida. Cada uno de ellos diferente, de su padre y de su madre, pero todos unidos por una misma causa. Una causa humana, constructiva, verdadera. Eso es un equipo. Esos son unos ganadores. No hay trofeos ni récords ni títulos, pero eso, amigos, eso es el deporte que de verdad debería interesarnos.
Estupendo artículo, felicidades a quien lo haya escrito… no aparece firmado (?)
E.j fernandez..firma de cabecera.
Lo comparto, muy buen articulo