Viene de la primera parte…
G
El Rosario Central fue fundado en 1889 bajo el nombre de «Central Argentine Railway Athletic Club» por los trabajadores del ferrocarril, en su mayoría ingleses y escoceses. A diferencia de los clubes españoles de fútbol, que se definen principalmente por su sitio de procedencia, los clubes argentinos lo hacen por la pertenencia a una clase social u otra de sus aficionados. Al Rosario Central, el origen obrero de sus fundadores le ha dado buena parte de su identidad, y así, ser aficionado al club es considerado de mal gusto por las clases altas: para los integrantes de la clase trabajadora a la que pertenezco, en contrapartida, ser del Rosario Central se superpone a otras decisiones, y la suma de esas decisiones constituye una identidad en la que confluyen el peronismo, la pertenencia a la clase obrera y la resistencia a los vientos de la historia, que siempre soplan en dirección contraria para quienes pertenecemos a esa clase.
Al comenzar a frecuentar el estadio del Rosario Central, yo no era consciente de esto, aunque lo sería pronto. ¿Qué sabía del Rosario Central? Que a sus aficionados se los llama «canallas» a raíz de un episodio más o menos mítico en algún momento de la década de 1920 en el transcurso del cual, y tras haberse negado a participar de un partido a beneficio del Patronato de Leprosos de la ciudad, los aficionados del Newell’s Old Boys los llamaron «canallas‘ (su respuesta consistió en llamarlos «leprosos», apodo que aún se utiliza: un episodio triste en la década de 1990 hace que ambos equipos sean llamados «comegatos» por las aficiones de fuera de la ciudad). Que su afición protagoniza actos violentos más o menos desde comienzos de la década de 1980. Que el club ha aportado jugadores a la selección nacional de fútbol prácticamente a lo largo de toda su historia. Que en ciertas zonas de la ciudad pueden romperte la cara si eres del Rosario Central.
Esto último no me llenaba precisamente de entusiasmo, por supuesto. Pero parecía inevitable en una ciudad relativamente pequeña con dos clubes en la primera división del fútbol argentino. A menudo el ambiente de la ciudad se parecía al de una olla a presión, y en ese ambiente tenías que abrirte paso a empujones, como si nadases en un mar espeso y oscuro. Y cuando das manotazos en la oscuridad siempre puedes acabar lastimando a alguien.
H
Al parecer, venir de una familia desestructurada, carecer de empleo y no tener educación son requisitos ineludibles para convertirse en un hooligan (que en Argentina llamamos «barras bravas»). Ninguno de los tres aspectos resulta pertinente en mi caso, de allí que tampoco puedan servir de justificación. Entre aproximadamente abril o mayo de 1994 y marzo de 1999 (cuando me marché a Alemania) fui un hooligan más bien mediocre, que iba al estadio e insultaba a los rivales y, si tenía la oportunidad, rompía una o dos narices antes de irse a casa (lo cual, asombrosamente, era más habitual de lo que los 40 kilos que pesaba por entonces podían hacer pensar). No sé por qué razón lo hacía, pero lo hacía, y ahora pienso que tal vez solo lo hacía porque era algo que no necesitaba explicarle a nadie, ni siquiera a mí mismo. Algo que expresaba lo que yo era allí y entonces y ponía orden en la vida cotidiana en la década de 1990 en Argentina: pegar, correr y volver a pegar como actividades indeseables pero también ineludibles si eras joven en ese país durante esos años, como escuchar a determinadas bandas de rock o utilizar cierta ropa. Pero también había algo más, pienso. Al adoptar una versión tercermundista del neoliberalismo inglés de la década de 1980, la sociedad argentina de la época había adoptado el que era uno de sus principios vertebradores: la idea de que todos sus integrantes tenían las mismas posibilidades, de manera que aquellos que eran pobres lo eran solo por no haber sabido o no haber querido aprovecharlas. No parece raro que la violencia en el fútbol haya aumentado geométricamente al influjo de este tipo de ideas: concebir el deporte como una guerra era el resultado natural de un cierto enfrentamiento que dominaba la sociedad, aunque presentaba la dificultad de que, cuando le pegabas a alguien en el estadio, lastimabas a alguien que era tan víctima como tú, no a uno de los responsables de que hubieras perdido tu trabajo o de que eso le hubiera sucedido a tus padres. Naturalmente, sin embargo, nos olvidábamos de eso de inmediato, y los más violentos entre nosotros apedreábamos autobuses, arrojábamos sillas o prendíamos fuego a las banderas del contrario tan solo en nombre de esa violencia, con el placer infantil de pertenecer a una comunidad en un momento en que se nos decía que esas comunidades no existían, que ya no había clases ni bandos y que todos nadábamos en el líquido amniótico de la economía de libre mercado.
I
Ah, qué placer insultar en el estadio. Qué gran alegría desearle la muerte a un árbitro de fútbol y a toda su familia y, si acaso, acabar bebiendo cerveza en una esquina con ese puñado de amigos con el que fuiste al estadio y con el que lo compartes todo, absolutamente todo, como suele suceder con las amistades de la juventud. ¿Qué ha sido de ellos? Algunos están muertos, otros se han hecho policías, algunos están presos. A todos ellos, donde estén, un saludo: con la palma abierta y los nudillos destrozados.
J
No soy un teórico del fútbol ni pretendo serlo, pero me pregunto si esa violencia (al menos la verbal) no es el resultado del carácter agónico del juego. Ajedrecistas y jugadores de voleibol pueden ir a tomar una copa juntos después de enfrentarse, así que supongo que desestiman esta hipótesis. A raíz, posiblemente, del sesgo ligeramente más pasional del deporte que nos une en relación a otros, los aficionados del Rosario Central tenemos la OCAL, una organización secreta que alguna vez se denominó «Organización Canalla Anti Leprosa» y ahora es la «Organización Canalla para América Latina». La OCAL surgió cuando un grupo de médicos rosarinos descubrió que odiaba tanto a Newell’s Old Boys como amaba a Rosario Central, de allí que el muy exigente cuestionario de ingreso a la organización (para el que se requiere invitación previa) incluya una pregunta a la que el candidato debe responder sin titubeos: ¿Qué prefiere? ¿Que Newell’s Old Boys descienda de categoría o Rosario Central salga campeón? (Al igual que en el caso de los koan del budismo zen, ninguna respuesta es adecuada, ya que no existe el amor sin odio ni el odio sin amor).
(Al parecer, el museo secreto de la OCAL incluye entre sus objetos en exhibición el poste que impidió que Newell’s Old Boys se coronase campeón de América en la final que disputó con el São Paulo brasileño en 1992 y el riñón del jugador de ese equipo que se apartó en el momento adecuado para hacer posible la famosa «palomita» de Aldo Pedro Poy con la que Rosario Central se impuso en la semifinal del torneo nacional de 1971 y que la OCAL celebra todos los años recreando el gol con la participación del propio Poy y de cientos de aficionados que festejan su «vuelo» ante la portería como si convirtiese el gol por primera vez).
K
(Por cierto, la identificación de Aldo Pedro Poy con el Rosario Central llegó a ser tan grande que, en una ocasión, Poy pasó varios días en unas islas escasamente pobladas frente a la ciudad para no ser tentado con un posible traspaso).
L
Algunas palabras de «El Gran Lama», líder espiritual y secreto de la OCAL: al principio «Ñuls era la personificación demoníaca, pero después, muchacho, me di cuenta de que odiarlos era un desgaste inútil, que no valía la pena. Ellos representaban a lo peor de nuestra sociedad: al rico venido a menos, al mediopelo, a esos aristócratas que, en homenaje a Inglaterra y a Alemania, crearon esa bandera roja y negra. El odio hacia ellos es inútil. Hoy no sentimos odio, pero sí desprecio. Va a llegar el día en que, cuando Ñuls pierda, no sentiremos nada: no nos molestaremos ni nos agradará, ni nada. Serán tan pequeños, tan insignificantes, que esa pequeñez tan marcada nos despertará simpatía».
(No sé qué puede pensar un europeo de esta demostración de odio y desprecio: para mí es la quintaesencia del fútbol, cuya pasión siempre se manifiesta a favor pero, principalmente, y sobre todo, en contra de algo, como lo prueba el hecho de que todos en este país somos «guardiolistas» por desprecio a la labor soez y traicionera de José Mourinho, y con «todos» me refiero también a los muchos madridistas inteligentes que conozco en Madrid y en otros sitios).
M
A raíz de la escandalosa goleada al Newell’s Old Boys del día 23 de noviembre de 1997, y desde entonces, un grupo de miembros de la OCAL celebra con un concurso de lanzamiento de toalla el «Día del abandono» (un jugador de ese equipo fingió una lesión para que el partido fuera dado por concluido, evitando así una goleada mayor, pero no la humillación). Al menos en una ocasión consiguieron colar una necrológica de Newell’s Old Boys en uno de los periódicos locales. En otra ocasión el equipo, que disputaba la final de la Copa Conmebol (el equivalente sudamericano a la Copa de la UEFA), perdió cuatro a cero ante el Atletico Mineiro del sur de Brasil; días después se celebró el segundo partido en el estadio del Rosario Central y el estadio estaba repleto, como si el equipo hubiera ganado cómodamente en la ida: contra todo pronóstico, ganó cuatro a cero llevado en volandas por su afición (absurda, heroicamente, yo estaba allí) y obtuvo la copa en la tanda de penaltis. ¿Quién podría resistirse a ser aficionado de un equipo así?
N
No hay nada simple o sencillo en ser de Rosario Central: la mayor parte del tiempo te arrastras por el barro preguntándote qué es lo siguiente que puede salir mal, cuántos años más vas a estar en la segunda división, qué otro muerto de hambre va a comprar el club mientras vende a precio de saldo sus mejores activos (una práctica habitual para la dirigencia del club, cuyo último pero muy comprensible error fue vender por monedas a Ángel Di María). No es una pasión fácil, pero supongo que ninguna lo es. A veces desearía abandonarla o cambiarla por otra, pero no parece sencillo y puede que no sea deseable: tampoco parece deseable justificarla por el peligro que se corre de racionalizarla en exceso, lo que sería un desastre en el caso de un equipo de trayectoria tan calamitosa como la del Rosario Central. A veces, también, escucho voces y son las que escuchaba en su estadio; mi voz estaba entre ellas y el grito y la pasión eran compartidos. No parecía necesario nada más, y sigue sin parecérmelo ahora.
Cada vez que leí esos «el» o «del» antes de Rosario Central pensé en Fontanarrosa revolcándose en su tumba.
Nadie en Argentina de refiere a su equipo, a su club, como el Boca, el river, el Sacachispas, nadie.
Dejando atrás los «matices» de los que habla Juancho. El artículo, Patricio, es magnífico. Muchas gracias.
Que verdad mas real y que amor tan verdadero es el de un Canalla, que tiempo mejor vivido es el compartido con la familia de Central en el Gigante, sus previas, sus post partidos, sus viajes y todas las charlas de reunión. Vivo mi vida durante muchos años esperando el próximo partido como si no existiera nada más, y hoy más grande y maduro lo recuerdo con una sonrisa, sigo están cada domingo en el gigante pero aprendí que lo importante no es la victoria, es vivir y ser parte de ese manicomio feliz!!
Patricio gracias por escribir esto y evangelizar al mundo un poco más!
VAMOS CENTRAL VIEJO NOMA!!!