Lavandera del equipo durante 50 años, vivía en la mismísima Bombonera y era considerada «la mamá» del club. A cinco años de su muerte, cientos de hinchas dicen sentir su presencia sobrevolando la Bombonera.
Vivía como dentro de un sismo. Una casa en la médula de un estadio. El hogar de Julia Fieres latía con cada partido y los muros de su habitación sufrían rajaduras cada vez que la hinchada bramaba. Cuadros torcidos, latidos del suelo, mareos momentáneos. Pocos le creían que dormía en el primer piso del Alberto J. Armando. Se le reían cuando indicaba como dirección legal La Bombonera.
Todo empezó un verano en los 60. Su minúsculo cuarto de alquiler asfixiaba. Julia dio unos pasos, entró a la cancha y decidió tomar fresco en las tribunas desnudas del gigante. El viento del Riachuelo reconfortaba. Cerró los ojos, pensó en lo dura que era su vida y en cómo la brisa de aquel coliseo aliviaba la angustia y pidió un deseo: «Que los vientos de la suerte traigan otros aires».
De tanto pedirle al viento, sobrevino la magia. Un empleado de Boca Juniors le ofreció un puesto en el sector del natatorio. La tarea se amplió a la limpieza de las oficinas y desembocó en un idilio de 50 años: el lavadero del club, las entrañas del jabón y la pulcritud. Julia terminó como la lavandera oficial del equipo y el lavadero se transformó en su morada.
Pionera entre las trabajadoras del club, su rol doméstico- institucional fue invisibilizado por décadas. Doña Julia era un secreto. La mujer de la limpieza, la que colaboraba con las primeras figuras deportivas como imperceptible para la prensa. Al momento de su muerte, el 9 junio de 2018, su huella comenzó a tomar dimensión, a direccionarse rumbo al mito. Un fantasma con delantal. No hubo futbolista que en medio siglo no buscara ropa limpia o contención en el nido. Cinco por diez medía ese reducto dentro de ese coliseo estrenado en 1940. Hoy la «Madre de Boca» sobrevuela como dulce ánima en aquella obra maestra de la ingeniería, esa caja de bombones que algunos buscan demoler en pos de un nuevo estadio.
«La Turca» nació el 1 de julio de 1936 en Bahía Blanca, una ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires, la misma de la que es oriundo el ex basquetbolista de la NBA Manu Ginóbili. Hija de la inmigración, nacida del matrimonio entre un sirio libanés (Abdala Safi, llamado en Buenos Aires Juan Fieres) y una libanesa (María), creció en una casa abrazada por la pobreza en la que se comía diariamente puchero. Ante la queja persistente por aquella repetición de plato, en alguna oportunidad Julia recibió un «tenedorazo» por parte de su padre. El utensilio de mesa rozó su ojo. Un milagro impidió que no perdiera la vista.
Entraba a la adolescencia cuando la primera dama de la Nación, Eva Duarte de Perón, le obsequió su primera muñeca. Para entonces, Julia había tenido que abandonar la escuela. Apenas dos primeros años de escolarización, el «posgrado» lo cursó en el mundo del trabajo temprano.
Antes de que el fútbol la acercara a las tareas de lavado y de que el lavadero del club más popular de la Argentina se transformara en su alcázar, se empleó como mucama cama adentro. Tenia 12 años y sus patrones eran capaces de obligarla a trapear de rodillas.
A sus 18 años, el llamado desde la capital porteña cambió su rumbo. Su hermana Rosa, empleada de frigorífico en Dock Sud, ciudad del partido de Avellaneda, en el área Metropolitana de Buenos Aires, le advirtió sobre la posibilidad de progreso en «la Reina del Plata». Así, Julia viajó 600 kilómetros con más sueños que bártulos. Logró velozmente un contrato obrero, como empleada de la fábrica textil Alpargatas. La tarea asignada: la confección de trapos de piso.
Instalada en uno de los típicos conventillos de La Boca, un complejo habitacional de chapas de colores con numerosas familias inmigrantes conviviendo en pequeños espacios, Julia comenzó a frecuentar ese barrio repleto de italianos que lleva el nombre de República. Arrabal único en su estilo, cuenta la Historia que a fines del siglo XIX los propios italianos habían iniciado un demencial movimiento separatista que reclamaba autonomía barrial como «país independiente».
Gabriel Fieres, su único hijo, nacido en 1966, se quiebra cuando repasa ese camino solitario de la mujer que fue madre soltera, cabeza de familia y custodia del club Boca Juniors incluso en tiempos en que la entidad estuvo a punto de desaparecer. En 1984, con cerca de 150 juicios, 15 pedidos de quiebra, posibilidad de remate del estadio y fajas de clausura, «lo único que no estaba embargado era el lavadero de Madame Julia».
Cuentan ex colaboradores de aquella era institucional negra que no era extraño ver a la señora plantada ante los oficiales de justicia impidiendo que invadieran su rincón. «Aquí no pasarán, esta es mi casa», rezongaba impidiendo el avance de cualquier letrado. «Incluso con el club cerrado, ella seguía lavando y lavando para mantener bien limpios a los jugadores. La honradez fue su marca. Los gerentes podían olvidar las cajas fuertes con fajos de dólares y ella nunca tocaba nada», suma su hijo.
Diego Maradona la llamaba «Tía Julia» y se rendía ante esa ternura enmascarada en disfraz de señora enojada. En 1981, por ejemplo, en la primera etapa de Pelusa en Boca Juniors tras su paso por Argentinos Juniors, el hombre paseaba esa melena ensortijada por el sector de Fieres. Un rito era pedirle el lavado de alguna prenda personal. Estaba acostumbrado a que la indumentaria se aseara y se reutilizara por falta de presupuesto.
El tesoro que Julia jamás pasó por agua y conservó intacto con transpiración maradoneana fue esa camiseta azulísima y oro que «El Diez» le entregó en uno de sus primeros partidos en el xeneize.
Veintún años después de esa ofrenda, cuando Diego logró el hito de que le prestaran la Bombonera para celebrar los 15 de su hija Dalma Nerea en un megafestejo inédito, «Tía Julia» facilitó su lavadero para un trámite fugaz de Diego: le permitió ducharse allí y hasta quitó la mancha de vino de su camisa.
Un velatorio en el templo
Como esos futbolistas xeneizes capaces de entregar los cartílagos en una jugada, Julia se rompió los meniscos bajando las escaleras del club con las toallas a cuestas. Hasta el último tiempo mantuvo su fórmula de lavado a mano de algunas prendas delicadas. Sus dedos ofrecían arte en la titánica tarea de quitar la clorofila incrustada en los paños.
Poquísimos sabían que esa madre soltera que crio a un hijo en soledad era capaz de pechear tres trabajos con tal de pagar la educación privada de su primogénito. Los fines de semana aprovechaba para obtener un ingreso extra en la Peña El Rescoldo de La Boca, donde se bailaba folclore. «Atendía el guardarropas a cambio de propinas apenas, recuerdo dormirme en sillas por la madrugada, viéndola incansable», detalla su retoño. «A los actos de mi colegio llegaba siempre con el delantal celeste, jamás se lo quitaba».
El lavadero de Julia, en el primer piso del estadio, ya no existe. Fue demolido, en un proyecto que comprende un moderno patio de comidas de más de 2.000 m², un espacio gastronómico de más de 30 locales -próximo a inaugurar- en el que reinará la pizza. Caminar por ese sector implica sentir que algo flota, un imán, la sugestión, la idea de que no hay desguace posible para un espíritu. «Mi sueño es un espacio conmemorativo, un lavarropas como objeto que recuerde a mi madre», lagrimea Gabriel Fieres.
El foco popular argentino estaba en el Mundial de Rusia cuando la vida de Julia se apagó. Con el parate del fútbol nacional, el club había detenido el ritmo frenético diario. Fue en ese contexto de silencio hogareño que la noticia apuñaló a los obreros de Boca Juniors: tras problemas respiratorios y una internación en el Hospital Británico de la Ciudad de Buenos Aires, Julia murió 22 días antes de cumplir 82 años.
Su hijo decidió que el cuerpo fuera velado en el hall de aquella «casa» de tres pisos. El féretro permaneció cuatro horas en ese vestíbulo, a 100 metros del césped. «Boca es nuestro grito de amor», canturreaba algún compañero en voz baja, citando el himno de Boca Juniors. «Lo decía siempre ella: ‘Entré por esa puerta al club y voy a salir sin vida por esa puerta’», evoca Fieres hijo.
Calzoncillos, medias, taquicardia
El ex delantero Martín Palermo le regaló sus calzoncillos el día del retiro. Otros entregaban sus rosarios y sus calcetines. El lavadero se transformó entonces en un museo de futbolistas varios en el que los objetos colgaban como adorno mientras la dueña de casa dormía envuelta de esa atmósfera de pelotas y balompié ardiente.
Cualquiera podría pensar que teniendo en su propio hogar al equipo de Boca Juniors, ella asomaba la nariz los domingos de partido, pero Julia no veía jugar a su Boca. Apenas lo escuchaba por la radio «para no exigir al corazón, frágil y traicionero».
La leyenda de los duendes y los espectros que bajan a besar el suelo de la Bombonera en la madrugada no es nueva y se basa en una verdad camuflada: miles de hinchas arrojaron (y aún arrojan de forma clandestina) las cenizas de sus seres queridos muertos sobre el verde prado del estadio. Cientos de últimas voluntades tienen que ver con descansar en paz en la cancha que adorna las orillas del Riachuelo, por lo que muchas familias en operativos secretos cumplen el deseo póstumo de sus difuntos.
La acumulación de energías y polvo de quienes dejaron este mundo parece aflorar de una extraña y poética forma por la noche y en la quietud. A Julia juran verla «entre la tribuna» entresemana, como una ilusión óptica, difusa, con su delantal turquesa. «Se encienden los rociadores de riego y no es raro que aparezca una silueta como de señora, entre medio de un arcoíris», suma un empleado del club que pide «total reserva» por temor a que se burlen de sus creencias.
Lo contó alguna vez la sanadora espiritual Ángeles Ezcurra, estudiosa de terapias vibracionales, metafísica, control mental, naturopatía y radiestesia. Autoproclamada «maestra de varias técnicas de curación», trabajó hace más de 20 años en las trabas deportivas de Boca Juniors, contratada por las autoridades cansadas de la sequía. Asistió a «sanar» el estadio, a limpiar las energías densas y movimientos del más allá y–creer o reventar- su tarea «abrió» un portal de éxitos que convirtió a la institución en una fábrica de títulos, incluyendo la Copa Intercontinental ante el Real Madrid.
Semanas atrás, en el Mes internacional de la Mujer, en Boca se montó una muestra de damas que hicieron historia. Un puntapié para sacar del anonimato a quienes que construyeron lo deportivo (y extradeportivo) sin el reconocimiento popular. «Julita» fue una de las destacadas de la exposición. En una de las pocas fotografías que se dejó tomar, con pose de guardavallas que intercepta con seguridad cualquier bombazo, su semisonrisa alcanza para describirla: la señora del jabón, el puño cerrado y la espuma. La que dejaba la ropa blanquísima para que otros la lucieran.
«Después de mi padre, un ex futbolista que abandonó el deporte y al que vi pocas veces, mamá nunca más tuvo pareja. Cacho se llamaba él y tenía otra familia. Por eso Boca Juniors fue su único amor», se quiebra Gabriel. «De alguna forma Boca fue el amor que le terminó dando un hogar y le permitió hacer grande a su hijo».
Dice la leyenda que si un terremoto azotara Buenos Aires, lo único que quedaría en pie sería la Bombonera. El trío de arquitectos e ingenieros que diseñó el famoso mercado de Abasto porteño (Delpini-Sulcic-Bes) pensó en un estadio imposible, en erigir algo indestructible dentro de un espacio insuficiente. Lo logró en forma de «D», con una estructura de hormigón a prueba de movimientos tectónicos. Julia parece custodiar hoy todo ese temblequeo. Y dirigir desde el aire el poéticomovimiento del viento.
Gracias de corazón. Este que late ahora!aceleradamente. Recordando a!Julita. Si la energia pudiera verse. Sin dudas la seguiríamos viendo a diario en su Bombonera. GraciasMarina Succhi, por esta nota tan simple! Tan entera y tan fuerte como Julia Fieres. Simplemente una gran mujer
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