El despertador suena a las seis y cuarto. Empieza la semana, empieza el lunes. Empieza la cuenta atrás. Vestirse, desayunar, preparar la mochila, salir, llegar, entrenar, ducharse, volver a salir. Trabajar, terminar de trabajar, volver a entrenar. La vida en una continua preocupación por llegar. Por llegar bien a la carrera, por llegar a la meta, por llegar a hacer el tiempo que esperas. El tiempo que quieres. Y el que no tienes cada día para dedicar a todo aquello que dejas de lado si quieres poder entrenar.
Aplaudes cada fin de semana, aplaudes cada cuatro años. Competiciones en televisión de quien entrena duro cada día, viviendo por y para ello. A quien no hace otra cosa que entrenar. Pero hay otros que sí. Trabajar, vivir, entrenar, competir. El premio no entiende de primeras páginas en diarios deportivos, de medallas olímpicas, de minutos de fama. El premio es llegar a la meta, mejorar el tiempo, completar el calendario. Llegar. La satisfacción de haberlo hecho, la recompensa. Ese «puedo salir en trece» de un martes que luchas por cumplir un domingo. Marcar un récord también en el tiempo de recuperación: no hay descanso, mañana es lunes. Hay que volver a trabajar.
Competir por gusto, entrenar por obligación. El «pfff, quién me manda» a las seis y veintiséis de un domingo. La sensación de siempre. Cuando competir no es obligación sino pasión, puedes pensar en dejarlo. Y es lo habitual antes de cada carrera. Pero las dudas no duran más de una hora. Desaparecen en el momento en el que te subes al coche, enciendes la música y suena Talco. Cualquiera de esas canciones de motivación que has convertido en parte fundamental de la competición, en la banda sonora capaz de sustituir a la glucosa y romper a golpes, ante las dudas, cualquier muro en la maratón. El ritual y la motivación previa a una carrera en la que no compites para ganar a nadie. Salvo a ti mismo. Pero en la que sabes que ya no puedes rendirte.
Cada mañana los gimnasios de todas partes se llenan de todo tipo de personas. El deporte como vía de escape, el deporte como ayuda, el deporte como hobby. La mayoría de ellos sin ningún fin que mantener la salud, descansar, desconectar. Pero no todos. Hay quien ha convertido el deporte, por gusto, en una obligación. Y no hay opción para rendirse. «No concibo entrenar sin darlo todo». Lo dice Patricia Villalobos, tiene 52 años y lleva los últimos diez corriendo maratones. Sin competir contra nadie salvo el cronómetro. Salvo contra ella misma. «Me autoimpongo la presión de mejorar respecto al año pasado, respecto a mi propia marca», explica. «Y si puedo adelantar a alguna de mis contrincantes por categoría respecto al año pasado, mejor».
Como ella, muchos otros. También lo dice Jose Vigo. Con 30 años, corre desde 2011 y compite en triatlón desde 2015. Pero nadar o correr o subirse a la bicicleta no se conciben sin traspasar una meta, sin vencer al cronómetro. No solo por el mero hecho de divertirse los domingos. No, al menos, para él. «Soy muy competitivo. Si me gustase patinar, competiría seguro. Si mi hobby fuese la cocina, seguro que iría a Masterchef». Lo demuestran los datos: ha corrido nueve medios ironman, tres maratones, 23 medias maratones y dos veces una de las pruebas más duras: los 101 kilómetros de Ronda. A los 30, aún queda mucho hueco en el medallero para rellenar.
Tú eres el héroe y el villano, el rival al que batir. Al que ganarle siempre. Lo que te hace levantarte por las mañanas en invierno, escapar del calor de las sábanas. «Para mantener la motivación tienes que tener unos objetivos y, para mí, el objetivo es competir en una carrera y superar el tiempo que has hecho antes. No solo en la carrera al completo sino en cualquier disciplina. Con una, basta. Ese es el punto de emoción que me gusta», lo dice Guille Gallego. Como Jose, estrena los 30. Son compañeros y amigos. Uno empujó al otro a la competición, a ese gusanillo en el estómago que te dice que no pares. «Un día fui a verlo competir, vi el ambiente y pensé que tenía que probarlo». Ahora, esa pasión compartida en la que un jueves te sientas a planificar el calendario, a compartir viajes y todas las «noches de antes». El apoyo y la motivación necesaria, ese «venga, salimos» en todos esos días en los que salir a correr ocupa el último puesto en las cosas que nos apetecen, en las cosas que nos gustaría hacer.
Es su método. Pero no el único. Los hay que se escuchan a sí mismos. Patricia ha corrido seis maratones. Sabe lo que es cruzar la meta antes de las tres horas y media pero también la importancia de escucharse, de saber parar. «Es poner un pie en la calle y ya estás dando gracias de salir a correr», dice. «Pero escucho también al cuerpo y priorizo y no pasa absolutamente nada. Si algo en ti falla, salir a entrenar es peor que quedarte en casa. Escuchar a la cabeza es fundamental y forma parte del entrenamiento».
Parar o no. El método cambia, el objetivo siempre se mantiene: llegar. «No todos los días tienes la misma motivación. A veces faltan las ganas… y es ahí cuando entra la disciplina. Debes forzarte para no perder el entrenamiento». Una lucha contra ti mismo que empieza cada lunes. Lo que quieres hacer, lo que debes hacer. Decirte «tengo que entrenar, aunque salga solo un ratito y forzarte», cuenta Guille.
Parar en casa o llegado el día. Lo sabe Vigo. «Me he retirado de algún triatlón». Otras, sin embargo, luchas y sigues. «Hice un ironman con un brazo en cabestrillo. Me lesioné en el sector de natación, pero lo acabé». Por ti, tu propio rival. «Había supuesto mucho sacrificio para la familia estar allí». Pero también por los demás. Esos que siempre tienen un mensaje de ánimo, un vídeo motivacional más, un truco infalible para que no te rindas. En lo que pensamos cuando no podemos más, en los que pensamos cuando no podemos más.
Los demás por encima de todo. Aunque una lucha constante, llegar (y mejorar el tiempo en carrera) no puede ser la prioridad para quien el deporte no es el trabajo. Ni la vida. No está por encima de todo. Patricia es madre de tres hijos: trece, quince y diecisiete años. Y sabe que las aficiones son terceras en el podio. «Mis prioridades son familia, trabajo y aficiones». En ese orden. Lo tiene claro. «Nunca sacrifico nada relacionado con la familia y con el trabajo. No sacrifico nada sino que busco entrenar en las horas en las que no hay que llevar y traer niños, en las que no hay que sentarse con ellos a prepararse un examen». La familia por encima de todo. Las maratones, después. «Sacrificas quedarte en la cama a las nueve o las diez un domingo pero si solo sacrificas horas de sueño no es un problema muy grande».
Llegar es la meta. Conseguirlo. Sin importar en qué condiciones o qué hayas pasado hasta ese momento. Tú eres el único que lucha pero también todas las circunstancias que vives antes de ese domingo que has marcado en rojo en el calendario. Una lesión que te persigue meses y te frustra. Mantener la cabeza fría, planificar desde el principio, empezar de cero. Convertirse en el héroe sobreponiéndose a los villanos que aparecen una y otra vez, a los impedimentos que debes saltar tú solo sin ese gran equipo detrás que has visto en televisión: no están los fisios que van a sacarte a hombros si gritas, no hay masajes de emergencia. Eres tú y la capacidad de seguir. Eres tú sin el reposo absoluto. Sin el reposo, en general. Tú y el trabajo de nueve a seis, retrasando cualquier opción de mejora, de pausa, de recuperación. Tú y la capacidad para hacer que la rodilla funcione otra vez como antes, de un «hoy he conseguido volver a trotar sin que me duela», de acabar celebrando que vuelves a estar bien. Y que puedes volver a empezar de nuevo.
El premio no entiende de metales y trofeos, de portadas en periódicos deportivos. El premio es la satisfacción de llegar a la meta. Ese último kilómetro en el que sientes que no puedes más y, a la vez, vuelas. Apretar los dientes, sentir las pulsaciones, notar las heridas que has vuelto a hacerte en el pie. Saber que cada segundo cuenta para vencerte a ti mismo, vencer a ese yo de tu última competición, al de la misma carrera hace un año. El villano más difícil. Mirar alrededor, mirar hacia delante, acelerar, pasar a los demás para poder pasarte a ti. Competir hasta el final aun sabiendo que no hay premios ni medallas, que no hay rankings mundiales en los que sumar puntos. Eres tú y el orgullo de haber seguido compitiendo hasta el final. La cabezonería de poder decir que sí, que has salido en trece.
Los últimos metros de gritos y aplausos, de los gritos de tu nombre, de los abrazos y celebraciones, de la megafonía, de esa contradicción en tu cabeza que te dice que no puedes más pero que has vuelto a poder. El dolor en el estómago del cansancio, el pellizco en el estómago de los nervios. Sabes que vas a volver a hacerlo. Que al cruzar ese enorme arco hinchable olvidarás las lesiones, los madrugones, el frío al salir de la cama cualquier miércoles de invierno. Que olvidarás todos los días que creías que no ibas a llegar, que no ibas bien, que no podrías, que la lluvia, que el viento, que el hoy el mar está picado y a ver. Un par de metros más para sumar otra experiencia, otra victoria, otra vez que sí. Una foto en la que nunca importa no salir bien. Otro recuerdo imborrable recortando algunos segundos en el tiempo esperado. Mirarse la muñeca, tocar el botón, parar el reloj. Fin de la carrera. Otra vez lo de los domingos. Otra vez llegar. Otra vez ganar. Otra vez ganarse.